07 noviembre 2012

(texto no apropiado para madres)

Llevo un gran rato frente a la página en blanco. Después de releer la pedacería que, según yo, constituía mi introducción, me di cuenta de que si no quería que aquello saliera más monstruoso-frankenstenioso de lo que de por sí ya está, al menos tenía que redactar el texto de la introducción de un jalón. Lo único que tengo es el título (Introducción) y dos epígrafes de Dominik Perler, y ni siquiera puedo decidirme por uno de ellos.

¿Qué quiero decir? Es que ¡tengo tantas cosas por decir! Y ¿por qué ahora no puedo decir ninguna? Quiero decir, por ejemplo, que Alberto utiliza a Avicena y a Aristóteles de marionetas para darle vida a su propia teoría sobre la intencionalidad de la percepción sensible. Sí, como marionetas. Pero ¿eso es lo más interesante de la tesis? ¿por qué, si es sobre Alberto Magno, más de la mitad trata de otros autores? ¿para qué enredarse en qué significan intentiones para Avicena o sobre cómo resuelve Aristóteles el problema del sujeto de la sensibilidad común, si la obra maravillosa de Alberto es haber dotado a la percepción sensible de una estructura psicológica análoga a la teoría de la proposición en su Perihermenias? "Su" de él. El suyo Perihermeneias, donde cita ampliamente Metafísica VI. Y ¿dónde entran Searle, Bermúdez o Brentano, con quienes, se supone, debería entablarse un diálogo? 

Al final, como siempre, el asesor tenía razón. Bermúdez debió ser el dialogante. Es más, no sólo él, sino el joven J. M., doctorando en Columbia, que discute con Bermúdez el asunto de la capacidad de negación que tienen los animales. Las bestias debo decir, porque es la definición de animal sin facultades racionales. Ahí estaba la clave, siempre estuvo. A partir de ahí surge el hipotético proyecto de doctorado: ¿cómo puede llegar Alberto a adscribir lenguaje a criaturas no intelectivas? ¿A caso la razón no es propiedad de las criaturas poseedoras de conceptos universales? ¿acaso naturalizó exitosamente la intencionalidad? ¿el lenguaje mismo? Hipotético, muy hipotético proyecto de doctorado. 

Y en pensando todo eso, Z. se conectó a Skype desde Cuernavaca, y comenzamos a platicar largamente. 

Nuestro coloquio versó sobre las razones por las cuales la tesis nos da tanto pavor. Ambas nos parecemos mucho: tendemos a escondernos de nuestros asesores. No podemos acabar la tesis, unas tesis a las que sólo les faltan Introducción, Conclusión y correcciones. Las dos somos hijas de científicos que se dedican a la academia. Las dos crecimos escuchando música de protesta para niños. A las dos nos crió nuestra abuelita materna. Ninguna de las dos hallamos cómo resolver nuestra existencia. ¿Acaso nuestras mamás científicas tienen alguna responsabilidad en nuestro bloqueo tesísitico? Y ¿cuál podría ser tal responsabilidad? 

Nuestro coloquio no llegó a ninguna conclusión útil. Lo útil fue la catarsis y dejar de sentirnos tan miserablemente solas durante una hora y veinte minutos. Sin embargo, al terminar de hablar, me quedó una idea fija en la cabeza: sus estándares (los de nuestras mamás) eran excesivamente altos. Estándares universales, por supuesto: ninguna esperaba que sus hijas sacaran el premio Nobel. Pero a quienes admiran y quienes son el universal e impersonal ejemplo a seguir son ellos. Los que sacan premios, los que publican muchísimo, los que trabajan incansablemente. Pero sobre todo, los genios, a quienes se les donó gratuitamente una propiedad misteriosa llamada inteligencia y sin la cual serían simples mortales... simples mortales... simples mortales... despreciables, totalmente despreciables, como nuestros malvados y despreciables padres que, sin ellas, no habrían conseguido el título. Ellas, que sí nacieron con ese don, pero que la perversa fortuna y la traición de esos viles despojos humanos truncó en el camino. 

Pero ellas nos quieren mucho. Nos quieren mucho aunque no seamos genios. Nos quieren a pesar de todo, por el simple hecho de ser sus hijas aunque no estemos trabajando en el MIT como el hijo de fulano. Nos aman, no tenemos que hacer ningún tipo de mérito, pues el amor de las madres no es meritorio, y ellas no dejarán que suframos el desamor que nuestras abuelas les profesaban, esas abuelas que intercambiaban caricias por dieces en la boleta. No, ellas son diferentes: nos aman aunque no seamos genios. 

Tantas adversativas, tantas. Tantos aunques, tantos. 

Z. y yo nos sorprendimos al conocer a Andrés F. que también es hijo de una científica. Que, en el momento de la verdad, decidió no titularse con una tesis sino por promedio... ¡el promedio estaba ya ahí! Y su asesor no le leyó la mente y no le dio una palmada en la espalda diciéndole: vas bien, vas bien. Y pegó la carrera a Alemania, en lo que decidía si podía soportar la eterna actitud de la gente de la Facultad de Ciencias de la filosofía también es importante... si no ¿quién va a hablar del amor? ¿quién va a escribir bellamente? ¿Quién va a llenar de orlas y adornitos la vida seria del científico?

Un día conociste a unos filósofos que se parecían mucho a esos científicos que habitan el pedestal de las madres. De esos con doctorados en Europa, muy publicados, muy trabajadores, muy inteligentes. Y pensaste, por un momento, que esa ad-miración que mamá científica jamás te podrá tener, la podrían tener ellos. Ante ellos podrías brillar, haciendo lo que sabes, sabiendo lo que haces, y podrías irte a Europa, como no se fue mamá. Eran la visión más extraordinaria que tus ojos podían contemplar. Que podían observar. 

Pero, ya sabes lo que dice Schrödinger y su gato: el observador altera las cosas. Si abres la caja, descubrirás al gato o muerto o vivo. ¿Qué parte de la disyunción no soportarías? ¿qué parte de la disyunción te hundiría para siempre en el más absoluto desprecio? ¿Qué parte de la disyunción te haría instancia del abstracto padre idiota cuyo doctorado no vale nada, o de la mujer cuya mala fortuna alejó del Olimpo de los premios? ¿Qué parte de la disyunción te haría instancia de lo que aprendiste a odiar, desde muy pequeña?

No abres la caja. Nunca abres la caja... estás en riesgo de muerte.

Porque tu madre te ama a pesar de que seas la criatura más abominable de la tierra. Aunque seas instancia y concreción de la mierda. 

***

Mientras comían, Enguivuck le explicó lo que sabía a Atreyu: había tres puertas. La primera, la Puerta Del Gran Enigma, la segunda, la Puerta del Espejo, y la tercera, la Puerta sin Llave. Para atravesar la primera puerta, había que pasar entre dos esfinges. Para poder pasar, las esfinges tenían que cerrar los ojos. Si no las cerraban, y se intentaba pasar, se quedaba uno petrificado hasta haber resuelto todos los enigmas del mundo. Después aparece la segunda puerta. Para pasar por ella, hay que mirar a la puerta (que es un espejo) y la imagen que aparecerá es la del verdadero interior de la persona. Hay que penetrar en sí mismo para atravesarla. La tercera puerta es la más difícil. Esta cerrada, y no hay nada para abrirla, ni cerrojo, ni pomo. Para poder abrirla, hay que olvidarse de todo y no querer abrirla.

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