25 febrero 2013

Duelo

@Alguien Me acordé de lo extraño que se sintió cuando salí de casa luego de pasar toda la mañana junto al ataúd de mi hermano. 
@Alguien Yo me deshacía de dolor y afuera el día estaba soleado y bonito. La gente me preguntaba cómo había muerto, como si preguntaran la hora. 
@Alguien La gente "de afuera" no puede entender mi duelo. Eso lo entendí. Pero soy inmadura y lo olvido seguido.

En Twitter me encontré esos tres tuits de una amiga. Entonces me acordé de una película de una niña a la que se le muere su hermanito de cáncer. Su papá la lleva al parque y le ofrece un hotdog. Y ella sale corriendo y luego le dice ¿Así que ahora todo sigue normal, como si nada hubiera pasado? Me quedé pensando en que desde siempre esa ha sido para mí la característica de los duelos: algo le pasa al mundo y pretender seguir con las actividades cotidianas es toda una afrenta. Y ahí tienen mi metáfora eterna del espejo roto, aunque quizás hubiera sido más efectivo hablar de que lo que se rompen son los ojos. Más bien uno no sabe como andar en ese mundo nuevo donde ya nada encaja donde debe.  La gente está "afuera": siguen comportándose como si el mundo siguiera siendo sólido, y uno los ve como si pusieran el pie sobre la nada y, sin embargo, no se caen. Y son tan, pero tan raros. 

El otro día se me ocurrió decirle a mi mamá que, quizás, el duelo que recién estaba cerrando no era el de terminar con Daniel, sino aquél que se abrió cuando murió Aurora. Y ella me recordó que, aquella vez, no sólo se murió Aurora, sino que yo también estuve a punto de morirme, que nunca tomo en cuenta eso. Y luego yo pienso que quizás la distancia es tanta y las ganas de psicoanalizarme son ya tan pocas, que quizás estoy olvidando otras muchas cosas capaces de explicar el porqué las cosas me han sido como me han sido. Y luego me pregunto si vale la pena ponerme a explicar: ¿eso bastaría para resolverme? ¿es un modo de justificarme? y ¿Para qué serviría justificarme? ¿de qué angustia me desharía? 

En la aguerrida plática tuitera que tuve con mi amigo psicoanalifílico (digo, no es psicoanalista, pero le sabe mucho al asunto), al final me dijo que lo que uno busca con el psicoanálisis –uno, como paciente– es recuperar la capacidad de Amar y Trabajar. Hagamos análisis, pues, pero no retroactivo. 

1) De la incapacidad de trabajar. 
Tengo 33 años y, por primera vez en mi vida no recibo apoyos económicos de nadie. O casi ninguno: mi mamá me invita a comer y a veces me compra cosas caras que necesito, o me dispara los cigarros que, de otro modo, además de los pulmones mermarían mi economía. Al final ella pagó los lentes. Pero ya no recibo subsidio paterno. Y con todo y la beca de CONACyT, nunca había sobrevivido con mis propios medios. Como que me tardé ¿no? 
Además de eso en la escuela e ido muy lento y, salvo momentos de brillantez y trabajo intenso, toda mi historia ha sido muy inconstante. Avanzar en la tesis y terminarla me ha costado mucho trabajo y, enfrentar a mi asesor luego de largos periodos de silencio, me ha mermado mucho. No soy, digamos, digna de confianza. Y me han dicho repetidamente mis terapeutas –a quienes tiendo a abandonar también– que es miedo de crecer. ¡Pánico! Y ahora quisiera ir a presumirles que ya me mantengo yo solita. Así, como para obtener su aprobación y, de nuevo, eso es no tener ganas de crecer. 

2) De la incapacidad de amar. 
¿Aplica sólo a los novios? Mis dos novios jamás fueron mi primera opción. Más bien me sentía yo como su primera opción. Y eso me subía la autoestima pero me bajaba otra cosa, no sé qué. Y ambas relaciones, al final, se fueron al carajo por eso. Una constante de ambas fue la perene presencia de algún amor platónico que era mi primera opción siempre. Imposible, por supuesto: de no haber sido así, no habría tenido yo justificación de no buscarlos. Bueno, al final mi amado Valerio vino con la medicina a ese asunto: traté, lo intenté... no sé qué tan seriamente ni sé si al final la que se rajó fui yo. Total: el miedo fue mucho y, analizadas las cosas, consideré que no valía la pena (o me lo hice creer, vayan ustedes a saber: aquello, de haber prosperado, no lo habría hecho del modo en que yo quería. Su familia no iba a desaparecer por arte de magia. Así de fácil). 
¿Y de los demás, los no-novios? Yo era un nudito de resentimientos con todos: mi mamá, mi papá y mi abuelita Aurora –los tres que me criaron. Y un día se me quitaron todos. Y de plano un día le dije a mi mamá que, la nuestra, había sido una historia de amor llena de obstáculos. Y la mañana siguiente me llevó a desayunar y me cantó, junto con el trío del restorán, Paloma Querida. Al final me dejé querer. Creo que por ahí también se solucionó el asunto. 

3) De no lo voy a alcanzar
En los dos puntos anteriores hay una constante: un amor imposible (larga lista de nombres hasta Valerio.) El sueño adorado: primero estudiar física para ser astrónoma. Luego irme a estudiar el doctorado en filosofía fuera de México. El pánico está ahí. Hay algo, siempre, en el objeto deseado –mi papá, mi carrera, Valerio, whatever– que se me presenta como inasible. Siempre hay un no voy a poder. Asumo un fato extraño y me acostumbro a él. Supongo que crecer se encuentra en encarar al Fato...

***

No sé cuál sea el duelo que se debe terminar de curar. Qué fue lo que en realidad se me murió, mucho antes que Aurora. O que jamás pudo terminar de aparecer. Cuando ocurrió lo de Aurora yo ya había abandonado las clases de filosofía (por eso, seamos honestos, me metí al CGH). Y, es verdad, yo estuve a punto de morirme también. Y viví con culpa durante muchos años. No me pregunten culpa de qué... o eran muchas, o no sé. 


***
Lo que tengo, ahora, es mucho miedo: de que me corran del trabajo, de que no acabe jamás la tesis de maestría, de jamás entrar al doctorado, de no irme al extranjero, de que se me acabe el tiempo. Pero, en este momento, sé que si dejo de nadar, me voy a morir. 

Quizás la clave es no tener miedo a morirse. 

***

Estaba yo en el mar, flotando. Vi un montó de gente parada en esa enorme estructura de madera mirándome. Les grité auxilio y vi que sólo me miraban. Entonces comprendí la gravedad de la situación: me iba a morir. No me quedaba más que seguir nadando. Un enorme cansancio comenzó a agotarme pero yo sabía –y me lo repetía– que en cuanto dejara de nadar me iba a morir. ¿Cuánto duraría la situación? No sabía. Así que comencé a considerar la posibilidad de morirme. Y pense bueno, será la última gran experiencia de mi vida. Además, antes de morirme, me voy a desmayar y ni cuenta me voy a dar: no me va a doler. Ok, está bien, no hay bronca. Y en eso, apareció la lancha que me rescató. Y celebré: me alcanzaron las fuerzas para gritar vítores a mis rescatadores. La tragedia, que se prolongaría muchos años, vendría al arribar a tierra firme. 

Quizás la lección es que ahora, si no dejo de nadar y consigo sobrevivir hasta que llegue la lancha salvadora, no habrá tragedia. 

1 comentario:

luciana Rubio dijo...

¡NO DEJES DE NADAR!