28 marzo 2014

El gran descubrimiento

Tuve lo que Paco y yo llamamos una anagnórisis

Los gringos hablan en sus series de televisión de mi lugar feliz: el happy place, que es un lugar o momento imaginarios donde se refugian cuando el mundo se vuelve doloroso: por ejemplo, el que padece claustrofobia y se queda encerrado en un elevador, debe acudir a su lugar feliz para evitar el ataque de pánico. Uno de mis problemas en la vida, pues, es que si un evento me manda hacia mi lugar feliz, salirme de ahí para evitar que los eventos reales me asesinen me cuesta mucho trabajo.

Admito que la psicóloga ya se había dado cuenta hace tiempo, pero pues yo no, y así ¿como para qu? ¡ok, ok, me desesperé, me fui antes de tiempo! Me desesperaba darle a ella el dinero que el alumno me acababa de dar. Pero al fin me di cuenta. Y bajarme del lugar feliz para que los acontecimiento de la vida no me arrastren, sigue siendo algo que no tengo idea de cómo se haga. Pero al menos me ayudó a comprender una cosa. 

Mi lugar feliz y mi capacidad de escribir están íntimamente relacionadas: mis lugares felices suelen ser lugares a los que les he puesto una escenografía muy elaborada para darle sentido a un montón de emociones que puedan hincharse ahí a sus anchas (escribo, sin embargo, no cuando las emociones andan danzando en los palacios que les he construido, sino cuando realmente me poco creativa con eso). 

Hay un lugar feliz que me ha acompañado estos últimos años y, como muchos de mis lectores imaginarios podrían suponer, está habitado de dos caballeros (en el sentido más saga – medieval del término)... fue un lugar feliz en toda regla durante algún breve tiempo... y sobre sus muy extrañas características no tiene caso hablar aquí por ahora.  


Pero hay otros lugares felices que tienen un componente más o menos real también: uno de ellos es la casa de mi abuelita Berta. Es una casa grande donde pasé momentos muy hermosos de mi infancia, y que están relacionados siempre con los viajes que mi papá, que vive en Mérida desde tiempos inmemoriales, hace a México para vernos... para verme. 

Ese lugar feliz está siendo demolido: mi abuelita está grave en el hospital y, en cuestión de minutos, tengo que salir hacia allá para hacer la guardia que me corresponde. 

Pienso entonces en La historia sin fin, donde la nada va destruyendo lenta pero inexorablemente Fantasía. Y veo del mismo modo cómo se destruye ese mundo, y tengo que enfrentar cosas terribles como la enfermedad y la muerte... y el futuro, un aterrador viaje a un aterrador lugar, donde se habla un idioma sumamente aterrador. 

Cuando la gran mole que demuele una provincia de mi infancia se proyecta hacia mi, corro despavorida al último lugar feliz en el que vivía... y cometo una serie de torpezas que varían en gravedad. Por ejemplo, dejo de hacer una tarea y luego otra, y luego otra de alemán. O traspapelo los documentos y las fechas importantes, o hago un drama monumental en la más infantil de mis caracterizaciones ante un pobre señor que, sorprendido como siempre, no sabe qué hacer con mi frágil estado mental. (O la verdad no sé qué pasó exactamente en su cabeza, ni en la realidad... sólo que yo llevo cuatro días llorando sin parar).  

Tengo que bajarme del lugar feliz y ponerme a ordenar mi cosmos...

Tengo que...

tengo que...

tengo que...

tengo que...

tengo que...

(y sólo mientras vas en el camión, puedes navegar un ratito en el Elba de tu cabezota).

***

Yo, la de las aulas
los palacios
los ríos

de la Memoria...


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