05 septiembre 2014

Mi primer declaración de amor

Hubo una vez que la que todo fue nuevo. Hoy me encontré a H. quien fuera durante muchos años el mejor amigo de mi papá, y cuya amistad se fracturó cuando la esposa de H. le habló a mi abuelita para decirle que la nueva esposa de mi papá era una rompefamilias. Pero el reclamo carecía totalmente de sentido; no solamente porque, cuando mi papá conoció a la que sería su nueva esposa, mis papás ya llevaban un buen rato separados, sino porque el reclamo vino cuando mi papá y su esposa estaban cumpliendo diez años de matrimonio (¡¿?!). Este texto no versará sobre esa historia, mas baste decir que a la esposa de H. le daba por decir cosas extrañas en momentos totalmente extravagantes. Pero H. es otra onda totalmente diferente. 

La casa de H. quedaba muy cerquita de la de papá en Mérida; así que, cuando Aurora y yo íbamos a pasar los veranos con papá, yo acostumbraba salir sin avisar de la casa, cruzaba el parquesito de los columpios, e iba a la casa de H. a platicar con él. Yo tendría 7 u 8 años, y hasta ahora caigo en cuenta de lo extraordinario que era que H., Doctor en Química, me recibiera en su casa y sostuviera largas pláticas conmigo sobre cualquier tema. Eran pláticas muy filosóficas, o tan filosóficas como podían sostenerse con una escuincla que se sentaba en la hamaca-sillón de su sala y, mientras se columpiaba, defendía su punto de que dormir 10 horas era tan saludable como dormir sólo 8. H. es sumamente culto y no sólo puede sostener amenas pláticas con niñas de 8 años, sino con estudiantes de letras clásicas que acaban de descubrir que el maya comparte el salto glotal con el alemán, o sorprender a la estudiante de maestría porque conoce al oscuro autor del que hace su tesis, inventor del arsénico y santo patrono de los científicos naturales. 

Hoy vi a H. en el estacionamiento de la UAMI, cuando mi mamá y yo ya nos íbamos. Llegó y me saludó con mucho cariño. Le conté, muy orgullosa, que acababa de entrar al doctorado ahí mismo, en la UAM. Y como si tuviera ocho años, le dije con la más orlada voz que pude, que estaba en "Filosofía de las Ciencias y del Lenguaje" mientras él contestaba que nos estaríamos viendo seguido. Cuando lo vi irse con su elegantísimo sombrero blanco, brincó un recuerdo desde lo más profundo... y me sorprendió mucho. 

En aquél tiempo tendría yo como cuatro años y aún vivíamos en Mérida mamá, papá, Aurora y yo. Mamá me había mandado a dormir, pero yo no quería porque ya iba a llegar H. y su esposa. ¡Era injusto! ¿Por qué no me invitaban a la reunión? ¡Yo quería estar ahí! Además yo quería hacerle una petición muy seria a H. Recuerdo haberlo discutido con mi papá y a él le pareció muy bien. Entonces fui por un vaso de leche, porque era lo que yo podía tomar mientras los demás tomaban bebidas de adulto. Y llegó H. Sólo de ver iluminarse la sala con la luz de los faros de su automóvil hizo que mi corazón diera un vuelco: sería una declaración muy sería. 

Llegó H. Apenas lo recuerdo, porque fue hace muchos años... apenas recuerdo cómo llegaron, se sentaron en las bancas de mimbre que hacían las veces de sillones, y yo, muy seria, le pedí que fuera mi tío. Que yo consideraba que él reunía los requisitos suficientes para ser llamado mi tío. Él se enterneció y dijo que claro que sí. 

Jamás le dije tío. Tampoco mi declaración tuvo efecto alguno cuando mi papá no pudo perdonarle la llamada de su esposa que, implícitamente, parecía un muy duro juicio contra sus acciones y sus errores. Pero hoy que lo vi y le conté henchida de orgullo que ya estaba haciendo el doctorado, algo de aquella declaración hecha hace treinta años pareció resurgir en nuestra conversación amorosa.  

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