(De lo que escribí ayer, no hagan mucho caso. Deberían sospechar de mis palabras cuando terminan con retórica Reina Valera... no. No hagan mucho caso. Las cosas tampoco fueron como las conté. Fue mucho más hermoso y mucho más complicado... y mucho más lo que se perdió en el camino. Y tampoco fue tanto.)
(Fui al Globo que está cerca de mi casa. Eran como las seis de la tarde-nuevo horario. Las puertas se abrieron solas. Reparé entonces que para los niños de hoy eso no tienen ninguna importancia –como ahora no la tiene para mi– pero cuando Aurora y yo éramos niñas nuestra máxima diversión era pararnos frente a la puerta y decir "¡Ábrete Sésamo!". Sabíamos perfectamente... bueno, no, no perfectamente. Sabíamos que en el piso había un tapete cuya función era cubrir algunos cables con sensores que transmitían la información hacia algún mecanismo que habría y cerraba la puerta. Ni Aurora ni yo estudiamos física ni ingeniería. Supongo que las explicaciones a medias de mis papás nos habituaron a la magia. En fin, pero les decía: al entrar a la panadería el olor me recordó a otra, más vieja, de cuando era aún más niña y vivía en Mérida. Por el clima, en vez de un refrigerador con pastelillos franceses, tenían toda una habitación. Y al entrar había un olor muy especial. Hoy lo sentí. Y sentí una paz infinita. Mientras me cobraban los tres panecitos y la empanada que compré, me figuré el vaso de leche, y el paseo que involucraba llegar hasta el Oxxo, comprar el litro de leche, llegar a casa, servirlo, y me figuré el sabor del ecleire de chocolate (a los cuales Aurora y yo les decíamos chorreantes, por obvias razones) y cómo iba a ver un capítulo de The big bang theory. Y pensé en aquellos tiempos en que Daniel me esperaba en la casa. Sentí un bit de nostalgia, pero me di cuenta de lo mucho que aprecio la soledad. Sin embargo, al salir de la panadería e irme caminando por el arbolado camellón de Plutarco Elías Calles, y ver a los niños en los columpios, y ver mis pies llenándose de la tierra suelta, y oyendo las hojas de los árboles... en ese momento sentí, en toda su hondura y profundidad, una enorme paz. La tan añorada paz, pensé. Y me recordé a mi misma el año pasado, en estas fechas, rogando a no sé quién por paz. Paz. Una enorme paz. Pienso ahora, mientras escribo, con dos lágrimas queriendo salir y sin saber porqué, que quizás no me merezco esta paz. Esta especie de vacaciones dentro de mi alma. Es como si me hubiera ido toda yo a la playa. El año pasado fui a la playa con mi mamá y Ray. Y dentro del mar no podía hacer otra cosa sino llorar. Pero ahora no. Ahora tengo un exceso de paz. Mandé al demonio todo. Todo. Me sumerjo en mí misma y me quedo escuchando el romper de mis olas, y piso mis conchitas, ingrávida, dentro de mi. No creo 'merecerlo'. Pero tampoco me importa. ¿Cuándo me volvió la salud? Tuvo que ver con el regreso de mi Sol. Sí, mi Sol. Cuando volvió decidí quebrar al personaje que de él había hecho dentro de mi. La paz también se la debo a mi padre. En medio del cataclismo que provocó la ruptura con Daniel, finalmente le reclamé a él todo lo que tenía adentro. Y por vez primera entendí cuál era el único reclamo que le tenía: no ser su favorita. No ser su primogénita. No ser su heredera. Entonces él vino y se dio todo él. Y sentí que al fin tenía algo totalmente mío: a mi papá. Y la Palomita pequeña al fin se sintió totalmente satisfecha y completa. Y la Paloma grande pudo meter a la pequeña a un album de fotos –donde le correspondía estar– y seguir andando sin el fardo de seguir buscando a papá. Así que cuando volvió mi Sol, ya vino puro y totalmente luminoso, es decir, humano. Y me pude enamorar. Y es que eso es enamorarse de un hombre: poder recibir sin que el hueco de la ausencia provoque sombra y bloqueé la luz. Y hasta me enamoré en paz, con todo y lo complicado y lo difícil y, me atrevería a decir, lo imposible. Pero no, imposible no es. Simplemente es complicado y peligroso, y puedo llevarme otra vez el corazón entre las patas. Pero imposible no es. Y así venía pensando en mi Sol. Y de nuevo mi mente me llevó a Mérida, cuando Aurora tenía siete y yo nueve años, y mi papá vivía en la colonia Cordemex, donde había un parque en el que volábamos los avioncitos de madera de balsa, y había que bajarlos de los árboles enanos. Y había un pebetero olímpico miniatura, y jugábamos a las olimpiadas. E íbamos en la tarde por helados a la tiendita y sonaba una rockola con "Con todos menos conmigo" de Timbiriche. Y el aire era fresco y andábamos de vestido, y el helado era duro, duro, porque no tenía carragenina. Y era esa paz perfecta, donde papá estaba esperándonos en casa a Aurora y a mi, y éramos absolutamente felices, en silencio, flotando en el ambiente de vacaciones de verano; con nuestro más amado y extrañado ser cerquita, muy cerquita, en su casita casi sin muebles que siempre tenía eco. Y así me sentí hoy: de vacaciones. Enamorada del Sol, y con el alma sin medias suelas...)
La canción que sonaba en la Rockola y que hasta ahora, invariablemente, me evoca a Mérida, Aurora y esas vacaciones...
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