Tomo prestado un gesto,
dos o tres recuerdos rotos.
Todo lo demás, es un invento.
Cuando te llevaste la mano al corazón, justo después de que todos habíamos subido la pendiente, quise preguntarte algo, pero no supe exactamente qué. Sé porqué te lo quería preguntar aunque no sepa qué era exactamente. Y es que ya lo había ido notando en varios gestos esparcidos en medio de conversaciones, al final de una frase o en la cumbre de una pequeña loma.
Supe cuántos años tienes el mismo día en que supe cuándo los cumples. Olvidé, es verdad, el año, y lo confundí pero el día jamás podría olvidárseme porque es justo un día antes del cumpleaños de mi hermana. Que uno puede seguir cumpliendo años de nacido después de muerto lo descubrí cada pastel que le encendíamos a mi hermana. Parecía un rito macabro... que, además, ella había inventado: tres días después de nacer, se le paró su minúsculo corazoncito. En el hospital, contaba mi mamá, se armó un gran alboroto y ella sólo podía preguntar ¿qué pasa? y nadie se dignaba a explicarle nada, mientras aparatos llenos de luces y sirenas entraban y salían de su cunero y de su incubadora. Al fin llegó mi papá y se enteró de que todo había sido producto de una negligencia médica, pero que ya había sido arreglado: el bebé había vuelto a respirar y su corazoncito estaba listo para latir, sin interrupción, otros 19 años. Así que, durante un tiempo, ella solía festejar su segundo cumpleaños.
Cuando te llevaste la mano al corazón y suspiraste, satisfecho y con una sonrisa en los labios –los finísimos labios– me pregunté cuántos años habrías cumplido tú el día en que prendimos el pastel con veinte velitas. Todo proviene de deducciones lógicas: debes haber sido joven... oh, perdón: más joven aún. Debes de haber tenido el cabello absolutamente negro (¿a qué edad te habrá salido la primera cana?), todavía no habrías cumplido cuarenta, y quizás aún tomabas mucho café y fumabas aún más: planeabas construir un enrome imperio, mientras que yo descubría, demasiado tarde, que mi hermana había estado también aprendiendo griego.
Entonces solía memorizar los cumpleaños de las personas importantes para mi, porque aquello decía mucho de ellos: de qué signo eran. La verdad enorme de la astrología me fue revelada por mi abuela, quien creía en todo aquello que explicara los destinos de las personas. Para ella la biología, la física y la economía no poseían mayor poder explicativo que la astrología: de todos modos sus verdades arcanas nos eran reveladas por aquellos misteriosos que poseían, en secreto, su método. Y sí: mi papá y mi mamá, mi sapientísima tía Blanca y, en resumen, toda la gente sabia del mundo, decían que mi abuelita creía en cosas falsas a todas luces, como los extraterrestres, Dios, y la astrología. Pero en mi papá no podía creerse siempre, porque cuando una más lo necesitaba, desaparecía. Mi tía no sabía cuál era el poder secreto del café "orgnánico" y llegó a creer en la transmigración de las almas, y mi mamá... ah... mi mamá: estaba loca.
Y mi abuelita estaba siempre ahí, secando sus lágrimas y haciendo ensalmos de brujería (aprendidos de alguna revista) para asustar a esos demonios. Mi hermana y yo dejábamos, en secreto, un vaso de agua junto a su buró porque abuelita había dicho que, cuando mamá enloquecía, era porque su alma tenía sed y salía a buscar qué beber y, mientras tanto, un espíritu ermitaño encontraba su cuerpo y la habitaba como concha. Y mi hermana y yo dejábamos el vaso con la esperanza de que su espíritu regresara un día a su cuerpo, y el ocupante se fuera ya, de una vez por todas, y nos la devolviera sana y lúcida.
Abuelita siempre estaba ahí, y sus creencias tenían un fin terapéutico. De tanto intentarlo, un día pareció dar resultado y los demonios jamás volvieron al cuerpo de mamá. No se lo contamos ni a papá, ni a Tía, y ni siquiera a abuelita. Simplemente un día mamá se levantó rozagante como una lechuga, y jamás volvió a sollozar de noche, ni a esconderse de los monstruos que nadie jamás encontraba... así que mi hermana y yo decidimos que el criterio para creer en lo que sea, era si funcionaba o no... cosa con la que mamá estuvo de acuerdo después de tomar aquél famoso curso de filosofía de la Ciencia.
Pero volvamos a ti, el que te llevaste la mano al corazón después de subir la pendiente. Cuando yo estaba decidiendo estudiar filosofía, tú estabas terminando el doctorado. Algo en los astros debió haberse acomodado para que la moneda cayera de canto y me impidiera dejarle todo a la suerte. Yo quería estudiar o filosofía o biología, pero la moneda se quedó en el punto intermedio y se negó a ser vencida por una ráfaga de viento que, en el último momento, parecía querer decidirlo todo. Una ráfaga de viento que, quién sabe, fue el último eslabón de una cadena cuyo motor inmóvil fue tu alma, suspirando por algo (¿por alguien?) y meses antes, quizás hasta años, salió pavorosa de tu boca buscando qué destino poner en movimiento. Pero no, señor Motor Inmóvil, no era ese el modo en que estaba predicho que moverías mis destinos.
Cuando tú naciste, yo todavía no era ni proyecto en la mente de mis padres. Ellos ni siquiera se conocían y yacía partida en dos en dos extremos distantes del país. Mamá sacaba dieces en física y matemáticas, y se peleaba a muerte con el profesor de inglés con quien no daba nomás una. Mi papá, mientras tanto, ganaba medalla de oro y se trasformaba en campeón juvenil de esgrima... y le era negada la vía para ir a competir a Roma, terminando así con su carrera deportiva. Gracias a lo cual, conocería luego a mi mamá, se casarían muchos años después y concebirían tres hijos. Cuando yo nací, tú recién habías cumplido 14 años y en la penumbra queda cualquier otra cosa que yo pueda saber de ti, salvo que eras adolescente y que tenías ya tus larguísimas y acompasadas manos que saben, con las yemas de los dedos, acariciar los vasos de café. Cuando yo cumplí 14 años tu estabas muy lejos en el primer mundo y yo vivía en una ciudad pequeña que crecía vertiginosamente como musgo al rededor de la Panamericana. Cuando cumplí de nuevo 14, es decir, 28 años, te vi por primera vez. Y tú, a los 42 años y tu cabello todavía casi todo negro, me viste, flamígero motor, lux et lumen.
Lux et lumen... ¿has oído hablar de Roberto Grosseteste? A veces miro la angustia de los hombres por brillar. Solo el que brilla, sobrevive, y los hay y los habemos que sabemos que existe el riesgo de la soberbia y de morir sepultado por los propios rayos e intentos de conflagración. Hay, pues, quien se enciende y llega al punto máximo de irradiación de rayos intensísimos. Y hay quien, agotado, se apaga a si mismo. Pero tú brillas de otra manera y, es quizás, lo que te hace tan diferente. Porque tu eres lux, pero nadie te ve directamente, sino que solo nos queda el resplandor de tus creaciones. Te adivinas en el modo acompasado en que todo se mueve, silencioso y circular, al rededor tuyo. Todos somos lumen corpórea que te refleja. Brillas de otra manera.
Cuando llegamos a la cumbre de la pendiente aquella y te llevaste la mano al corazón y suspiraste aliviado, quise preguntarte algo, pero no sabía qué. Y sigo sin saberlo. Algo de tu mole corpórea se me manifestó en lo incorpóreo de tu movimiento elegante, signo de algo que tiene que ver con que el tiempo pasa, las sienes tuyas son un poco más blancas, y que no estaremos por siempre subiendo cuestas y festejando cumbres. Pensé, eso sí, en que pronto sería tu cumpleaños. Y que cae justo antes de que termine la primavera, justo por la época en que se festeja el día del padre, justo un día antes de soplar las velitas del pastel de mi hermana. Y que todo eso significa que eres Géminis.
Volvamos, entonces, a aquello de los astros, los destinos y los caracteres. Eres Géminis al igual que lo era mi hermana. Y mi abuelita, en su infinita y práctica sabiduría, sabía que hay notas del carácter que imprimen las estrellas (¿no decían que somos polvo de estrellas? Pero nadie dijo nada de las errantes, de aquellas con movimientos retrógradas que sólo Kepler atinó a explicar a final de cuentas). Claro: saber que eras Géminis no me sirvió de nada, nunca, salvo para no olvidar tu fecha de cumpleaños jamás. Naciste en junio como ella. Eres Géminis, como ella. Tus dedos son delgados, como los de ella. Eres extremadamente inteligente como ella, a quien nadie era capaz de vencer al ajedrez o cualesquier otro juego de mesa, y sabías lo que querías ser, desde muy pequeño, como ella. Y eres mortal, como ella. Pero tú no puedes desprenderte del mundo con la ligereza que ella lo hizo. Ella se fue en un suspiro, en un abrir y cerrar de ojos que nos dejó con un pastel lleno de velas. Y se fue así, instantánea, y nos dejó hechos polvo, y el mundo lo volvió un páramo de espejos rotos y estrellas pulverizadas en el desierto. Pero no, tú no eres ligero.
Tus pasos se oyen a la distancia, pesados porque eres pesado y grande, y reconozco cada zancada en las escaleras o en el piso llano. Y es curioso voltear y ver cómo es que te mueves ligerísimo, como si no pesaras. Y sólo a veces bostezas, y más seguido pero no tanto se alcanza a ver cómo te vibran todas las pasiones bajo una piel habituada a jamás perder el control de sí mismo aunque se esté muriendo de miedo. Se te escurren por los poros los humores humanos mientras mantienes andando el mundo con tus humores divinos. Y yo sólo atino a contemplarte y, antes, imaginaba cómo sería tu lado humano y, cuando te sentaste junto a mi (o delante de mi, o detrás mío) vi que no eras otro distinto del que siempre has sido, y que tu humanidad es muy humana pero, justo por eso, demasiado grande... como la de ella.
A veces te extraño, mucho. Pero no me atrevo a buscarte porque no seas tú, como la mariposa, que si me muevo demasiado salga volando muy lejos y quede privada yo de tu milagro. Debo quedarme quietecita, buscando coartadas para mirarte fuera del cono de luz que nos es cotidiano, para ver cómo te mueves fuera de la lumen y tratar de mirarte cara a cara, προσωπων, פאנים... ver tu esse naturale, a aquél que se enamora, nos mira a todas y luego no nos mira a ninguna. Quiero mirarte lux, fuente y origen de todo, quiero escucharte lux. Porque eres la luz espiritual que penetra por los oídos e ilumina el seso.
Cuando te llevaste la mano al corazón, justo después de que todos habíamos subido la pendiente, quise preguntarte algo pero no supe exactamente qué. Porque quizás mi impulso de pregunta era algo así como ganas de apresar un gesto y sentirlo revolotear dentro de mis manos. Fue una de las mariposas que del estómago se me salió por la boca y se estrelló en tu corazón justo en el momento en que blandiste tus dedos sobre tu pecho. Luego suspiraste y la dejaste volar lejos, muy lejos.
Te quiero.
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