13 marzo 2015

Rosas

Mi relación con las flores comenzó cuando se me empezó a morir la gente. Llegué incluso a odiarlas porque su olor, más que ocultarlo, significaba el hedor de la muerte. Pero luego me reconcilié con ellas, porque me pesó que en el último entierro no las hubiera. Y, reflexionado un poco, me pesó un poco más saber que si me llevaban flores cuando me muriera, no las iba a disfrutar. Y no me gusta maltratar así a las flores, tratarlas como tapadera de lo triste. 

Así que salí a comprar flores. Y antes las rosas se me hacían tontas: como Barbies, como lo más común. Como total falta de imaginación. Pero entonces me enteré del prodigio que son: tuvo Alejandro que vencer a Darío y aprender a montar grandes elefantes, para que ellas, en sus barroco y geométrico prodigio, se nos hicieran cotidianas. Luego resulta que tenemos maravillas frente a las narices, y las despreciamos porque se nos han aturdido los sentidos. 

Y, de todas maneras, si fuera verdad lo que dice el amado e iracundo Schopenhauer sobre la vida, que más nos valdría no haber nacido, o mejor sería que nos muriésemos pronto, sean pues las dulces rosas adorne de tan cotidiana tragedia. 

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