02 abril 2015

La increíble y triste historia de un cándido vino verde...

Todo comenzó cuando el príncipe encantador evocó una imagen en Portugal, un calor de verano y una copa de vino verde. Pero ¿cómo? ¿también los hay verdes? Como siempre suele ocurrir con las evocaciones del príncipe encantador, la imagen resultaba confusa y opaca pero algo se podía predicar de ella con certeza: era algo refinado y elegantísimo... como él. Y en mi álbum de retazos de "príncipe encantador" hube de ubicar a Portugal y al misterioso vino de color inusitado. En Portugal también hay una ciudad cuyo nombre que lleva uno de sus muchos apellidos (¡¿cómo podría ser un príncipe si no tuviera un nombre kilométrico?!). Y, como todo lo que vale la pena en este mundo, la ciudad era medieval y de origen árabe:

Almeida, Portugal.

De aquella época de los ensueños y las evocaciones surgieron varias obsesiones. Una terminó en la novela aquella que comenzaba en un café en Portugal, donde mi protagonista –el joven Valerio– leía un libro de poemas con una foto entre sus páginas, y veía, por el borde de sus páginas, a una chica que reía pero que era novia de un gañán. La chica desaparecía y él jamás se levantaba para hablarle (y pasaban cosas más interesantes en el cuentito, pero ahora no vienen al caso). Luego volvía al tren que lo esperaba y, justo antes de subir, destrozaba aquella imagen que guardaba entre las páginas del poemario. Los pedacitos de la foto quedaban flotando mucho después de que el tren se hubiera marchado con él abordo.

Este, bueno, seamos honestos: fueron dos cuentitos, o sea, dos versiones del mismo Valerio sentado en un café esperando a subir a un tren. Después de ambos ensayos, cuando finalmente hice que Valerio se bajara de aquél tren (que misteriosamente había pasado de Lisboa a Veracruz y nadie sabía cómo), se descubría a sí mismo como personaje de una mujer con pésima ubicación espacio-temporal: lo había mandado en avión pero no se decidía se aquello había ocurrido en los años treinta... pero tenía que ser en los años treinta ¡porque Valerio tenía que usar sombrero! 

Fue cuando el cuento se puso interesante porque un tercer Valerio se desesperaba de que la historia fuera tan mala e incoherente y decidía tomar la historia en sus manos. Y es que uno era el Valerio naïve que era el personaje del cuento, otro el Valerio que se sabía personaje de la mente de una loca, y otro el narrador estructural del relato, tipo de pocas pulgas y decidido, a toda costa, a tomar control de aquél desaguisado. Había un cuarto Valerio: la referencia de los otros tres; el que no se llamaba Valerio ni se apellidaba de las Alamedas, sino que una vez había provocado una evocación un vino verde en Portugal. 

Pero había un quinto Valerio: el proto-Valerio que había estado en esos primeros esbozos de cuento, y que en un café, en Lisboa, estaba visitando la tierra de su madre. Era el Valerio que había nacido en una tierra que nunca había visto y cuyo viaje era para darle materia a las evocaciones de su madre. Así de importante había sido el vino verde: era la sangre de aquél proto-Valerio, que me imaginaba flaco, de treinta años, con sombrero y con tirantes, y volviendo a su ciudad natal pero que no había sido nunca suya. 

Esa es la historia del vino verde. Bueno, casi toda, porque entonces fui invitada a una reunión en casa del Valerio-referente, y quise llevar un vino verde. Fue entonces que aprendí mucho del brebaje aquél: que el vinho verde es en realidad un vino blanco, que el asunto de su nombre es una cuestión de denominación de origen... y sobre todo lo difícil que es conseguirlo en México. Y fue cuando emprendí la búsqueda, en cada vinatería y tienda de ultramarinos de la ciudad. Y he aquí que el contexto de todas mis letras, el Danilo, empatizó con mi búsqueda, aunque nunca me quedará claro si sabía el porqué de ella. El Danilo era un sibarita con preferencia por todo lo extraño y poco usual. Y una tarde-noche, junto con mi mamá, fue conmigo de vinatería en vinatería, de tienda de ultramarinos en tienda de ultramarinos, buscando el dichoso vinho verde. Y es que al día siguiente iríamos a aquella reunión a la que fuimos invitados con antelación... a la que yo debía llevar una botella de vinho verde. Mi desazón fue enorme ante el fracaso. 

A estas alturas ya no recuerdo con qué llegamos a la reunión. Recuerdo en cambio otras muchas cosas: por ejemplo, el fuerte olor a limón de una hojita mágica que me fue regalada, como un secreto, por aquél por cuyas venas yo creía que corría el brebaje verde. Recuerdo también una minúscula tacita de talavera donde me sirvieron un café delicioso, y recuerdo a Nube, el gato. Pero sobre todo recuerdo a una mujer que me impresionó: tenía la voz de violonchelo (como dice la canción de Roberto Darvin), y su porte era majestuoso... aún más majestuoso que el de él, lo que ya me parecía demasiado. Era verano y cayó una lluvia torrencial. Bajo esa lluvia manejé, con el Danilo de copiloto, hasta Cuernavaca. Ya no recuerdo porqué, pero casi todos nos bajamos del carro bajo la lluvia, menos E., y medio empapados regresamos a México, luego de llevar a cada quién a su casa. Entonces la mía era también la casa del Danilo, y quizás podría decir que en aquellos tiempos casi todos éramos muy felices. 

Pero entonces ocurrió que algo se reventó en la urdimbre cósmica, y todo se volvió oscuro. Pocos meses antes de que se rompiera mi relación con el Danilo –la cuál yo creía que era eterna y podía más que la telaraña de los 99 elefantes– ocurrió mi cumpleaños. El Danilo entonces me sorprendió: había una caja con una tarjetita. Con su primorosa caligrafía, en tinta verde, había algo escrito. Sé que era hermoso y me conmovió, pero ya no recuerdo qué decía. Y, dentro de la caja, había dos cajitas con una lata de chipirones cada una, un par de vasos hermosos... y un vino verde. La única vez que he probado el vino verde, fue aquél que el hombre de mi vida me regaló. 

Limpié la casa muchas veces y, cada vez, encontraba algo del Danilo que tenía que devolverle o que tenía que tirar a la basura. Al final lo único que conservé fue el espejo que me regaló su madre, cuatro hermosos libreros empotrados en mi pared, donde se encuentra una traducción del De aeternitate mundi que jamás le quise devolver, y una cómoda donde guardo todos mis CD's. Todo lo demás se lo devolví... salvo la tarjeta con su preciosa caligrafía en tinta verde. 

Cada vez que limpiaba la casa la encontraba. No sabía qué hacer con ella, y la volvía a guardar. Un día, finalmente, me armé de valor y la rompí en pedazos. En aquellos tiempos todo recuerdo de él, por más tierno que pudiera ser, era terriblemente doloroso. Dudé mucho antes de destrozarla. ¿Cómo admitir en esa historia que yo narraba como una red de traiciones, un acto tan puro de amor, que, además, llevaba un dejo de remordimiento mío? Pero había que hacer una hoguera, y retomar la búsqueda del vino verde. Porque aunque ya lo había degustado, su finalidad aún no se había cumplido. 

Fui a visitar otras pocas veces a Nube, el gato. Y siempre llegaba con algo menos con el vino verde. La última vez, por fin, di con una botella del apreciado brebaje, pero justo antes, en otra vinatería, había comprado otro vino, un poco más caro y más exótico, y tenía prisa porque esa misma mañana tenía que ir a recoger el último voto de mi examen de maestría. Tenía ambas botellas, pero no quise llevarme la del vino verde: la tinta verde de la tarjeta desaparecida todavía me quemaba la palma de las manos. 

Aquella noche, casi por accidente, descubrí cómo otro tipo de afectos se habían transformado alquímicamente dentro de las retortas de mis venas y mi linfa, y comencé a adivinar una tormenta que vendría pocos meses después: se me rompió el corazón sin que yo entendiera bien a bien la causa, y descubrí que entre los amores imposibles los había unos mucho más que otros: porque hay amores que, al menos, se pueden declarar, pero hay otros que ni eso les es permitido. Y si su sangre no es de vino verde, se amargan y la tonalidad les viene de la bilis. Aquella fue una noche bien verde, donde el tiempo se quedó suspendido y un cristal se quebró dejando lleno de esquirlas indetectables todo mi corazón. 

***

No tenía ya nada para llevar. Una tarde antes estuve recorriendo mi memoria y una vinatería buscando algo digno de la invitación precisa y preciosa. Y, para colmo, esa noche tuve un sueño muy extraño: lo único que quería era tomar mi clase de alemán, pero había una enorme cantidad de gente que no me dejaba. Desperté asustada, porque el final del sueño era sangriento, pero también desperté decidida a que nadie me iba sacar del único hilo que, durante estos años, no se ha reventado del todo. Así que me iría tarde, después de una clase con un profesor alemán, y me iría temprano, para llegar a la siguiente con el profesor de alemán. Y justo antes de salir de mi casa –donde vivo sola con los gatos–, vi la botella de vino verde: pero si ya tenía lo que iba a llevar ¿por qué no llevarlo, de una buena vez?

Ya no estaba Nube. 

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