09 julio 2016

Sandor Salas

Esta historia comienza con el Dr. Salas sentado en una silla en una habitación oscura, las manos atadas a la espalda y un fuerte dolor de cabeza. El Dr. Salas era irremediablemente miope y al abrir los ojos, aunque no podía ver nada por la falta de luz, supo inmediatamente que no traía sus lentes puestos porque su nariz se sentía inusitadamente ligera. 

(escribo sin pausas. Lo cuál cuenta como estilo cuando escribo cuentos, pero es una monserga cuando escribo... esas otras cosas que escribo. Qué les importa qué) 

Y es que el Dr. Salas no tenía mucho dinero para comprar esos elegantes anteojos de tres piezas. Sí, esos sin marco, y de algún material ultramoderno en las micas que no pesa la barbaridad de dioptrías con que cargaba en la vida. Alguna vez trató de usar lentes de contacto pero el mundo súbitamente le pareció inmenso y terrorífico, y después de verse insultado por el tamaño de los precios y de los envases en la primer vinatería a la que entró saliendo del oftalmólogo, regresó a su casa a montarse de nuevo los pesados cristales que mantenían al mundo pequeño y ordenado, y que además colaboraban con mantener a Salas pegado a la superficie terrestre... porque las gafas pesaban mucho y Salas era un hombre pequeño y ligerito. Medía poco más de 1.60 lo cuál para un varón en esta ciudad no era tan grave, pero cuando hizo el doctorado era una calamidad, pues se le ocurrió estudiar entre Islandeses. Los lentes de contacto le recordaron la espantosa sensación de habitar un mundo donde él era desproporcionadamente pequeño. 

(escribo sin pausas y sin orden. En un cuento eso puede tener mucho estilo, pero en lo otro...)

El pequeño Dr. Salas movió las muñecas atadas a la espalda pero aquello era muy doloroso. Quien fuera que lo había atado lo hizo con saña... o quizás simplemente temía que sus muñecas pequeñitas se liberaran fácilmente. Trató de mover los pies y de nuevo la fuerza de las cuerdas, o cables, o lo que fuera, lo lastimaron. Una cuerda más pasaba por su estómago, y Salas dio un profundo suspiro preguntándose a quién demonios había hecho enojar tanto como para que lo hubieran puesto en esa incómoda situación porque, evidentemente, nadie lo había secuestrado para quitarle los dos centavos que no tenía, ni mucho menos para pedirle rescate a nadie porque... por la misma razón que sospechaba que más bien era la inquina y rabia de alguien más lo que lo había puesto ahí. Porque Salas había hecho enojar a mucha gente. Pero nosotros, querido público, no nos enteraremos de a quién había hecho enojar tanto, porque el único nombre que alcanzó a brotar de sus labios angustiados fue Marina, pero antes de que sepamos quién poseía semejante nombre se abrió violentamente la puerta de la habitación donde Salas estaba amarrado. 

(sí, así mero escribo. Sin subtítulos) 

 Quien entró prendió la luz que cegó inmediatamente a Salas. Oyó unos pasos pesados acercarse y percibió un tufo pesado que tardó en identificar: alguien estaba fumando un puro. Oyó un garraspeo y de pronto sintió la violencia de un aplauso frente a la nariz. 

(aquí comienza a ponerse bueno el asunto porque lo otro que yo sabía hacer eran diálogos). 

¡Abre los ojos, Salas!

Salas trató pero la luz lo lastimó. El tipo que fumaba puro le dio una bofetada. Por primera vez durante toda esa aventura, Salas agradeció no traer puestos los anteojos. 

¡Abre los ojos! ¿Me reconoces? 
—Sin anteojos no puedo reconocer ni a mi madre... deje me acostumbro a la luz. 
—¡¿Quién demonios es María Ulloa?! ¡Habla!

Se quedó atónito. Sí, había dado al clavo: la causa era Marina... Marina Ulloa. Él no conocía a ninguna María Ulloa, pero toda la vida, o al menos el rato que convivió con ella, la eterna monserga era la confusión de Marina por Marina. Sí, alguna vez les salvó el pellejo. Y pues sí, la causa de su tragedia actual era Marina, pero no de la manera en que él se lo había imaginado. Y no, tampoco tenía mucha idea de qué responder. Él tampoco sabía quién era Marina Ulloa. Pero sabía cómo era, de qué color era su cabello, cómo eran sus ojos, a qué sabían sus lágrimas. De pronto se dio cuenta de que entraban gotas saladas a su boca, pero no parecía ser sudor: el sudor le habría hecho picar los ojos, y no: los ojos estaban anegados en llanto. 

–No... no sé... es decir, sí sé pero... 

El tipo amenazó con golpearlo, pero se detuvo al darse cuenta de la confusión de Salas, y al darse cuenta de que estaba algo así como que organizando sus ideas y que, efectivamente, sin anteojos era casi ciego. Salas escuchó cómo jalaban una silla. Finalmente consiguió abrir los ojos y los entrecerró para poder ver a su victimario. Era un tipo alto, delgado y de cabello oscuro, probablemente rizado por la manera en que se le pegaba al cráneo. No podía saber qué edad tendría, pero joven ya no era. Y, efectivamente, traía un puro entre los dedos. 

¿Quién es María Ulloa, Salas? 

¿Qué podía contestar? Podía hacerse el loco y decir que a María Ulloa no la conocía. Pero ya era demasiado tarde para confundir a su victimario. Pero de todos modos ¿qué decir? ¿que era una vieja amante a la que dejó con un palmo de narices y abandonada en un país extranjero hace veinte años, probablemente con un hijo? ¿Sin dinero, sin amigos, escondiéndose de la policía? ¿Sin pasaporte? Lo del pasaporte fue pura equivocación: al huir de España, Salas lo tomó sin querer, y no se dio cuenta hasta que llegó a México. Pero de todos modos ¿para qué lo quería Marina si de todos modos ese documento la iba a refundir en la cárcel de por vida? ¿Para qué lo quería si su identidad era su principal verdugo? ¿De veras lo tomó por equivocación? Era un pasaporte de pastas rojas, no cómo el suyo azul marino. Con la mente confundida, de pronto a Salas lo asaltó una idea...

¿Lo confundió conmigo? 

El tipo se levantó de golpe, se dirigió violentamente a Salas e, histérico, lo tomó  por la solapa: 

¿Tienes una maldita idea de quién soy yo? ¡¿no me reconoces, Salas?!

—Supongo que usted se apellida Salas también, ¿verdad? 

El hombre por fin comprendió que Salas era incapaz de reconocerlo, lo soltó y se dejó caer con todo su peso sobre la silla. Buscó algo en el bolsillo... sí, sí, era una cajita de cerillos, alcanzó a percibir Salas, y el hombre volvió a prender su puro. Dio una bocanada, suspiró, y se dirigió a Salas.

—No... no soy Salas. Pero eso creyó tu María
—Marina... se llama Marina. No María. Marina Ulloa... ¿y... está viva?
No, Salas, no está viva. Ya no. 

(luego me pasan estas cosas. Ya no sé qué seguir escribiendo. Me pasa con los cuentos y... con la otra cosa. Dejemos esto en veremos a ver si se me ocurre algo. Porque ¿saben? Esa Marina era... ya se enterarán. También se blofear... sé prometer. Sé fallar).

ACTUALIZACIÓN:

Querido lector, ¿quién es Marina? ¿A qué se dedicaba? Opínele querido lector. Si comenta como anónimo invéntese un algo para que sus futuras colaboraciones sean reconocidas bajo su etiqueta, jeje. Aunque sea póngase "anónimo 1". Y otra manera de colaborar es por TW: todo refiéralo a @esponjita que está bajo el nombre de "Margarita Bulgakov", la criatura de las flores amarillas... anímese querido lector. 

















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