I
Nos hizo pasar a su oficina. No podía creer la enorme cantidad de libros que tenía en sus libreros. El profe René nos había dicho que ese tipo de gente no leía ni por equivocación. Pero el tío tenía muchos libros. Y no eran como los que decía el profe René “todos iguales, seguramente de madera, para adornar sus bibliotecas”. No. Eran libros de todos los tamaños, viejos y nuevos, acomodados sin ningún orden que tuviera que ver con sus formas y con sus colores. Y además tenía el escritorio lleno de libros, y un cuaderno y manchas de tinta.
Del otro lado del escritorio se veía pequeño, no aterrador como cuando venía en el asiento delantero del coche. No tan aterrador como siempre lo había visto.
En el funeral de papá y del abuelo. Ahí se veía espantoso. Llegó con su traje negro de raya de gis y su sombrero de cinta blanca. Parecía Al Capone pero flaco. La expectativa era tan grande que hasta mi mamá, que no había dejado de llorar y compadecerse ante todo mundo, al verlo entrar se calló en seco.
Cuando venían a darle el pésame, todos llegaban hacia donde estaba ella. Pero cuando llegó él, ella se levantó en vilo, como si no fuera la sufriente más sufriente de todas, se acercó a él, sin lágrima ninguna, y cruzó dos o tres palabras. Pero lo que jamás le perdoné es que de pronto los dos voltearon a verme. Quién sabe que tanto le decía mamá, que él me miró dos o tres veces más, le tomó las manos y movió la cabeza en tono de desaprobación.
Y la misma deferencia tenían todos frente a él. Donde él pasara, se terminaban los sollozos, los cuchicheos y la gente, muy girita, los saludaba. No faltó quién le hiciera reverencia, quien casi, casi le aplaudiera. Y lo odié.
Sólo la abuela no se levantó. Fue él hasta su silla. A ella fue a la única que se le iluminó el rostro de alegría. Se lanzó a sus brazos, le tocó los pocos cabellos rizados, las mejillas, y le dio un beso en la frente.
Mientras se movía entre todo mundo lo miré con ojos de odio. Entonces su mirada se cruzó con la mía. Venía directamente hacia acá. Mamá me dio un pellizco para que me levantara. Yo no soportaba que un fulano cualquiera –por más hermano que fuera de mamá- viniera a sacarme de mi llanto, como si tuviera ningún derecho sobre mí. Él me vio a los ojos y yo lo vi con todo el odio que pude. Entonces se detuvo. Quiso sonreír pero yo lo vi con más y más odio. Hizo una reverencia con la cabeza y se retiró. Y yo respiré como si me hubiera liberado de una plaga de sanguijuelas.
Por eso le tenía tanto miedo, porque desde la primera vez le expresé cuánto lo odiaba. Pero a alguien a quién todo mundo le hace tanta pleitesía es peligroso hacerle esos ojos de odio que le hice. Y tanto me habló mamá de él. De repente.
Y es que salió de la nada. Mientras papá y el abuelo vivieron jamás nadie habló de él, de que existiera. En casa de los abuelos había una foto donde estaba mamá con todos sus hermanos. Y había un tipo flaco que no sabía yo quién era. En esas fotos siempre había tantos muertos que no me sorprendían caras que nunca había visto vivas. Y la abuela, a veces, se acercaba y me decía: “esa era tu tía Lulú, pero le dio viruela y la pobrecita se murió. Y él era tu tío Jacinto, pero le dio un retortijón y se murió” y así con todos. Todos tenían unas muertes de lo más raras. Los únicos que no se habían muerto de ahí eran mamá, el tío Juan y la tía Lolita. Ellos venían los sábados y traían a veces dulces, a veces pasteles. Sobre todo la tía Lolita. Pero una vez lo vi ahí y le pregunté: “¿y ese de qué se murió abuelita?”. Y en eso pasó el abuelo y me dijo “¡De un ataque de ingratitud!. ¡De eso!” y mientras yo me preguntaba qué demonios sería un ataque de esos, y si eso sería una muerte terrible, la abuela de repente irrumpió en carcajadas. Algo estaba mal: por cada tío muerto, la abuela siempre lanzaba un suspiro medio ahogado. Pero se estaba riendo. Y me miró y me dijo: “ese es tu tío Alfonso, y está bien vivito”.
Pero me lo dijo casi en secreto, como para que el abuelo no oyera nada. Y no oyó nada. El tío Alfonso vino por primera vez hasta que el abuelo se murió. Y ese día que lo vi con su traje de raya de gis y el terror que todo mundo le tenía, decidí odiarlo: si al abuelo le venía bien, pues a mí también.
II
A la tía Lolita y al tío Juan mi mamá les hablaba de tú. Pero al tío Alfonso, aunque le decía por su nombre, le hablaba de usted. Y eso sin importar que fuera más joven que ella.
Cuando llegaba a la casa yo me encerraba a piedra y lodo. No lo soportaba. Salvo una vez que mamá llegó con el cinturón de papá y comenzó a pegarme sin ver ni donde estaba pegando. Y me pegó en la cara. Y yo le dije “a poco me vas a hacer bajar con santo guamazo” y pos ese día sí que estaba determinada a que yo viera al tío Alfonso, porque me agarró de los cabellos, me metió a la tina de baño, y armada con el cinturón esperó a que me bañara, me vistiera y me peinara. Y así baje, toda zarandeada con un humor de los mil demonios. Y mi mamá que arriba era toda una energúmena abajo era todo un terrón de azúcar, y le hablaba de lo linda que me estaba poniendo y que una niña que era toda una damita y que ya pronto sería casadera. Y el tío a todo decía que sí, y con la boca llena trataba de contestar a todas las preguntas de mi mamá tipo “¡verdad que está rete chula la Mayte!” y cosas del estilo como “¡verdad que es muy importante que nuestra familia quede relacionada y con esta preciosura!” y cosas así. Y yo nomás me reía entre dientes porque al pobre tío no le daba tiempo de masticar y a la vez decir sí y sí a todo lo que decía mamá. Y yo sólo pensaba: “si tuviera un poco de don de gentes, mamá no le haría las preguntas de tal modo que todas exigieran que el pobre tío dijera “sí” a todo”… hasta que de pronto el tío pareció ahogarse. Se pudo todo rojo, se golpeó el pecho hasta que pudo escupir el bocado. Y mamá y las muchachas se levantaron para tratar de auxiliarlo, pero en vez de eso le tiraron el agua de horchata encima… y, juro que lo intenté, por más que lo intenté, me ganó la carcajada. Y mi mamá me miró con ojos de cinturón.
Algo muy feo quiso decirme. Pero no podía. Y el pobre tío Alfonso, sin perder la compostura, se levantó, se retiró al baño unos momentos y regresó después ya sin el saco del traje, en mangas de camisa con sus tirantes rojos (eran lindos y graciosos). Se sentó frente a mí y me sonrió. Y yo no pude sostenerle la mirada. ¿Cómo si lo había visto con todo mi odio? ¿cómo mirar a alguien que el abuelo odiaba tanto?
-¿Te gusta leer?
Y yo, toda ranchera, volteando para otro lado, le dije casi entre dientes y con ganas de que no me oyera “sí”. Yo quería hacerlo enojar, porque el Profe René decía que esa gente, aunque se veía tan finoles, en realidad era una analfabeta, que apenas conocían la o por lo redondo. Y que segurito con el tío Alfonso sería peor, que dizque hablaba inglés, puro guash and güear y era incapaz de hilar una frase decente en un idioma civilizado (para el profe René los idiomas civilizados eran el Francés y el Alemán). Y no, segurito al tío Alfonso se le había pegado eso que se les pega a todos los pochos (yo nunca entendí por qué le decía así al tío Alfonso: a él jamás le quedó la ropa como a Tín Tan). Y por eso, aunque me moría de la vergüenza hice un esfuerzo y le dije “sí” otra vez, más fuerte, para que supiera que yo sí leía, y no era como él. Pero entonces dijo:
-¡Qué bueno!
y extendió el brazo. Yo voltee y ¡maravilla! me estaba regalando un libro, con un enorme moño rojo. Y por más que yo trataba de odiar al tío Alfonso no pude evitar un gritito de emoción porque era La isla del tesoro… ¡¡la mismísima Isla del Tesoro!! y ahora mamá no podría prohibirme leer ningún libro que me regalara el tío Alfonso ni aunque fuera la Isla del Tesoro… porque un libro así me prestó Flor en el la escuela, y mamá se enojó y me lo quitó y me dijo que eso era para hombres. Y me dijo que las señoritas no debían leer esas cosas. Y la Miss Leonor le había dado toda la razón y me lo quitaron y nunca supe en que acababa… ¡pero ahora sí que no me lo iban a poder quitar!
Y sin poderlo evitar lo miré con esa mirada que le querían dirigir todos pero que a ninguno le salía del corazón como a mí en ese momento: lo miré llena de agradecimiento y de… y de no sé. Y mi mamá, aguantándose las ganas de quitarme el libro, dijo con su tonito regañón “¿cómo se dice?” y yo, con la voz hecha un hilito le dije “gracias” y el tío sólo me miró con esa mirada de azúcar. Y luego se levantó y le dijo a mi mamá que ya se iba para dejarme leerlo. Y ya en mi cuarto, antes de abrirlo, me llené de pensamientos malos y pensé que por qué ahora tan simpático conmigo, que qué querría de mi. Que si el abuelo no lo quería ¡cómo lo iba a querer yo! ¡cómo iba a tener buenas intenciones!... pero el libro me decía “¡ábreme!” y yo me olvidé de todo lo demás.
Y luego que le conté al Profe René, él nomás dijo “¡Ah sí!, su literatura de bárbaros” y yo me imaginé que en francés y en alemán realmente se deberían escribir cosas demasiado maravillosas como para que Stevenson fuera considerado un bárbaro. Pero no me importó. Sobre todo porque el libro decía “para mi sobrina Mayte: que estas palabras sean el principio de todas sus aventuras”. No parecía tan mala persona después de todo.
4 comentarios:
Hola chava. Disculpa mi comentario quienovienealcaso, pero ¿sabes algo del Pardo? ¿Desapareció su blog? Es que quería enviarle un mail. Gracias.
Esponjis, acabo de leer las dos primeras partes de tu cuento, me gustan, aunque pareciera más una novela juvenil ubicada, mmm, pareciera que Mayte es una niña en la década de los cincuenta, ¿estoy bien?
Un abrazo
Sip, sip. Los cincuentas....
Ta entretenido. ¿Hay más aparte de los 4 fascículos? Digo, pa seguirlo leyendo.
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