03 septiembre 2010

Valerio de las Alamedas (adelanto)

¡Dentro de un libro!
¡claro, era obvio! ¿dónde más la habría guardado!

Su corazón dio un vuelco, la posibilidad de haber traído justo ese libro...
Se agachó y abrió el maletín, tomó uno pequeño de pastas verdes y lo abrió. Primero pasó todas las páginas como si fueran un mazo de cartas, pero nada... luego lo cerró y con cuidado lo levantó a la altura de las narices para ver con cuidado dónde había alguna irregularidad, pero tampoco. Un poco desesperado agitó el libro boca abajo... nada. No, si lo había metido en un libro, no era en ese, y probablemente tampoco en ninguno de los que traía en el maletín...
Mientras se torturaba pensando en que la foto viajaba aprisionada entre las páginas del Liddel&Scott, a su vez encerrado con otros veinte tomos en una caja, que ahora estaba entre otras cajas ya en el vagón, fue repitiendo el proceso con cada uno de los lánguidos tomos que traía encima.
Eran tres... una pequeña edición griega del De anima, que también falló la prueba, el libro de pastas verdes (¿por qué habría de haberla guardado entre versos de Pessoa?), y una novela policiaca, de esos best-sellers de horribles pastas de cartón y páginas porosas y gordas.
Tomó el último y pasó todas las páginas... ahí estaba.
La foto lo miraba. No sonreía, simplemente lo miraba. No podía acordarse de cómo se había hecho de esa foto. ¿O sí? ¿acaso la había robado?
Era un recorte... apenas recordaba el robo de la foto... los ángulos de la foto no eran rectos: con un poco de descuido había tomado las tijeras para recortar su rostro...

Ella lo miraba con esa expresión...
A él le hubiera gustado pedirle disculpas, darle alguna explicación...
Entiende, pequeña, si te encuentran entre mis cosas no sabes el problemón que voy a tener...
Tomó la foto con los labios y mandó a sus largos dedos a que guardaran de nuevo los libros, a acomodarlos dentro del maletín...
El cascabeleo de una taza lo sobresaltó: en ese instante la imprudente mesera le sirvió el café que había pedido hacía casi media hora... quiso echarle una mirada de reclamo, pero la foto entre los labios lo hacía ver un poco ridículo... cínica, la mesera colocó en la mesa la azucarera y un tarrito con leche y se fue.

Se quitó la foto de los labios y se miró la muñeca... tenía aproximadamente tres minutos para tomarse el café -al menos está caliente-, dejarle el dinero en la mesa -sin propina, obviamente- y cinco minutos más para llegar hasta el anden... ¿en qué momento tiraría la foto? ¿cómo se desharía de ella? ¿dónde la abandonaría?

Con una mano se llevó la taza a los labios -¿quién le había pedido a esa imbécil azúcar y leche?- y con la otra sostenía la foto... dos minutos... no podía abandonar la foto en la mesa... no podía tirarla al basurero... no podía romperla -era lo más prudente...-
Cuando recordó que esa foto siempre viajaba con él, el vuelco en el corazón estuvo acompañado con la certeza de que la haría trizas y la tiraría a las vías del tren... pero... es que no debió mirar su rostro que lo miraba así... tuvo el impulso de arrugarla dentro de su palma -ultimadamente, eso es lo que siempre había querido hacer: tomarla y arrugarla contra él, hacerla un montoncito de papel entre sus palmas... estrecharla hasta oír tronar sus huesitos- pero no se atrevió.

Con una sola mano buscó la cartera, la abrió y sacó un billete... no tenía tiempo para esperar a que la pérfida mesera le trajera el cambio, así que la propina iba incluida. Se levantó y trató de tomar el sombrero y el saco con una sola mano -¡hacía tanto calor!- pero la maniobra resultaba complicadísima con una sola mano... finalmente guardó la foto en un bolsillo del saco y pudo completar la operación.

El manso animal esperaba a ser abordado. Las enormes dimensiones de la sala de andenes le provocaron la extraña sensación de haber sido parido, aventado hacia afuera, ¿afuera de dónde?. Dejó el maletín en el piso, buscó en los bolsillos del saco el boleto... y junto con él salió ella. Seguía mirándolo...

Un minuto...

Esa foto lo había acompañado más de una década... ella lo miraba... amarilla, vieja, lozana... ¿para qué te quiero aquí, recuerdo pálido? si yo tengo canas, tú debes tener arrugas... si vuelvo a encontrarte ya no serás la tú joven amarillenta y pálida, sino la tú vieja y demasiado real... ¿para qué te quiero aquí? Robada...

Cuando el tren terminó de salir de la sala de andenes, una pequeña fotografía amarillenta se revolvía con pedazos de boletos, huellas de quienes ya se habían ido...

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