09 febrero 2011

Valerio de las Alamedas (escolios)


Valerio mira por la ventana del tren.
No podemos pensar sin figuras
Sonríe. ¿Cómo pudo ser el traductor tan descuidado para traducir φαντάσματα por figuras? ¡válgame Dios! imágenes era lo que, en todo caso, se esperaba ahí. Bueno, eso era poca cosa comparado con sus traducciones parafrásticas... vuelve a sonreír... parabólicas más bien. En una de tantas, habría traducido "entiende la idea" con una metáfora: "pone, bajo la luz, la idea". Valerio sonríe. Le gustan esas traducciones... traiciones, piensa y vuelve a sonreír. Ronda en su cabeza la idea de escribir un artículo sobre la teoría, no detrás del de Anima, sino detrás de esa traducción: distinta, seguro, a la de Aristóteles. Le divierte la idea... ¡mejor un cuento!

Viene de buenas. El librito lo compró en el puerto de Veracruz. justo antes de subir al tren. Pomposamente forrado de terciopelo vino, seguramente traducido del francés, lleno de anotaciones con una letra primorosa. Pero no estaban en castellano. Lo compró por las notitas: quería averiguar el idioma, aunque primero habría que hacer criptografía, porque los bucles en que estaban escritas las notitas eran primorosas, pero incomprensibles. Sólo había entendido φαντάσματα justo en esa línea: también al anónimo autor de aquellos escolios en tinta negra le había molestado aquél descuido.

Y era sumamente anónimo el autor de los escolios: la primera página del librito había sido cuidadosamente desprendida. Quedaba sólo una ceja lo suficientemente ancha como para adivinar el principio del título y un poco de tinta negra, pero insuficiente para tan siquiera adivinar cuál era la primera letra... ni el año. Por lo regular los poseedores de libros de finales del XIX y principios del XX tendía a escribir el nombre del dueño y la fecha de adquisición. Pero alguien, quizás por alguna muy buena razón (a lo mejor fue un libro robado) había desprendido aquella hoja tan vital para reconstruir la historia de ese tomo.
Él mismo estalló en carcajadas, obligando a todos a quedársele mirando: ¿A quién demonios le podía interesar reconstruir la historia de una pésima traducción del De anima de Aristóteles?
Un pensamiento culpígeno pero gracioso lo hizo reír de nuevo: era probable que el carácter de los científicos fuera elevado y profundo. Pero si acaso a alguno lo acompañaba un temple morboso, entonces se dedicaría a la historia. Las mejillas se le encendieron pensando en aquello...
¡Pero no, no! no era puro morbo. Un buen historiador es más bien un desentrañador de misterios. Pero más uno tipo Sherlock Holms... busca pistas, reconstruye narraciones. Busca culpables, los motivos ocultos detrás de la pluma. Reconstruye pensamientos...
Reconstruye pensamientos, pero no necesariamente elevados... Valerio se dio cuenta, sin querer, de que llevaba un rato prestando atención a la conversación que una madre y su hija sostenía acaloradamente en el asiento de atrás. Lo que la madre decía era casi inaudible, pero la hija respondía siempre claro y agudo. Entre sollozos le decía que aquello había sido una traición. Luego contestaba la madre y ella, furiosa, le decía: ¡pero me contó con detalles lo que le hizo!... de nuevo la madre, y otra vez la hija ¡Pero por qué me tenía que enterar de qué color eran sus tetas! Valerio enrojeció, no por el tópico, sino porque casi voltea para escuchar más claramente las tetas de quién... Está bien... sí. Para hacer historia se requiere ser morboso.

Volvió la mirada al libro. Examinó otra vez la caligrafía aquella. Quizás Julio le podría por lo menos corroborar que aquello estaba en ruso. Julio había sido su compañero en la clase de griego. ¡Era insuperable!
Al principio Valerio, orgulloso de ser siempre la nota más alta de cualquier clase, entabló una aguerrida lucha contra Julio. Pero ¡las habilidades eran demasiadas! Tenía una capacidad inusitada para entender los textos aun si no sabía todavía suficiente gramática.
Finalmente Valerio comprendió que Julio tenía la cabeza confeccionada de otra manera. El griego había estado en potencia en su cabeza desde que nació... o el alemán, el latín... el ruso. Eso era lo que más admiraba de Julio: que aprendió ruso más rápido que griego... ¡lo hablaba!.
Finalmente se hicieron grandes amigos.
Julio ganó una beca a la Gregoriana de Roma. Por supuesto, antes se había ordenado fraile de... ¿de qué orden era? ¿de qué congregación? Valerio se reprendió por la pésima memoria: no podía acordarse.
Al llegar a Veracruz una carta de Julio lo esperaba: estaría ahí, en la terminal, para recogerlo. Y por supuesto podía llegar a su casa y beber un whiskito mientras se ponían al día. Y podría llevarle aquellos misteriosos escolios.

Al parecer la madre le había dado sonora bofetada a la hija, y a penas se alcanzaban a escuchar los sollozos. A Valerio se le antojaba voltear a verla: quizás era casi una niña (por ello lo de las tetas resultaba tan abrumador).
Quiso reprimir aquél pensamiento pero no pudo: sentarla junto a sí, acariciarle las trenzas mientras ella le contaba los detalles que la hacía sufrir tanto. Hacía un poco de calor a pesar de ser casi de noche.
En la ventana se veían las nubes amarillas, luego rosas, luego casi violetas. Las piedras y los magueyes le hundieron sobre el ombligo una especie de ¿nostalgia?... no. No era eso. Lo asaltó la rara sensación de que para él la saudade era algo que sólo le podía ocurrir acá, donde nació. La Lisboa que mantuvo a su madre enferma de saudade eran imágenes que para él eran extrañas. ¡Anduvo en Lisboa con tantas ansias! Quería conocer aquellas narraciones maternas en vivo y a todo color. Le emocionaba llegar a los puntos descritos noche tras noche por ella. Pero no... aquella Lisboa que veía era otra cosa. Otra ciudad. Una tarde le dio miedo que esa nueva Lisboa se comiera a la imaginaria que su madre le había dibujado en su mente. Fue y le habló por teléfono y la hizo contarle de nuevo todo. Cerró los ojos para evitar que la Lisboa real llenara las palabras de su madre. No pudo, fue inevitable: las memorias de su madre quedaron borradas por la realidad del mar que tenía frente a sus ojos. Por ello se negó, al final, a buscar el barrio aquél de que tanto le hablaba. Partió de Lisboa inmediatamente. Ahora Lisboa olía a Lisboa y no a chocolate caliente.
Pero, ¿y qué sería de sus magueyes y sus cielos rosados que le picaban y lo llenaban de esa palabra que también su madre le había enseñado a sentir?
Las estrellas lo poblaban todo, el Sol se había ido al fin. Él tomó el saco y lo acomodó de tal modo que pudiera dormir. Entonces una manita pasó detrás de su asiento y jaló la cortinilla: ¡era la mano de la 'niña' que había llorado hacía rato!.
Tuvo que hacer un esfuerzo monumental por no acariciarla... la manita se fue, y el quiso de nuevo tenerla junto a sí para preguntarle por qué estaba tan triste... deshacerle las trenzas que seguro la peinaban... Quería... quería...
Cerró los ojos, pero no concilió el sueño. Cruzó los brazos y sus manos largas y nudosas apretaron sus codos... se dejó llevar por aquellas imágenes fantásticas. Aquél φαντάσμα.


***

Al entrar al Estado de México lo inundó una sensación de paz y alegría que ni él mismo se esperaba. En cuanto reconoció el paisaje sintió que por fin la travesía se acababa y que llegaría ya a casa. Quizás saber que ahí encontraría todavía los grandes jardines de la casa, a su madre, a Fray Julio que le había asegurado estar ahí... La angustia de si podría encontrar trabajo lo abandonó de pronto. Bastaba con llegar a casa. Tendría que comprar muchos libreros... o quizás buscar primero un apartamento: no eran tan caros aquí. Además, trabajo tendría que haber: quizás daría clases un buen tiempo primero... y si de plano la cosa estaba tan mal, regresaría a Veracruz y se pondría a vender libros viejos: traducciones con escolios misteriosos...


Miraba por la ventana del tren. De pronto comenzó a reconocer con mucha certeza el paisaje: esas llanuras con magueyes por todos lados y al fondo los cerros aprisionadores de las Sierras maternales. Aquí la mirada siempre se topa con sus cadenas montañosas. Eran los paisajes de José María Velasco. Los ojos, imperceptiblemente, se le humedecieron al ver, enormes y a todo color, aquellos paisajes. Se imaginó el tren en el que iba como si fuera parte del paisaje que tenía ante los ojos.

Y tenía la infundada fe de que todo estaría ahí, esperándolo, como una novia abandonada y fiel que no hizo todos estos años sino aguardarlo.


En el fondo temía volvérsela a encontrar. Seguramente sería toda una señora casada... ¿tendría hijos? Sintió una punzada en el vientre al imaginarla embarazada y feliz comiendo helados en Coyoacán... ¡cuántas imágenes se desprendían de aquella a modo de entimemas!
Abrió inmediatamente el libro. Buscó el escolio aquél donde se leía φαντάσματα ¿qué habría llevado a un ruso que evidentemente sabía griego, a anotar tanto una mala traducción al castellano?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Continuará?

Anónimo secundum quid dijo...

Sí, por favoooor!