Alguna vez, cuando uno de mis primos se casó, mi abuelita tomó un pequeño fajo de dólares y, sin que él se diera cuenta, se lo metió en el bolsillo del saco. Mi abuelita quería que mi primo se sorprendiera por el regalo, y que ni siquiera pudiera saber quién se lo había dado. Pero yo sufrí terriblemente: ¿y si el saco iba a parar a la tintorería con todo el manojo de billetes? ¿y si ni siquiera era su saco y lo devolvía preñado de dólares? ¿y si...?
Bueno. Nunca supe si mi primo dio o no con los dólares. Pero mis miedos no estaban infundados. Más de una vez me han puesto regalos en la punta de la nariz y yo, ciega, los he dejado pasar.
Pero él tuvo la culpa. Si él supiera que aquello estaba demasiado relacionado en mi mente con la causa de mi antigua abominación hacia él... si hubiera sabido que, en vez de bonitas reflexiones y un sentido y honesto gesto de agradecimiento, el origen de esas palabras sólo hizo que una vieja llaga se abriera... pero la culpa no la tiene él tampoco.
Lo que pasa es que el regalo quedó sepultado bajo un marasmo de palabras. Eran el envoltorio, cierto es. Era uno de esos regalos escondidos.
Y no fue hasta hoy, que me fijé en la fecha duplicada, que caí en la cuenta de sus intenciones.
Pero como todo era así, envuelto bajo miles de papeles multicolores para que no se notara que era un regalo, mi ceguera lo mandó a la tintorería.
Se esperaba un poco de ingenio, un poco de perspicacia de mi parte. Él esperaba demasiado de mí. Y hoy, varios días después, lo saco de la lavadora, todo enrollado y mojado y arrugado. Y trato de extenderlo y colgarlo y plancharlo para que se vea como nuevo.
Soy una tonta.
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Mañana es un gran día: día de inscripciones. Mañana se supone que he de haber decidido ya de qué hacer la tesis. ¿Cómo explicarle al Demiurgo que el feisbuk cambió mi vida y que recibí interesantes proposiciones? ¿Cómo explicarle al Albus Lupus que orita Tomás me está dando un terrible aburrimiento? ¿Cómo explicarme a mí misma que lo único que me ha divertido hasta ahorita es Aristóteles? A mí, que fui y casi le grité al paciente Demiurgo que ¡no, que no y que no, que no iba a hacer la tesis de Aristóteles!... ¿y cómo demonios voy a hacer una tesis de un tipo del que durante 2500 años se han hecho tesis?... *sight*
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¿Y los neoplatónicos?
Bien, gracias...
¡Es que si ustedes hubieran conocido al hermoso Alejandro de Afrodisia, me comprenderían!
Nada: un tipo materialista a raja tabla, que demuestra, casi casi, que la consciencia es una propiedad emergente de la materia.
Y luego... luego sale Avicena. Además de escribir lindo, resulta ser la más extrañísima mezcla entre Proclo y Alejandro de Afrodisia. Y eso suena tan bien...
Pero ahí me tienen con las narices en Aristóteles. Las narices, las orejas: a penas se alcanza a ver un dedo fuera de las arenas movedizas del De Anima, la Física y el De Caelo (ese tratado sobre el Cielo, ¡sí! ese mismo: la más hermosa paráfrasis del Timeo)... y ¡santos caracoles!... los Analytica Posteriora y la Metafísica...
No me culpen:
A todos ellos les pasó lo mismo. A todos: Zenón, Crisipo, Plotino, Cicerón, Séneca, Agustín, Proclo, Simplicio, Boecio, Porfirio, Alejandro de Afrodisia, Juan Filopón, Filón de Alejandría, Avicena, Alfarbí, Avicebrón, Maimónides, Averroes, Roberto Grosseteste, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Escoto Duns y el temible Guillermo de Ockam; Marsilio Ficino, Pico de la Mirandolla, Giordano Bruno... y hasta Kant, y Schopenhahuer; y todos, todos, todos ellos metieron sus narices en Aristóteles.
Y ahora me queda perfectamente claro el porqué...
la esponjita medio miope y medio dubitativa.
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