05 noviembre 2009

Ἀλεξάνδερ (confesiones profesionales)

Creo que ese es un astrolabio persa. Como sea: representa un poco mi situación actual:
una brújula en un idioma (aunque latín, el de un Persa) que todavía me es extraño...
pero aprenderé suficiente latín... y a manejar el astrolabio...



Lo que pasa es que, contra toda espectativa, me adentré en terrenos totalmente desconocidos.
¿Qué razones, qué intenciones me empujaron hacia allá? ¿Las mismas que me hicieron inscribirme a Letras Clásicas?
(se llama igual... pero sshhht! es un secreto. no le digan a nadie... δὲ ἧν καὶ εὐειδεστατός είς ὑπερβολήν)

Aún no sé que fue lo que aquella tarde me hizo revertir mis intenciones originales. Yo estaba ahí, en la fila del CELE dispuesta a llevar a cabo uno de mis más antiguos proyectos: inscribirme a Árabe. Por puras ganas. No tenía razón alguna. Y ése fue el problema. Porque yo iba acomenzar una tesis sobre Emmanuel Lévinas (el acento es francés, pronuncien levinás... creo que así se pronuncia... aunque claro: no vaya a pasar como con Chopin, que sí se pronuncia ChopÍn en polaco, pero que los franceses nos han hecho pronunciar ChopÁn). Me gustó porque leí el prefacio: nadie podrá vencer jamás al Genio Maligno. Y me gustó porque todo iba centrado en el asunto del Yo. Y ese es mi tema per saecula saeculorum.

Y ocurrió que estaba en la fila del CELE cuando conocí a un tipo muy simpático que tenía en las pestañas un poco de Ángel Face de Pond's. Él se iba a inscribir a Hebreo. La deliberación era si debía seguir mi antiguo sueño de inscribirme a árabe o debía tomar la responsable decisión de inscribirme a hebreo puesto que iba a estudiar a un autor judío que hablaba del פנים (panim), es decir, del rostro.
Yo no le entendía un pito a Lévinas. Y por ello comencé a leer a Husserl (pues todo era, según esto, método fenomenológico). Y busqué otros judíos a los cuales leer. Comencé con La guía de los Perplejos de Maimónides. No lo sabía aún, pero Maimónides fue mi primer contacto, no sólo con el alefato hebreo, sino también con el pensamiento neoplatónico. Mucho me tardé en descubrir que ningún filósofo judío escribía en hebreo: Filón lo hizo en griego, Maimónides en árabe, Spinoza en latín, Hermman Cohen en alemán y Lévinas en francés. Yo no lo sabía. Gracias a Dios en ese momento no lo sabía.

Y ese tipo, que estudiaba Letras Clásicas y, que con el tiempo, se transformó en mi mejor amigo, me convenció de inscribirme con él a hebreo durante los veinte minutos que esperamos formados.

Y así fue. Me inscribí a hebreo y obtuve mi primer contacto con el mundo semita, con un idioma sin vocales -y su impecable lógica semántica y alfabética-
Y comencé a introducirme por fin el Lévinas. No entendía un pito al principio, pero la paciencia poco a poco me fue abriendo el camino hacia aquél oscuro judío lituano. Mucho me sirvió leer el artículo a la Enciclopaedia Britannica de Husserl, y también las Lecciones de Fenomenología de la conciencia interna del tiempo. Pero el hebreo simplemente no me clarificaba nada sobre el panim de Lévinas, sobre Éxodo 33:14 y un Dios que nos da las Espaldas y que se niega a mostrarnos su rostro. Y menos entendía aquella insistencia en el 'yo', tan desacreditado en nuestros días.

Entonces ocurrió que recursé Historia 3. El buen Priani había tenido el detallazo de olvidarse, por tres veces consecutivas, de asentar mi calificación de Filosofía Medieval. Así que me inscribí con el Padre Ramos. La primer encomienda fue leer el libro X de Confesiones. Y (he de confesar por primera vez la razón verdadera) me comenzó a angustiar que la clase ya iba a empezar y yo nomás no terminaba de leer el libro X. Así que no entré a la clase, y me quedé afuera leyendo a Agustín. Y comencé a sacar notas y notas y a esforzarme por entenderle al africano. Y pues ocurrió que dejé de entrar con Ramos y perdí mi último derecho a inscribirme a Historia III (en ese tiempo era una estudiante demasiado valemadrista e irresponsable). Pero resultó que Agustín me agradó sobremanera. Así que lo más natural se me hizo presentar, por enésima vez el extraordinario con Priani sobre el libro X de Confesiones. E imperceptiblemente me agustinicé.

Y una noche, dentro del Tsuru, junto con Daniel estaba pensando qué tema podía interesarle a Horneffer para que yo pudiera dar una clase con él. Pensando y pensando, se me iluminó de pronto el coco: ¡claro! ¡El homo interius de Agustín y el misterioso yo de Lévinas!

Nunca dí ni preparé esa dichosa clase, pero encontré un tema de tesis y por fin encontré la clave exegética para comprender al lituano que, finalmente descubrí, resultó ser un cripto-agustiniano.

Comencé con Agustín, y, contra el sabio consejo que me había dado la sabia experiencia, le pedí a Priani que asesorara "eso". Pero poco a poco fui abandonando a Lévinas: Agustín era demasiado impresionante para mi.
Me adjunté de oyente al curso de Historia III de Priani (donde conocí a Alviseni. Aún recuerdo, con claridad, el día que le preguntó, afuera del salón, a Priani: ¿En qué parte Wittgenstein habla de Agustín? Priani no supo. Yo, por excesivo y estúpido pudor, me contuve para no responderles: "Así comienzan las Investigaciones Filosóficas, con una cita de Confessiones I-6." Creo que la razón de que al final Alviseni haya entrado a Medicina, y una de las cuales me retrasó tanto en Filosofía, es caer tan lejos de la banda analítica, de no haber tomado clase con ciertos profesores, y caer con otros. En fin).
Y en ese curso, debo subrayarlo, Priani nos mandó a leer unas cuantas Enéadas: algunos tratados de la IV y otros de la V: para averiguar qué es el alma para el neoplatonismo. Le pedí a mi mamá que me comprara los entonces carísimos tomos II y III de las Enéadas de Gredos, pero en el Sótano (pues nada encontramos en la Gandhi ni en el FCE) sólo estaba el tomo II: las Enéadas III y IV. Mientras hacía mi tarea, por curiosidad revisé la Enéada III-7, tan citada en las notas al pie de Confessiones XI. Y ¡ooooooohhh!

oooooooohhhh

oooohhhhhhhh!

(como dice Borges en el Aleph: de pronto lo vi todo, junto y de una sola vez)

La tesis se consagró al tiempo.
Comencé a leer algunos textos disponibles en castellano (pues entonces sólo sabía un poco de hebreo y... castellano... ni siquiera inglés) sobre la famosísima disputa sobre la eternidad del mundo. Y caí con Santo Tomás (mi primer contacto con el Tommy). Pero, para desesperación mía, no podía encontrar al otro que, según yo, era fundamental para entender la disputa: san Buenaventura. El texto no estaba, ni en latín, en la UNAM: la última edición era de finales del s. XIX y nadie lo había reeditado. Priani, como siempre, por única ayuda bibliográfica me pregunto ¿y no lo encontraste en internet? (en aquellos tiempos no estaba todavía en línea: justo el link que iba a al comentario al segundo libro de las Sentencias estaba inactivo: hace algunos meses por fin lo encontré). Encontré, sin embargo, el Breviloquium, y Daniel me lo tradujo (después de que mi amigo de hebreo y yo nos rompimos un buen rato la cabeza).

Hice un hermoso ensayo sobre el de aeternitate mundi contra murmurantes de Tomás y algunas cuestiones de la Summa (debo estar mal: no me acuerdo de cuáles). Triunfante, se la llevé a Priani. Bueno: era obvio que ahí no salía Agustín, que no tenía idea de cómo integrarlo a la tesis... ¡¡pero de ahí podía salir una nueva tesis!! A Priani le agradó, más o menos, pero la cosa jamás pasó de ahí: Tomás es de esos filósofos a los que jamás invitaría a comer (sic)... y creo que es de aquellos que, sólo si su vida corriera peligro, los leería.

En fin. Yo andaba metida en aquellos bretes, cuando cayó en mis manos De Trinitate. Ese era un Agustín ligeramente diferente del Confessiones X y XI. Pero justo en aquellos tiempos ocurrió el fatídico hecho de la pelea de Priani con Daniel... y me quedé sin asesor de tesis.
Pero ese no es el tema. La cosa es que, para ese momento, ya tenía yo una enorme familiaridad con Plotino, con Agustín, y comencé a echarle un vistazo a los Estoicos: eran una de las fuentes fundamentales del africano. Pero ¿qué creen? de los estoicos no nos quedan sino retazos. Ahí sí que no había otra sino entrarle directamente a la bibliografía secundaria... y pues... había un librito color ladrillo, a precio razonable, en la librería del Instituto...

Pero antes de encontrar el De Trinitate y justo después de terminar mi trabajo de Tomás, mi cabecita fue poseída por una idea rutilante.

Cuando entré a cuarto de hebreo, decidí inscribirme por fin a árabe. Y la cosa era muy divertida: no sólo por los conflictos políticos y rarísimos que existen entre los profesores (no los que me dieron clase, sino los jefes de los respectivos departamentos: José Luis Habib (q.e.d) y Bertha Benabib. Chistoso que se odiaran "amado" e "hijo del amor". No: lo verdaderamente curioso era la similitud. Y yo me cotorriaba a mi profe de árabe, argelino y paisano del san Augus: él decía que cualquiera que supiera español y francés (como él) podía entender después todas las lenguas "latinas" (ese fue su error) "¿y apoco le entiende al latín?"... jeje... pero era cierto: con el hebreo que sabía y el poquito árabe que había aprendido, Paco y yo ya podíamos leer, con esfuerzos, el caldeo, y comprendíamos sin ninguna dificultad el arameo. Me arrepiento de haber abandonado aquél camino.

El caso, pues, es que, al inscribirme a árabe, pensé: "antes del árabe, yo quería aprender griego". Y me metí de oyente con ALEJANDRO Curiel. Y

oooohhhhh


ohhhhhhh


ohhhhhhhhhhh!!!!

Me enamoré del griego.
De griego, nomás del idioma (aunque aclaraciones no pedidas...)
Además, yo andaba tras los pasos de Plotino, así que aquello era lo más prudente. Pero después de un semestre, comprendí que si iba a hacer la tesis de Agustín, debía optar por la opción responsable: aprender latín. Y llevé a cabo un sueño más antiguo todavía: inscribirme a una licenciatura de letras.

Durante muchos años pensé, dado el peso que el alemán tenía en la filosofía, inscribirme Letras Alemanas: ¿cómo iba a comprender una disciplina si no dominaba su lengua y su cultura? Pero el tiempo que pasó entre esa decisión y mi transcurso por la filosfía me hizo mudar de Letras: no serían las alemanas sino las Clásicas (y no erré).
Así que me inscribí a Letras Clásicas
Y, paradójicamente, fue ahí donde tuve mi primer verdadero contacto con la Filosofía Analítica. No de un modo ortodoxo: todo llegó a través de Ferdinand de Saussure y su lejana relación con Chomsky.
Letras Clásicas abrió mi cabecita... y la saturó: ya no me daba la cabeza para aprender simultáneamente griego, latín, hebreo y árabe... y dejé el árabe (justo el causante y origen de toda esta odisea)... (y ahora... ¡cómo me arrepiento!).
Pero además me dió una enorme flexibilidad: me enseñó el ser autodidacta (¡ja! ¿la virtud se enseña, querido Platón?), y la habilidad de pasar, casi sin ningún problema, del griego al latín y viceversa.
Después del conflicto prianezco, yo me quedé sin asesor, porque el único que parecía ser capaz de dirigirme mi extravagante proyecto de tesis de maestría era él. Y es que el proyecto era bastante extravagante: Plotino-Averroes/Tomás-Ficino.

Aquí va otra historia Afortunada:
Yo andaba metida en Plotino. Y vi que en la maestría, Priani, todavía mi asesor, daría un curso llamado "La tradición de la teología platónica". Por cuestiones de formato, ése creí que era el nombre del curso. Pero no: el nombre era "La tradición de la Teología Platónica" o séase: no sería un curso sobre la historia de la tradición de la teología de Platón (que según yo involucraba a Plotino), sino sobre una obra desconocida -para mí- de un tal Marsilio Ficino.
Aun advertida de mi error, me quedé de oyente (pues yo no estaba todavía en la maestría). Y fue entonces cuando tuve mi primer contacto con los temas del Intelecto: la Inteligencia Angélica, como la llamaba Marsilio. Y oí por primera vez el título averroísta y me llamó la atención el tema de las relaciones entre el cuerpo y el alma, y los sentidos y el intelecto.
Aquél fue el segundo mejor seminario de mi vida (si no los aburro, orita les cuento del primer mejor seminario de mi vida).
Estaban ahí la Funes, y la Cartesiana, y Narda Sol la astróloga, y Evangelina, y eramos un montón de viejas que queríamos entender ese asunto de la Inteligencia Angélica. Y como Funes es muy inteligente (ejem... y mi cerebro entonces ruleaba bien), y como, además, Priani introdujo en ese tiempo el asunto de los Blogs en los seminarios... aquella fue una experiencia fantástica y única y maravillosa y...
Y ya para qué sigo...
Así que después del conflicto Prini-Daniel, y mi pérdida de asesor, pues me quedé con cara de What?.

Pero yo había quedado muy contenta con aquél librito color ladrillo sobre los Estoicos: era un libro lindo, claro, y, sobre todo, tenía una tesis que yo creía poder refutar con facilidad: para que los estoicos pudieran sostener su compatibilismo, tenían que permitir que hubiera un resquicio de indeterminación cosmológica: la voluntad humana. Y muy oronda, puse una notita a pie de página en mi tesis. La nota no venía al caso: nomás quería dejar asentando en algún lado mi refutación. Y entonces, Horneffer, quien accedió a dirigirme la tesis para salvarme del conflicto con Priani, me dijo:
Pues por qué no dices a Salles que sea tu sinodal: a ver que opina de tu notita.
Al final la nota no quedó en la tesis. Pero Salles sí accedió a ser mi sinodal. Y a mi me tenía entonces muy apantallada porque sabía griego: era el único filósofo que yo conocía entonces que sabía griego y latín (luego me apantalló más, pero esa es otra historia).
Entonces le enseñé el proyecto (lo recuerdo con claridad pasmosa) y le pregunté si quería ser mi asesor de la maestría.
Para entonces, puesto que Priani, aunque ya me dirigía de nuevo la palabra, se negó por segunda vez a asesorarme, yo ya había buscado por todos lados a alguien que pudiera estar interesado en mi excéntrico tema. Y todo mundo había declinado muy elegantemente. Pero Salles me dijo: pues yo no sé más que de los griegos. Et inquam: pero me basta con que sepa griego y latín. Et inquit: bueno...
Dijo BUENO...
Que quede constancia... dijo BUENO...

Comenzó el proceso de inscripción a la maestría. Y yo con un mes de anticipación me puse a escoger mis materias. Gracias a las habilidades demiúrgicas de ya saben quién, había una inusitada oferta de filosofía antigua. Y entre todos los cursos, uno llamó, OBVIAMENTE, mi atención: El problema de la unidad del intelecto en el siglo XIII... ¡¡¡ese era prácticamente el segundo capítulo de mi exótico proyecto!!!... y lo daba un tal ALEJANDRO... de apellido con doble consonante...
¿Y ese quién es? le pregunté a Daniel
Ah! dió una vez un seminario en la clase de Laura Benitez
¿y qué tal?
Pues... bien...

Y que me inscribo...

Ocurrió entonces que por fin tuve mi primera cita con mi ilustrísimo asesor. Y ¡zaz! y ¡recontrazaz!... nada: que mi proyecto estaba demasiado exótico (verdad) y por abarcar mucho apretaría poco (verdad) y que él ¡no iba a dirigir nada que no fuera de los griegos! (¡¡traición!!).
O sea: que siempre no me dirigiría eso que le había llevado.

¡ZAZ!

¡ZAZ!

¡ZAZ!

(aquella vez en su cubículo me sentí como animalito que había caído en la trampa)

Me negué rotundamente (en mi mulier interiora) a abandonar, así como así, mi proyecto. Y lo único que acepté fue a comenzar con Plotino. Total: quizás en el doctorado podría contiunar el exótico proyecto.
Mientras mi proyecto se venía abajo, y yo buscaba un medio de no perder contacto con el Intelecto Angélico, decidí dedicar la mitad del tiempo con Plotino-Ricardo y la otra con Averroes-Alejandro. Total: podría deshacerme de Ficino, y conservar aun así los primeros dos capítulos de la tesis.
Pero en algo que Salles no se equivocó en absoluto (y en general no se equivoca), es que vale la pena dirigir todas las energías a estudiar un solo tema a la vez. Y bueno: vino el Taller de Filosofía Antigua, Birondo, las percepciones accidentales... y todo lo demás es vieja historia conocida.

Bueno, por hoy hasta aquí.

La esponja que escribe sus Confesiones...

Ahhhh! pérenme... todo esto venía a cuento por otra cosa:
Que orita me siento como perdida en el espacio: todo es nuevo.
La Edad Media, trabajar un maldito texto en latín (sin una tramposa traducción que me haga creer falsamente que sé latín), el tema de la intencionalidad, las categorías que se usan cuando uno trabaja esos temas... yo estaba más bien entrenada en Plotino, el neoplatonismo... y por eso mi cerebro rulea con más facilidad frente al platónico de Boecio que frente al exótico de Avicena, Alberto Magno y Fodor (¿Fodor?... ah, esa es otra historia).
Pero entonces, mientras escribía esto, me acordé que me sentía igual de perdida al principio de Lévinas, Husserl, Agustín y Plotino. Pero al fin me encontré.
Y sería una perdida si, al final, me rajara por la dificultad que implica comenzar un nuevo tema, una nueva formación, una nueva aristotelización de la cabeza.

Vale la pena.
Todo esto, vale la pena.
Porque, hasta eso, la fortuna obró imperceptiblemente en mi favor: fue el exótico e irrealizable proyecto el que me llevó al mejor seminario que jamás haya tomado en mi vida.
Porque, así como ALEJANDRO Curiel tenía una manera extraordinaria de enseñar el griego, este ALEJANDRO (el de la doble ll) tiene una forma extraordinaria de desglosar argumentos, de mostrarlos, de iluminarlos: de hacerlos fructificar frente a los ojos de los atentos alumnos. Aunque seamos tres o dos, aunque las condiciones sean cada vez más adversas. Aunque por el puro nombre y la pura costumbre, Priani tenga más alumnos y se los lleve todos.
Y tan vale la pena, que en cada curso que da, consigue un fan. (Hoy Luis, rompiéndose la cabeza, trató de encontrar una manera de que el próximo semestre dé clase. Se necesitan por lo menos tres alumnos inscritos: Luis ya se ofreció. Quizás me inscriba yo también: creo que sí puedo. Y sólo falta uno más... uno más... uno más que termine, al final de esta historia, también enamorado, también transformado en fan, también ansioso de verlo exprimir lo que no nos es evidente. Con sus dotes de Commentator, y el '¿cómo así?' que hace de sus clases cálidas... y la generosidad que, hace mucho tiempo, dejó de rondar los pasillos de la facultad...

Sí, todo venía a cuento por eso...

Bueno... falta la nota final: porque al final Salles proveyó todo lo necesario para que yo, al final, acabara haciendo mi tesis sobre Avicena. Todo fue conciente e inconciente a la vez.
Para empezar aceptó ser mi sinodal. Luego mi asesor. Y aunque al principio parecía que él me iba a dirigir la tesis de un tema que él podía dirigirme, esa promesa me educó y formó inimaginablemente. Y obró concientemente porque su seminario (el tercer mejor seminario que jamás he tomado en mi vida) no sólo mejoró notablemente mi griego, sino que me enseñó método para acercarse a los antiguos y su historia. E incoscientemente obró porque al invitarme al taller de Filosofía Antigua tuve mi primer contacto con el espinoso tema de la intencionalidad. Y conscientemente obró porque gracias a él entré al Instituto, el cual es la mejor biblioteca en México de filosofía antigua y medieval... sí: también de filosofía medieval; además de que está lleno de recursos por todos lados. Y obró incoscientemente porque se trajo a ALEJANDRO a dar clases acá y concurrieron las causas y efectos del destino con la finalidad de mi cabecita. Y, cuando opté por hacer la tesis sobre la intencionalidad en el siglo XIII (porque mi tesis no es sobre Avicena: es sobre la intencionalidad en Alberto Magno) finalmente obró con plena consciencia para que se pudiera dar el cambio. Y ofreció todo su apoyo, y lo sigue ofreciendo.

Porque esa generosidad, la de ambos, es algo raro en la facultad.

Y ora sí: tan, tan.

No hay comentarios.: