19 noviembre 2009
La niña que bailaba...
Bueno... supongo que a final de cuentas no será tan grave.
Hoy me fui a pasear al centro. Compré unos libros a los cuáles, desde hace tiempo, les tenía ganas: Opus Nigrum y uno de Searle... en Español. Creo que mi cerebro se merece un descanso, y si hay una traducción a la mano (la cuál, por cierto, parece de buena calidad) no dudaré en usarla.
En el metro, un señor, muy caballeroso, me ofreció su asiento, pero justo en ese instante otra señora, mucho más grade que yo (¡¡horror!! nótese que implícitamente me estoy autoseñoriado), se apresuró para sentarse. Yo sonreí, porque de todos modos no tenía ninguna intención de quitarle el lugar: faltaban tres o cuatro estaciones para Bellas Artes y la señora tenía cara de que iba más allá de Panteones.
Por alguna razón el señor se sintió obligado a justificar algo: no sé si el no haberle ofrecido el asiento a la persona correcta, o el no haber podido defender su ofrecimiento original. El caso es que comenzó a contar la anécdota de que, en el metro de Madrid, es muy común que los viejos exijan que se les ceda el lugar.
Todos ignoraron olímpicamente al señor: la gente parecía verlo como una especie de loquito que tenía la osadía de intercambiar palabras con desconocidos. El señor tenía chuecos los dientes (quizás de ahí mi empatía), una camisa bastante vieja, ligeramente desaliñado de la barba, y unos cincuenta años. Pero el no se amedrentaba y me preguntó: ¿conoces Madrid?...
Vaya, pensé... pues sí, sí conozco Madrid, para ser exactos, el metro de Madrid (que es lo que venía a cuento con la anécdota), porque cuando fui, como de doce años junto a mi mamá, ambas nos perdimos durante 3 horas. Así que mi respuesta afirmativa le causó tanta sorpresa a él como a todos los que estábamos ahí que un tipo que no parecía tener un clavo en la vida, hubiera conocido Madrid.
Y le conté que conocí Vigo, en Galicia, y él que conoció Granada, y luego que, bueno... ¿ya existía el metro cuándo fui yo? jajaja, me reí... está bien que era niña, pero el Metro de Madrid, según yo, es más viejo que el de México, y él: no, pues usted no tendrá más de veinticinco años, y yo, jajajajaja, gracias por la flor: me acaba de alegrar el día.
Mientras la conversación avanzaba, la gente ponía atención pero desviaba la mirada: ¿cómo darle carril a un tipo que parece un loco que se comunica con desconocidos? total que el señor me contó que su familia es Vasca, y que se apellida Siqueiros... ¡¡Y que el señor había hecho toda una investigación del origen de los Siqueiros!!! que sabía de qué rama venía el pintor, que era distinta de la suya... pero entonces llegamos a Bellas Artes.
Hube de despedirme... el confesó que hacía varias estaciones que se tenía que bajar. No se quería ir... pero pues no nos quedó otra que despedirnos...
Luego me bajé, compré mis libros y fui a leer a Searle al cafecito de Gante... ¡ah! pero cómo me hizo reír... es tremendamente irónico... otra historia sería la mía si me lo hubiera encontrado hace doce años... pero bueno: en esta historia me lo encontré hoy (el hubiera no sólo es el verbo del arrepetimiento y la redención, sino la palabra favorita de los metafísicos de hoy en día: more modale)
Después caminé hacia el Zócalo para subirme ahí al metro... pero como mañana es el 99 aniversairo de la Revolución, la estación del metro estaba cerrada. Mientras desandaba el camino, y volvía a repasar en mi cabeza todos los extraordinarios acontecimientos del día de ayer (que fueron muchos: lo que pasa es que unos fueron excesivos), me acordé de una tremenda anécdota de mi niñez.
Tendría yo siete u ocho años. Entonces estudiaba en la maravillosa Escuela Activa de Violeta Selem. Entre mis compañeros había hijos de refugiados Argentinos: era, por decirlo así, una escuela a donde naturalmente caíamos los hijos de izquierdosos que, por alguna razón, no contemplaron el Colegio Madrid como opción. Pero la ideología de la Escuela Activa no es precisamente socialista: es liberal. Liberal hasta el extremo y las úlitmas consecuencias. (píquele al link si se quiere enterar de mi bizarra educación, y ver las pequeñas aulas de ladrillo rojo donde tomé clase... éste es el link...).
La ideología de la Escuela Activa proviene del pedagogo Celestin Freinet. No voy más lejos porque no viene al caso el asunto. El caso es que, si le echan un ojo al librito, se darán cuenta de que uno de los preceptos de la EA es respetar la individualidad del niño, su libertad de expresión y pensamiento, y educarlo moralemente a través de la razón. Quién sabe si funcione o no el asunto, pero ese precepto fue salutífero para mí... porque... la anécdota es la siguiente:
Tenía yo siete u ocho años. Definitivamente era una niña rarita, y los otros niños, en pleno ejercicio de su libertad de elección habían elegido casi unánimamente no hacerse amigos míos. Siempre me pregunté por qué, sin embargo, creo que me acaba de caer el veinte.
Pues resulta que, en el recreo, ponían siempre música: de todo tipo (menos la Marcha de Zacatecas, que cuando entré a la educación pública, hube de aprenderme de memoria). Un día, por alguna razón, la música que pusieron me pareció absolutamente bailable. Y ¡zaz! que me pongo a bailar.
No tenía nada qué hacer: no tenía amigos ni ninguna otra actividad, así que me coloqué en el mero centro del caracol (un juego tipo avión, pero que tiene cuadritos que están formados al modo de un caracol: se juega con tejas -pedazos de papel mojado- y toda la cosa... como el avión). Bueno, el caso es que me abstraí de todo al rededor y me puse a bailar. De pronto abrí los ojos y ¡zaz y recontra zaz!, resulta que había una multitud de niños de todos los grados al rededor mío. Ante tal éxito, pues que me pongo a bailar con más ganas.
(Bien me recordó mi mamá hoy que esa manía de ponerme a bailar y conseguir el mayor público posible es característica mía desde que pude ponerme en pie).
Total que de pronto consideré que mi éxito era tal (yo, ingenua, creía que mi baile era extraordinario: nunca pasó por mi mente que la causa de la atracción era el morbo de que la loca de Paloma estaba bailando en pleno patio escolar), que consideré pedirle a la directora que pusiera otra pieza para que yo pudiera bailar en el estradito de la primaria y que todos mis admiradores pudieran tomar lugar.
Ahora que lo pienso, la reacción de Violeta fue de lo más extraordianario, pero en ese momento me pareció de lo más normal:
Claro Paloma... puedes hacer lo que quieras
Y ¡zaz! que me subo al estradito y me pongo a bailar. Pero los niños, contra mi espectativa, comenzaron a echárseme encima en contra de lo que yo esperaba: que tomaran su lugar y me contemplaran. Literalmente, para mi salvación, sonó la campana, y volvimos a clase.
Y de ese evento no hubo más consecuencia ni más trascendencia que la memoria que guardo de él.
Nadie me mandó llamar para preguntarme lo exótico de mi comportamiento. Nadie me regañó. Nadie mandó llamar a mi mamá para preguntarle por qué estaba tan loca. Pero más aún: evidentemente mi conducta, no sólo era extraña, sino que me ponía en cierto riesgo: convocaba a la desorganización social. Ponía en riesgo la tranquilidad y el orden social de la primaria. Pero a mis maestros no les pareció peligroso en absoluto (o eso creo yo).
Nadie me reprimió. Aunque, definitivamente, ese tipo de conductas dificultaron mi vida social.
Pero como nadie tuvo a bien informarme que ponerse a bailar como loca en medio de la primaria transformaría la concepción que mis compañeros tenían de mi, pues tampoco encontré ninguna razón para tratar de reprimir ciertos impulsos míos en favor de tener amigos.
En mi cabeza, la imagen que uno proyecta a los demás estaba disociada de la amistad o repudio que los demás deben tener con uno. Pero, en general, ese es otro de los preceptos de la EA: ser auténtico es algo que debe apreciarse como el mayor valor, pero eso no le garantiza a uno nada, más que la poseción de uno mismo... me explico:
Sacar dieces era algo que iba en beneficio del alumno: uno no recibía premios por eso, ni medallitas ni aplausos. Incluso entrar en la escolta no era algo que se alcanzara por méritos que otorgara el trascendente mundo magisterial: los mismos alumnos elegían democráticamente a quienes, por los méritos que unos veían en otros, debía formar parte (obviamente el amiguismo le daba en la torre a esos proyectos, aunque hay que reconocer, que por lo regular el grupo escogía a los mejores promedios).
Tampoco, se suponía, el dinero era algo que debía entrar en el valor de unos frente a los otros. Pero también es verdad que mis únicas amigas eran la gorda y la sobrina del conserje. Pero bueno, esos eran los evidentes riesgos del sistema.
También es cierto que muchas veces sobreviví gracias a que la intangible mano trascendente magisterial entraba en mi auxilio: mis dibujos jamás ganaban en los concursos para el periodico mural. Era entonces cuando la maestra, que vió en uno de ellos una idea genial, lo propuso al grupo (y al final lo impuso). Eso me enseñó que el reconocimiento de los otros no es medio para evaluar la calidad de nada de lo que yo hiciera. Así que podía ponerme a dibujar sin preocuparme por los otros.
(Aunque con amargura me acuerdo de cómo destruí un dibujo que hice porque los demás se burlaron de mi. Entonces preferí ocultar o quemar algunas cosas antes de pasar la vergüenza de la burla... claro... ¿eso cómo explicaría que no haya borrado de un jalón UTITADIXERIM después de lo que pasó ayer)...
Segunda anécdota de la que acordé cuando me senté frente al magnífico Bellas Artes.
Durante unos breves años mi mamá sufrió una enfermedad que provocaba, entre sus síntomas, una tremenda paranóia. Ella creía que la casa estaba llena de micrófonos y que todo lo que decíamos lo oían otras personas. ¿Quiénes? sus compañeros de trabajo, los vecinos, los niños de la EA, y que eso explicaba por qué no tenía amigos.
Pero como mi hermana sí tenía muchos amigos e iba en la misma escuela, mis dudas escépticas no tardaron en aflorar.
La enfermedad duró muy pocos años, pero ocurrió justo en la edad en que me formé todas mis certidumbres metafísicas sobre el mundo.
Y yo vivía entre el escepticismo total ante las explicaciones de mi madre de cómo funciona el mundo (acercentada porque mis familiares me decían que aquello eran locuras de mi mamá), y la razonable duda de que mi madre, mi primer y más directo contacto con el mundo, podría no estar del todo equivocada.
(cosa rara: mi mamá es Física. Así que yo fui una niña privilegiada que recibía respuestas certeras cuando preguntaba: ¿por qué el cielo es azul? ¿de qué está compuesta la materia? ¿por qué hay que freir el arroz para que no se haga masudo?... y así)
Así que quizás esa enfermedad me hizo desarrollar mi ser geniomalignesco. Pero también me hizo extraer ciertas consecuencias éticas del perpetuo miedo a que todos los demás siempre nos estén viendo.
Primero: la responsabilidad moral de los que miran en contra de la voluntad del que es mirado, recae en los primeros, independientemente de lo que uno haga en su intimidad (y ese era mi argumento para que mi mamá no se angustiara, pues si la paranóia era llevada al extremo, incluso los pensamientos más íntimos estarían bajo el escrutinio de todos).
Segundo: sea o no voluntaria la mirada a la privacidad, uno no tiene por qué temer que los otros conozcan los pensamientos y hábitos que uno posee. Por ello es muy importante no decir ni en privado lo que uno no va a decir en público. Pero esto más bien exige una fuerte coherencia entre lo que uno piensa de los demás y lo que uno expresa (nótese que la paranóia llevaba incluso al riesgo de que los más íntimos pensamientos estuvieran bajo el escrutinio de los demás). Y por ello, si por alguna razón, uno va a mentir o fingir, debe de antemano aceptar las consecuencias.
Tercero: el juez sobre los pensamientos y hábitos propios debe ser uno mismo. Y uno tiene que ser un juez sólido, capaz de defenderse con suficiente solvencia frente a sí mismo. Sin la primera coherencia interna, no puede alcanzarse ninguna coherencia posterior. Y si ello exige aceptar en uno mismo ciertas incoherencias como irresolubles, así debe un defender sus propias incoherencias ante cualquier otro. Total: el verdadero juez es uno mismo.
(vayan ustedes a saber si lo que tengo de protestante no se lo debo sólo a mi abuelita y a mi educación con los Bautistas, sino a que mi mamá me figuró una especie de Dios-juez-omnividente con su paranóia).
Fíjense nomás: la exhibicionista de la Esponjis nació con la certidumbre de que era vista siempre. Así pues: ¿cómo hacer compatir ese exhibisionismo natural con la certeza de que todos me ven siempre y me juzgan? Pues, supongo, juzgándome yo primero. En fin.
Todo esto venía a cuento, pues, porque mis paseos por las redes sociales y la blogósfera ha dejado sentir, a penas, sus primeras consecuencias sobre mí. Y ciertamente temo: ¿qué va a pasar después?
Pues que pase lo que tenga que pasar: que me he puesto ha bailar como loca, y ahora habrá qué ver cuáles son las consecuencias de ser uno mismo.
la esponja autojustificativa
PD: NÓTESE que ví muchas caricaturas japonesas de niña: pero no Dragon Ball Z sino más bien Candy Candy... y la mitad de lo que aparece aquí son figuraciones tenelovelero-azotadas literarias... ¡digo! ¡que he tomado prestadas los fantasmas que andan por mi cabeza, y con mi imaginación he creado ficciones verdaderas, y verdades de ficción... en fin... a ver qué pasa.
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