
TREN
Ocho años son muchos. Cuando dije la palabra 'novio' no provoqué el mismo rostro en mis analistas que la palabra 'ocho'. Ocho años.
Hay intensidades más intensas en menos tiempo. Hay matrimonios que detrás de sí dejan hijos, propiedades, largos divorcios y, sobre todo, veinte, treinta años.
Estos, vistos desde esa perspectiva, son sólo ocho años. Y si ahora puedo recordar a Aurora sin hundirme en las lágrimas de la desesperación, y volver a recibir a Miguel con gusto y nostalgia, eso significa que esos ocho años en algún momento se volverán inocuos.
Porque no se trata de la cantidad de memorias ni de lo invertido en ocho años. Se trata, el dolor de ahora, de la longitud y velocidad del tren: es un asunto de inercia. El tren lleva una velocidad terrible. Es el ímpetu: la masa y la velocidad. De ahí el poder del golpe... los golpes...
Por ahora no se trata de averiguar nada. He superado duelos mayores. La cosa, ahora, es detener el tren. La fricción hiere la carne, abre surcos, mana la sangre. Hay que encontrar el modo de detener el tren, el aceite para que no genere llagas pero que sea lo suficientemente viscoso para que apresure el frenado.
PELÍCULA
Hoy Ely y yo fuimos al cine. Vimos "El discurso del Rey". ¡Extraordinaria película! Casi perdimos la función por meternos a averiguar si hay tal cosa como meta-ética en Aristóteles o no. Yo decía: ¡no! esas categorías no funcionan. Mejor 'antropología'. Luego ya entendí su punto, pero resulta que la película había empezado hacía 5 minutos.
De salida fuimos a que ella recargara su teléfono, lo cuál salió dificilísimo porque el cajero del Sangrons se puso, primero baboso (y se equivocó de número) y luego sangrón y nos hizo perder media hora.
Al salir, nos pusimos a hablar de nuestras telenovelas favoritas... ejem... Elízabeth y yo no vemos la tele, así que es obvio quienes eran nuestros personajes. Que si uno es más tímido que el otro, pero que el otro es más inseguro, que si es verdad o no que el más fornido es más sexi que el otro, que si es más sexi el que nos mira de a, b, c o hasta d manera que el que nomás no mira (¡pero a mi siempre me ve a los ojos! ¡te saco la lengua porque a ti no te miró!) Que, al final, todo nomás es pura telenovela. Hubimos de explicarle al taxista que aquello era el guión de nuestra próxima telenovela. Porque no nos hubiera creído que aquello nomás lo veíamos. Armábamos a nuestros personajes.
Eso sí nos quedó claro a las dos: extrañamos a nuestro primer amor-platónico. Demasiado.
Algo sí que me quedó claro: cuando regrese tendré que hacer gran esfuerzo de voluntad por no lanzarme a sus brazos y gritarle ¡te extrañé demasiado!
Y Dios no quiera que se me salga hablarle de tú y decirle ¡Valerio! ¿Donde habías estado?
OCHO
La pequeña Reina Elizabeth es una niña a quién su padre tartamudo cuenta cuentos antes de que se vaya a dormir. Una especie de enamoramiento tipo Yoko Ono por parte de su tío, la pone en la línea número uno de sucesión del trono. Sale con los dientes medio chuecos: buena caracterización.
Su padre tiene un conflicto personal: no puede leer nada de corrido. Su pequeña tragedia va de la mano con la mayúscula tragedia de la segunda guerra mundial: tiene que leer un discurso justo en el momento en que inicia la guerra. Obviamente Churchill es el mero mero: en la película casi pareciera como si el emocionado por conocer al otro fuera el Rey a Churchill. Queda claro que, a los ojos de la historia, así debió de haber sido.
Ocho años son muchas memorias, esperanzas, llagas... ocho años son la cuarta parte de mi vida. Pero es mera inercia. Tengo ganas, otra vez, de hacerlo añicos. Los pensamientos se atropellan entre sí. Basta un instante de silencio para que un tropel de años arrollen a mi mente. Y entonces Elízabeth se da cuenta y me platica de Aristóteles, del Rey tartamudo, de los vecinos que, al lado, hacen un ruido infernal... y entonces me dice que el Lobito dijo que yo quería hacer una tesis de doctorado, y que no se trata de eso y que...
¡¡¿¿Que les dijo qué??!!!
¡Eso! Que el problema es que quieres meter demasiado en la tesis y que él dice que te esperes al doctorado y que...
¡¡Repítelo!! ¡¡Repítelo de nuevo!! ¡Por favor! ¡Quiero oírlo de nuevo!
Y Elízabeth me complace y me lo cuenta cuantas veces se lo pido.
Al fin y al cabo, fueron ocho años de tratar de construir. Y para Daniel fueron ocho años de resistir. Y, al irse, no se llevó ni mi palacio ni mi nación. Ni mis libros ni mis pensamientos. Ni mis palabras ni mis ideas. Se llevó el hediondo cadáver de su máscara que, quizás era verdad, sólo era parte de la decoración de mi palacio.
Duele por la inercia de tantos años. (Porque soy una necia, porque soy una necia, porque soy una necia... y porque la necedad no bastó. Duele porque él se fue reclamándome que lo hice sentir poca cosa. Y quizás es verdad: porque para mi ya era muy poquita cosa.
El único poder que le quedaba era irse. Demostrarse a sí mismo que podía volver a cogerse a otra, que no era yo la única que podría cogerse.
Y él quería alegrarse de mi felicidad, de que yo corriera con la misma suerte, y le creo cuando dice que me aprecia -aunque diga "te amo" y mejor ya no prefiero extraer conclusiones de su estúpido uso de la palabra-.
Y entonces recuerdo al Daniel que era mucha cosa y que me impresionó y que me enseñó, y que era generoso con su tiempo y con su espacio.
La siquiatra se sorprendió cuándo le expliqué que en la prepa había sacado 9.4 de promedio. Yo me sorprendí, no de que se sorprendiera (me ofendí un poco, eso sí), sino de la poca importancia que le di a aquello. Más bien me sentía culpable por no haber estudiado medicina o una carrera harto difícil... sino Filosofía.
Daniel me encontró como una Esponjita desmoronada. Y fue su hermosa máscara y su alegría lo que me reconstituyó. Y si mi promedio y tesis de licenciatura fueron muy poca cosa, puedo contar alegremente de mi 9.8 de promedio en la maestría, y de una tesis a la que el Asesor tiene que atemperarle las pretensiones -pero de la que nada puede presumirse hasta que pueda terminar el capítulo, con su artículo en alemán, y sus Speculi Animati-
Y tengo que acordarme de todo eso. Porque entonces me acuerdo de que esa Paloma a la que ahora Daniel le tiene tanto miedo, fue, en parte, creación de él. Como motor inmóvil obró sobre mi, permitió que me reconstituyera: yo, la que ya era.
Y poco a poco Daniel dejó de ser la entelequia a perseguir y se transformó en un mueble más de mi vida -y alguna vez fue la solución a mi vida... y hasta eso debo agradecerle: no haberse dejado-.
Y ahora se fue, derrotado, hecho trizas. Y me dejó rica, enorme, llena de bienes espirituales y materiales; y una maldita enfermedad mental. Pero, seamos honestos: para toda enfermedad hay un remedio. Queda el temperamento que me constituye. Y si pudo reconstituirse por haberse enamorado de una máscara ¡bendita sea esa máscara! y mi misericordia al portador de ella, porque la máscara lo aplastó, al final.
Volverá a resurgir, como su amado Fénix, de las cenizas. ¿Será gracias al coño de su morena, la de los chaneques? ¡Que así sea! Y pronto, más temprano que tarde, la inercia del dolor pasará, y entonces podré perdonarle no haber sido aquél de quién me enamoré. Haber sido una flatus vocis. Y quizás él hasta la esencia recupere a fuerza de horadar la garganta de su morena, y logre lo único que ha deseado toda la vida: reconocimiento)
Y mientras tanto, Elízabeth vendrá a mi rescate y accederá a que platiquemos de Valerio y el Lobo, y Aristóteles y la Ciencia; y de Elizabeth, Regina...
Estos, vistos desde esa perspectiva, son sólo ocho años. Y si ahora puedo recordar a Aurora sin hundirme en las lágrimas de la desesperación, y volver a recibir a Miguel con gusto y nostalgia, eso significa que esos ocho años en algún momento se volverán inocuos.
Porque no se trata de la cantidad de memorias ni de lo invertido en ocho años. Se trata, el dolor de ahora, de la longitud y velocidad del tren: es un asunto de inercia. El tren lleva una velocidad terrible. Es el ímpetu: la masa y la velocidad. De ahí el poder del golpe... los golpes...
Por ahora no se trata de averiguar nada. He superado duelos mayores. La cosa, ahora, es detener el tren. La fricción hiere la carne, abre surcos, mana la sangre. Hay que encontrar el modo de detener el tren, el aceite para que no genere llagas pero que sea lo suficientemente viscoso para que apresure el frenado.
PELÍCULA
Hoy Ely y yo fuimos al cine. Vimos "El discurso del Rey". ¡Extraordinaria película! Casi perdimos la función por meternos a averiguar si hay tal cosa como meta-ética en Aristóteles o no. Yo decía: ¡no! esas categorías no funcionan. Mejor 'antropología'. Luego ya entendí su punto, pero resulta que la película había empezado hacía 5 minutos.
De salida fuimos a que ella recargara su teléfono, lo cuál salió dificilísimo porque el cajero del Sangrons se puso, primero baboso (y se equivocó de número) y luego sangrón y nos hizo perder media hora.
Al salir, nos pusimos a hablar de nuestras telenovelas favoritas... ejem... Elízabeth y yo no vemos la tele, así que es obvio quienes eran nuestros personajes. Que si uno es más tímido que el otro, pero que el otro es más inseguro, que si es verdad o no que el más fornido es más sexi que el otro, que si es más sexi el que nos mira de a, b, c o hasta d manera que el que nomás no mira (¡pero a mi siempre me ve a los ojos! ¡te saco la lengua porque a ti no te miró!) Que, al final, todo nomás es pura telenovela. Hubimos de explicarle al taxista que aquello era el guión de nuestra próxima telenovela. Porque no nos hubiera creído que aquello nomás lo veíamos. Armábamos a nuestros personajes.
Eso sí nos quedó claro a las dos: extrañamos a nuestro primer amor-platónico. Demasiado.
Algo sí que me quedó claro: cuando regrese tendré que hacer gran esfuerzo de voluntad por no lanzarme a sus brazos y gritarle ¡te extrañé demasiado!
Y Dios no quiera que se me salga hablarle de tú y decirle ¡Valerio! ¿Donde habías estado?
OCHO
La pequeña Reina Elizabeth es una niña a quién su padre tartamudo cuenta cuentos antes de que se vaya a dormir. Una especie de enamoramiento tipo Yoko Ono por parte de su tío, la pone en la línea número uno de sucesión del trono. Sale con los dientes medio chuecos: buena caracterización.
Su padre tiene un conflicto personal: no puede leer nada de corrido. Su pequeña tragedia va de la mano con la mayúscula tragedia de la segunda guerra mundial: tiene que leer un discurso justo en el momento en que inicia la guerra. Obviamente Churchill es el mero mero: en la película casi pareciera como si el emocionado por conocer al otro fuera el Rey a Churchill. Queda claro que, a los ojos de la historia, así debió de haber sido.
Ocho años son muchas memorias, esperanzas, llagas... ocho años son la cuarta parte de mi vida. Pero es mera inercia. Tengo ganas, otra vez, de hacerlo añicos. Los pensamientos se atropellan entre sí. Basta un instante de silencio para que un tropel de años arrollen a mi mente. Y entonces Elízabeth se da cuenta y me platica de Aristóteles, del Rey tartamudo, de los vecinos que, al lado, hacen un ruido infernal... y entonces me dice que el Lobito dijo que yo quería hacer una tesis de doctorado, y que no se trata de eso y que...
¡¡¿¿Que les dijo qué??!!!
¡Eso! Que el problema es que quieres meter demasiado en la tesis y que él dice que te esperes al doctorado y que...
¡¡Repítelo!! ¡¡Repítelo de nuevo!! ¡Por favor! ¡Quiero oírlo de nuevo!
Y Elízabeth me complace y me lo cuenta cuantas veces se lo pido.
Al fin y al cabo, fueron ocho años de tratar de construir. Y para Daniel fueron ocho años de resistir. Y, al irse, no se llevó ni mi palacio ni mi nación. Ni mis libros ni mis pensamientos. Ni mis palabras ni mis ideas. Se llevó el hediondo cadáver de su máscara que, quizás era verdad, sólo era parte de la decoración de mi palacio.
Duele por la inercia de tantos años. (Porque soy una necia, porque soy una necia, porque soy una necia... y porque la necedad no bastó. Duele porque él se fue reclamándome que lo hice sentir poca cosa. Y quizás es verdad: porque para mi ya era muy poquita cosa.
El único poder que le quedaba era irse. Demostrarse a sí mismo que podía volver a cogerse a otra, que no era yo la única que podría cogerse.
Y él quería alegrarse de mi felicidad, de que yo corriera con la misma suerte, y le creo cuando dice que me aprecia -aunque diga "te amo" y mejor ya no prefiero extraer conclusiones de su estúpido uso de la palabra-.
Y entonces recuerdo al Daniel que era mucha cosa y que me impresionó y que me enseñó, y que era generoso con su tiempo y con su espacio.
La siquiatra se sorprendió cuándo le expliqué que en la prepa había sacado 9.4 de promedio. Yo me sorprendí, no de que se sorprendiera (me ofendí un poco, eso sí), sino de la poca importancia que le di a aquello. Más bien me sentía culpable por no haber estudiado medicina o una carrera harto difícil... sino Filosofía.
Daniel me encontró como una Esponjita desmoronada. Y fue su hermosa máscara y su alegría lo que me reconstituyó. Y si mi promedio y tesis de licenciatura fueron muy poca cosa, puedo contar alegremente de mi 9.8 de promedio en la maestría, y de una tesis a la que el Asesor tiene que atemperarle las pretensiones -pero de la que nada puede presumirse hasta que pueda terminar el capítulo, con su artículo en alemán, y sus Speculi Animati-
Y tengo que acordarme de todo eso. Porque entonces me acuerdo de que esa Paloma a la que ahora Daniel le tiene tanto miedo, fue, en parte, creación de él. Como motor inmóvil obró sobre mi, permitió que me reconstituyera: yo, la que ya era.
Y poco a poco Daniel dejó de ser la entelequia a perseguir y se transformó en un mueble más de mi vida -y alguna vez fue la solución a mi vida... y hasta eso debo agradecerle: no haberse dejado-.
Y ahora se fue, derrotado, hecho trizas. Y me dejó rica, enorme, llena de bienes espirituales y materiales; y una maldita enfermedad mental. Pero, seamos honestos: para toda enfermedad hay un remedio. Queda el temperamento que me constituye. Y si pudo reconstituirse por haberse enamorado de una máscara ¡bendita sea esa máscara! y mi misericordia al portador de ella, porque la máscara lo aplastó, al final.
Volverá a resurgir, como su amado Fénix, de las cenizas. ¿Será gracias al coño de su morena, la de los chaneques? ¡Que así sea! Y pronto, más temprano que tarde, la inercia del dolor pasará, y entonces podré perdonarle no haber sido aquél de quién me enamoré. Haber sido una flatus vocis. Y quizás él hasta la esencia recupere a fuerza de horadar la garganta de su morena, y logre lo único que ha deseado toda la vida: reconocimiento)
Y mientras tanto, Elízabeth vendrá a mi rescate y accederá a que platiquemos de Valerio y el Lobo, y Aristóteles y la Ciencia; y de Elizabeth, Regina...
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