23 agosto 2014

De ojos e inexpugnables torres

Hubo una vez en la que todo fue nuevo. Por ejemplo, la primera vez cuando que se vieron. No me los puedo imaginar, me cuesta trabajo. Eran tan jóvenes. En esos tiempos yo andaba de pantalón de mezclilla y playeras... bueno, ok: ando todavía igual pero en aquellos tiempos no le hacía dobladillo a los pantalones y, siendo yo tan bajita, siempre los andaba pisando y los traía destrozados, y la maestra de griego me regañaba por tan esforzado ímpetu por parecer clochard. Tuve que encontrarme a Cortazar y enterarme de las desventuras de la Maga para descubrir que Julieta Margarita me había dicho teporocha, pero en francés. 

Y esos eran los años en los que para mi todo era nuevo: no distinguía la csí mayúscula de la zeta minúscula y la existencia de los acusativos se me hacía el gran descubrimiento del siglo. Caminaba en Las Islas contando mis pasos en eins, zwei, drei, vier, fünf, sechs, sieben, acht, neun, zehn, y poniendo acusativos en griego y alemán. 

Entonces seguramente iba tan concentrada en no embarrarme de lodo los pedazos de pantalón que solía arrastrar detrás de mi, que nunca lo vi cruzar los pasillos de la facultad. Iba siempre mirando al piso: al empedrado de la entrada que ya me había costado tres torceduras de tobillo, a los libros viejos donde la Ciencia de la Lógica siempre superaba con creces mi presupuesto, y mi ingenua persecución de apellidos alemanes creyendo que ahí se hallaría la metafísica. 

Durante esos largos días, cuando por primera vez me atreví a comprar un cigarro, la carrera de Filosofía me parecía una broma de mal gusto. Lo único que se parecía a mi idea de aprender algo era lógica, pero al igual que me pasaba con matemáticas, jamás entendí muy bien como para qué servía, más allá de un juego ingenioso que me traía abstraída durante horas. Así andaba, mirando al piso, invisible, pequeñita y distraída. Y seguramente me lo topé más de una vez a la entrada de la Facultad. Si yo no lo vi jamás, mucho menos él. Es que él es muy alto, y lo único que era capaz de llamar su atención eran cosas altas... así como ella. Digo, me imagino que así fue. 

Me imagino que así fue porque, muchísimos años después, la conocí a ella y me contó cómo fue cuando lo vio por primera vez: altivo, altísimo, elegante y caballeroso. Y jovencísimo pienso yo, mientras trato de imaginármelo contra el verdísimo pasto que, muchos años después, conocí y crucé y donde me perdí, y donde me encontré, pero jamás con él. 

¿Fue ella o fue él? ¿Quién llamó a quién? Él andaba perdido en aquellos verdes pastos y edificios de ex-hacienda y la vio a ella. Él, dice, ya no se acuerda, pero ella recuerda con lujo de detalles la pregunta y las indicaciones que le dio para que diera con el salón tan perseguido. Luego lo volvió a ver algunos años después y unieron sus destinos de esas maneras incómodas cuando uno encuentra demasiado tarde al propio demiurgo. 

Él solía abrir un abismo entre él y la belleza. Y lo digo por ella, evidentemente, que jamás tiene plena consciencia de lo absolutamente hermosa que es. El otro día en Coyoacán un vagabundo nos explicó que él estaba mal de la cabeza y luego, mirándome, nos explicó qué era el mimetismo. Ante mi mirada de so what? me pidió permiso para quedársele viendo a los ojos verdes a ver si él se transformaba en ella. Y yo lo corrí. Pero supongo que esos enormes ojos verdes no sólo son capaces de producir el deseo de mimetismo de un loco en Coyoacán sino a cualquiera que tenga ojos... especialmente enormes ojos castaños y redondos. 

La cosa es que, por más que lo intento, no puedo imaginar del todo el cómo se vieron por primera vez. Yo sí me acuerdo de la primera vez que lo vi, y de la primera vez que la vi. A ella le tuve horripilantes celos porque le hacía mucha fiesta al coscolino de mi novio. De él, no me cabía en la cabeza que quisiera explicar los argumentos detrás de un mito. ¡De un mito! ¡Eso me parecía el colmo! ¡ahora resulta que los mitos tienen argumentos! ¡qué indignación!. Pero en ese tiempo, cuando llevaba un semestre de árabe y cuatro de hebreo, la conferencia que me interesaba era la del Liber de pomo donde el que se toma la cicuta es Aristóteles. ¿Quién, en el redondo mundo, me iba a explicar que los estaba viendo por primera vez? ¿Quién, que sus nombres me seguirían los pasos durante tantísimos años? ¿Quién, que todo lo que sería en los años posteriores no sería sino un chorreadero de tinta por el de los grandes y redondos ojos? 

Me conmueve todo él. Me conmueve la muy secreta veneración que siente por ella. Me conmueve el esfuerzo, meticuloso y delicado, por ir poniendo puentes sobre el abismo, el foso lleno de cocodrilos que lo circunda. Me conmueve el torreón inmenso tras del cuál domina y ordena al mundo, y la pequeña habitación donde habita. Me conmueve como lanza el enorme portón-puente cuando ella anda cerca, y lo llena de flores y festejos para que se acerque... y ella hace como que sí entra y luego sale corriendo. Pero ¿quién puede culparla a ella?

No puedo imaginarme la primera vez que se vieron pero ¡Oh, por Dios que jamás olvidaré la primera vez que los vi juntos! Fue ese día memorable de mi examen. Entonces él se despidió de beso en la mejilla de ella. Y ella, en cuanto él salió, se deshizo en llanto. Pasaron muchos años para que me explicara lo sucedido: fue la primera vez que él se acercó a ella. Y ella se conmovió hasta las lágrimas. Unas cuantas semanas después, a lo caso unos meses, descubriría yo en carne propia el poder de conmoción de esa enorme mole de hombre sobre cualquiera que tenga un par de ojos: sean enormes y magnéticos ojos verdes, o sean estos miopes cuya luz –en los más oscuros momentos– se mantuvo viva por su mera existencia. 

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