18 diciembre 2014

Libros

Me la paso hablando de libros. No es que siempre los lea, a veces sí, a veces no. A veces pienso mucho en un libro que quiero leer. Hasta lo compro. Hasta le pongo nombre al gato a causa de ese libro... pero no he podido leerlo. Lo comencé varias veces y luego entre la primera vez y la segunda, resulta que el libro decía cosas totalmente diferentes. No fuera ser el libro de arena, ¡santo cielo!, o el libro con el Aurín, de tintas de colores diferentes (verde, rojo, verde, rojo), cambiante. 

Sí, sí, los libros sí cambian, pero no así como el libro que mientras lo lees comienza a gritarte tus secretos. Así, literalmente, no como metáfora. No como cosa freudiana. Así, mágicamente. ¡Qué importa cómo! los libros no se comportan así. 

Vengo de una casa donde la incontinencia se manifestaba en la compra de libros. Libros baratos, libros caros pero no tanto, libros con boletos de tranvía o tréboles petrificados entre sus páginas. Libros con la primorosa letra de mi madre firmándolos. ¡Ay si mi letra no fuera tan fea! tan dañada por la nueva escritura que nos enseñaron a mis primos y a mí. Mis primos grandes ya no escribían primorosamente como mi mamá y mi abuelita. Mi papá nunca ha escrito primorosamente: para niños como él, se inventó la letra script

Así que cuando les hablaba de los libros a ellos dos (¿quienes ellos? Ellos: ellos dos, los católicos, ellos), no daba crédito a lo que mis oídos escuchaban. Uno decía que leer novelas era perder el tiempo. La otra, que cómo alguien puede disfrutar leyendo, que cómo puede ser algo que se haga no por disciplina. Luego que los conocí más, resulta que sí les gustaban los libros, o mejor dicho, las novelas. Resultó que habían leído a Hesse o Las batallas en el desierto. Ambos leyeron Las batallas en el desierto. Yo no. Supongo que en ese momento debí saber que pertenecemos a mundos diferentes, que por más que los haya amado a ambos, jamás me podrían ellos amar a mí.

Les enseñé a leer. O al menos eso creí en mi inmensa ingenuidad. Cuando nos separamos, tuve que volver a comprar La montaña mágica de Thomas Mann. Sigo sin terminar de leerla. Abrigo la esperanza de leerla en alemán algún día lejano. Pero es un libro que me da miedo. Hay una estudiante de filosofía que ha sido compañera de varias generaciones. Cuando entré a la licenciatura ella ya era artículo 19. Como Mummra el inmortal, hace poco la encontré en una clase de Literatura griega. Su tesis sigue siendo la misma: La montaña mágica de Mann. ¿Y si me enfermo de aquello, sea lo cuál de lo que esté ella enferma? Es un libro que me da mucho miedo. 

Ambos, en momentos diferentes de mi vida, me dijeron que no les gustaban las novelas. Y luego, como terrible secreto develado, descubrí que sí leen. O que sí habían leído. Como secreto vergonzante, me lo confesaron sin más. 

Cuando era niña, mi tía publicó un libro. Fuimos a su casa para festejar la publicación. Mi mamá bebió tanto vino que tuvo que irse a encerrar al cuarto de mi tía porque se quedó dormida. Luego, el estómago se le descompuso y juró no volver a tomar. Yo me quedé entre puro adulto extraño que fumaba, que hablaba de cosas ininteligibles. Y me acerqué a mi tía y le pregunté de qué se trataba su libro. No tenía dibujos pero eso no fue lo que más me extrañó de ese extraño libro que había escrito. Sé que los libros no tiene dibujos, no los grandes libros. O sí, algunos tienen grabados, como La divina comedia, o la Biblia misma. Pero ese libro que ella había escrito ¡no tenía una historia! No era un cuento, no era una novela. ¿Entonces no eres escritora? le pregunté. Se rió. Ella es economista y su libro era sobre el campo y la economía del campo, pero no tenía trama, nudo y desenlace. ¿Qué clase de cuadernillo podía ser ese, al que le llamaban libro y no contaba una historia? 

Pero lo peor para mi fue descubrir que los libros que cuentan historias, además, deben decir algo profundo. Deben tener mensaje. Y todo lo que yo escribía eran historias anecdóticas. O cuentos de fantasía o cosas que le pasaban a personajes afortunados que cruzaban el arcoiris. Pero no enseñaban nada, no tenían moraleja, no eran alegoría de alguna otra cosa más verdadera. Me entristecí mucho ¿cómo era posible que, por más que me apretara la sesera, no consiguiera decir algo profundo al escribir? No, no podría ser escritora, jamás. No había ninguna verdad detrás de mis historias. 

Y entonces estudié algo muy, muy profundo. Filosofía. Si alguien me iba a enseñar a escribir algo profundo, era la filosofía. Pero qué ingenuidad la mía... la filosofía no tenía nada qué ver con escribir historias, ni cuentos, ni poemas. Se trataba de la verdad. En todo caso, podrían narrarse los viajes a las profundas selvas de la verdad. Pero de nuevo: no se trataba de revelar las profundidades a través de un cuento. Eso sólo Platón. Eso sólo Agustín. Lo más que podía hacer era narrar el viaje, sin moralejas. En la búsqueda no hay moraleja. 

Entonces conocí a Borges. ¡Anda! pensé, ¡anda!, eso es escribir un cuento sobre la filosofía. No se trataba de revelar verdades sino de armar cuentos con las experiencias obtenidas en el viaje. 

Entonces me enamoré. Y me dediqué a narrar al objeto de mi amor. Lo poeticé, lo pneumaticé, lo hice personaje de plastilina, le escribí dolorosas e incendiadas cartas de amor. Y luego comencé a leer los libros que le gustaban: se me figuraba un modo de tocar lo que con sus ojos él tocaba. Algo así como si le tocara el alma. De ese amor, la alegoría tenía que ser una biblioteca. 

Cuando él se fue, él, no al que amaba a través de los libros sino el que vivía en mi casa, el católico, el que no leía novelas y se llevó de mi casa mi volumen de La montaña mágica, tuve que suplir poco a poco los huecos que dejó en mi vientre y mi tórax. Ayer compré, al fin, la edición aquella de la Biblia Hebraica Stuttgartensia. Y la coloqué en el hueco que le correspondía en el librero, el hueco que quedó cuando él se llevó aquél precioso libro que es incapaz de leer porque no sabe hebreo. Pude leer los primeros versículos del Génesis, todavía me acuerdo. 

Ella no se ha ido pero descubrí que nunca estuvo, nunca estuvo donde creí haberla colocado. Ella pronto se irá, porque jamás se enteró de que la traté de acomodar en el hueco que él dejó en el libero. ¿Cómo iba a saberlo? Ni yo me había enterado de eso. Pero ahí estaba, como un volumen gordo de mil quinientas páginas y folio completo, en un huequesito dónde sólo caben varones amantes y maridos. Ella se irá, inasible, increíble. Ella que jamás me devolverá el libro que le presté, porque seguro ya olvidó su existencia. 

Qué historia tan extraña la mía. Ni que yo leyera tanto. En realidad leo bastante poco. Pero cuando aquél del que me enamoré me cuenta de un libro, ahí voy yo, lo abro y lo consumo despasito y paladeándolo poco a poco, y dejo limpio cada huesito. Cuando leo lo que leyó mi madre, siento como si hubiera viajado a las ciudades donde nací y donde jamás había estado. Y muy a veces, leo libros que me llaman la atención por el color de la portada, por el título absurdo, porque todavía me alcanza para comprarlos. Libros por accidente, como decirle hola a un desconocido. Y los abro y ahí estoy yo. O están todos ustedes, bordados y descritos ahí. 

Libros tontos, libros sin pretensiones. Libros infantiles o para adolescentes. Libros desgarradores y casi pornográficos. Libros que sirven para llenar de epígrafes un texto sobre filosofía. Libros con los que acabo de construir una pequeña cómoda, junto a mi cama, para poner otros libros, y los anteojos. 

3 comentarios:

Nobux dijo...

Ella de ojos grandes, profundos, …
De jovencita empezó a escribir y a leer poesía ( me gusta pensar que es en ese orden ), ... a ser solitaria y a fumar mucho, ... entró a la facultad, donde dejó de ser tan solitaria,... es interesante saber que cambio su nombre de Flora a Alejandra, apunta a ese ser valeroso que se odia así mismo y cambia, ... su tiempo fue uno en el que tomó clases con Borges, … también inició sus proezas como la de derrotar al psicoanálisis con su miedo, ... se fue a París, donde conoció a su amigo que la describió como Maga, antes de saberla, ... pienso ahora en ella y supongo que me alcanza siempre el silencio, que se revela para decir más de ella, ... “la rebelión es mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”,... se me pulveriza el alma lo se, al verla, y saber que ... Camina silenciosa hacia la profundidad, la hija de los reyes
Para Esponjita

Idalia dijo...

Esponjita hermosa, los libros que dejan hueco nunca se van, siempre queda la sombra de su ausencia. Besos.

Anónimo dijo...

good books