10 marzo 2015

¿Te la comes?


Mi mente es como un lago. Y cuando cae la idea, cae como una piedra que rompe el espejo y resquebraja el reflejo de la realidad. A veces la piedra es pequeñita y sólo produce ondas. Entonces me dejo llevar contenta sobre las crestas de sus olas: pienso en que saco en el último momento a Ofelia del lúgubre río de las compadecidas y solidarias lágrimas vertidas durante centurias. Y le ayudo a mentarle la madre a Hamlet y como enfurecida feminista, se empodera y le pinta dedo al trágico príncipe en su carota.

A veces cae una piedra más grande, desde más alto y mucho más acelerada. Entonces las olas me arrastran un poco más. Voy y me escabullo en la habitación de los amantes y, cuando al fin están distraídos, levanto las sábanas. Los destapo violentamente, les arranco la piel del pecho y me meto en las honduras de sus corazones. Y me paseo por sus razones y camino entre las chispas y corrientes eléctricas de la punzada de sus deseos. Y cavilo sobre cómo será que muerde a los varones el deseo, y trato de encontrar símiles para hacerme una idea de qué arrastra violentamente sus ojos hacia los escotes y las nalgas.

Y todo eso es normal, dirán ustedes, y ¿quién no lo ha hecho? y aunque mientras voy encarrilada tratando de imaginar la vida de esos otros de papel no hago caso de otra cosa, basta que el mundo cotidiano toque a la puerta para que salga de mi ensueño. La locura comienza después, cuando la piedra cae con suficiente rapidez para abrir un boquete en el fondo de mi mente, y generar un torbellino, un vórtice que todo lo succiona y borra la realidad y lo confunde todo. 

Una frase basta y el tono en que se pronuncia un nombre. Después unes eso con el recuerdo de otra frase a medias de otra persona. Y no puedes evitarlo –porque estás loca– y saltándote demasiados pasos, haces una inferencia. Pero ¿quién no hace inferencias de ese tipo? Pero las descartamos inmediatamente porque conocemos la diferencia entre lo necesario y lo suficiente. Ella dijo algo hace meses. Él pronuncia su nombre de una manera extraña. Abres los ojos desmesurados y te tapas la boca. Y luego, si fueras una persona normal, abandonarías la idea por ridícula e injustificada.

Pero la idea no te abandona, y comienza a engordar como garrapata pegada a tu cerebro. Ella es Ofelia y él el imbécil de Hamlet. Y deberías parar ahí, porque no se trata de personajes de papel con los cuales puedes hacer barquitos y mariposas, sino personas... ¡ah! ¡he ahí el problema! Son PERSONAS. Tienen larguísimos rostros que te hablan. Sus bocas diminutas te sonríen. Sus manos de muñeca te señalan. Sus voces definidas te interpelan. Y se te ocurre que, sin querer, has descubierto el secreto de sus sábanas, de sus razones, y del impulso eléctrico que los recorrió alguna vez. Y te crees partícipe de ese milagro de carne y hueso, y encarnado en sus carnes que crees tener al alcance de la mano.

(Hueca has de estar, frígida te dejó el congelador donde decidiste depositar tu vida. Te acercas a ellos como a una estufa calientita e, imprudente, acercas las manos demasiado por si ocurriera que te comunicaran su calor).

Entonces llega el vórtice de la obsesión. Y enloquecida vas a recabar datos y juntar pistas para reconstruir su historia. ¡Tan fácil que sería preguntarles! Pero tan loca no has de estar que te previenes del gran peligro: que esas personas no sean tus personajes. Que ella no sea Ofelia, y él no sea el deschavetado Hamlet. La ficción de Ofelia encarna en la opaca corporeidad de ella, y entonces te pones a tomar decisiones de cómo vas a intervenir en sus vidas. ¡Es imperioso vengar a Ofelia! ¡Es imperioso desfaçer el entuerto!

La miras, y la observas, y la contemplas, y le interpretas hasta el más mínimo gesto; porque te crees un sol de tal cualidad de luminiscencia, que crees penetrar la opacidad de sus carnes, y quieres radiografiarla y hacer diagramas de su deseo; analizar la composición de las lágrimas que derramó iracunda o acongojada... o hacerte del regusto que le queda cuando un aroma se lo evoca. Pero no puedes...

...y entonces te presentas, sin avisar, en su recámara, y le arrancas las sábanas y las ropas, y contemplas a la aterrorizada Ofelia. Si no ¿cómo saber que realmente es ella? Y, a pesar de sus gritos, procedes a abrirla en canal para mirar lo más cerquita posible el cómo late su corazón. Y abres su vientre de un tajo para medir los impulsos eléctricos que la recorrieron cuando él la besó –si es que la besó–, cuando él le tomó la mano –si es que le tomó la mano–, cuando él, por primera vez, la miró –si es que, acaso, en algún momento, la miró.

Pero no te quedas con Ofelia sino con un amasijo de sangre. Y despiertas del delirio y te das cuenta de que esos intestinos nos podrían ser los de la trágica Ofelia, y que el enloquecido de Hamlet no es tal, y sus manos de muñeca, iracundas, te señalarán cuando el mundo te persiga gritándote ¡loca, loca, loca! ¿en tu delirio cuánto daño has hecho?

Te quedarás quietecita, en el piso de su habitación, esperando a que vengan por ti. Más te hubiera valido comértela, te dice la lucidez que ha vuelto... bueno, ¿y si te la comes?


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