18 mayo 2015

Los maestros alemanes

I

Hay una novela muy famosa llamada Un alemán en bicicleta que leía novelas rusas. ¿Han escuchado de ella? Seguramente no, a menos que lean esto dentro de unos diez o quince años, cuando al fin me atreva a escribirla, porque, verán ustedes, la idea no es mía, sino que se trata de la vida de un amigo, quien resulta ser alemán, resulta que andaba en bicicleta y resulta sobre todo, que lee novelas rusas. O sea, no es que quiera escribir su biografía, que para eso supongo que él sería mucho más hábil que yo. Sólo quisiera que me prestara dos o tres anécdotas suyas para construir un personaje. Un verdadero personaje, es decir, una absoluta y grandiosa ficción. Un personaje que, casualmente como él, sea alemán, ande en bicicleta y lea novelas rusas. O a lo mejor sí quiero hablar de él. Pero más bien quiero hablar con él porque, como me ha solido ocurrir con los alemanes, sus risas traen siempre impregnadas un no sé qué de melancolía. 


II

Y hablando de alemanes: de todos mis amigos sólo hay uno que no tiene homesick porque resulta ser, además de alemán, mexicano. Me acordé mucho de él el 15 de mayo, porque se trata de R. H. quién fue mi asesor de licenciatura, a quien jamás le he escuchado una palabra de alemán, y cuya barba es icónica en la Facultad de Filosofía y Letras. Recuerdo que me inscribí en su clase porque mi dañada Zweckrationalität supuso que el mejor maestro de metafísica tenía que tener apellido alemán. Y aunque yo no hablaba ni pizca (y creía que kaput era palabra rusa) siempre que veía dobles consonantes o diéresis esparcidas por el nombre, aquello me sonaba a profundamente metafísico. De la metafísica que él enseña no entendí gran cosa, debo confesar. Pero como nos ocurrió a muchos de mi generación, de él aprendimos demasiadas cosas aunque nada tuvieran que ver con la metafísica. Y, bueno: el que san Agustín haya estado entre mis opciones para hacer la tesis de licenciatura tuvo que ver con el hecho de que formaba parte de su silabario, que comenzaba en Parménides y terminaba en Eduardo Nicol. Por otro lado, y por culpa de un poeta vasco, me encontré a un tal Emmanuel Lévinas. ¿Cómo fue que se me ocurrió mezclarlos para indagar sobre la verdadera naturaleza del yo? esa es una historia que no voy a reconstruir aquí, sólo sé que, al final boté a Lévinas y me quedé con la imponente Águila de Hipona... lo que me hizo buscar a un catalán con apellido italiano que en realidad era su apellido mexicano... y que daba filosofía medieval. Luego, ustedes se saben la historia, aquello salió mal y el único que estuvo dispuesto a rescatarme (y el único en quien confiaba) era R. H. Ayer fue al único que felicité por el día del maestro: por todo lo que recién acabo de narrar, y porque un día me abrazó y susurró mi Paloma


III

Hubo una vez que traté de hacer una novela sobre un maestro que, por un lado, me hacía enojar muchísimo y, por el otro, admiraba yo profundamente. La parte de él que me hacía enojar y el anonimato de mi blog (¡uy! ¡qué tiempos aquellos!) me impulsaron a escribir cuentos donde me desquitaba de él. Y como en aquellos tiempos me la había pasado leyendo sobre el Imperio Romano, lo hice una especie de san Agustín pero ateo, que tenía aventuras detectivescas y –cada vez que me quería desquitar– le pasaban tremendas peripecias. Y un día me di cuenta de que estaba enamorada de él por un ataque de celos: había una investigadora alemana de nombre godísimo, cuyo castellano era dificilísimo y cuya máxima virtud eran unas larguísimas piernas siempre enfundadas en mallas y minifalda: U. ¡Obviamente tenía que ser un personaje de aquella historia! Así que a mi héroe, Quinto Valerio Crisipo Macrobio, le pasaban cosas espantosas por culpa de la tribu goda a la cual pertenecía la bruja U. La U de a de veras, que no era bruja goda sino una simpática helenista platónica, no pudo con la homesick y se regresó pronto a Alemania, desde donde cada año me manda una calurosa felicitación de cumpleaños por FB... en un muy ya pulido castellano.


IV

¿Alberto Magno o Robert Kilwardby? me preguntó el recién estrenado Asesor cuando nos encontramos en un Starbucks para echar a andar el nuevo proyecto de maestría. En ese momento lo único que yo sabía es que quería hacer filosofía de la mente, trabajar sobre intencionalidad, ver el chisme de las ovejas y los lobos, y que eso tenía que ocurrir entre los siglos XIII y XIV. No sabía más, nada más... a lo sumo, que Alberto era alemán y que Kilwardby –el impronunciable– era inglés. A lo largo de los años me he arrepentido muchas veces de haber elegido tan a lo botepronto. ¿Y si me hubiera mudado al siglo XIV? ¿Y si le hubiera entrado directamente a Aureoli? ¿Y si me hubiera tomado tiempo para leer un poco antes de tomar semejante decisión? Y mis arrepentimientos me atacan cuando el tema se pone espinoso: Alberto es un autor confuso, un asqueroso erudito que usa demasiadas muchas excesivas fuentes, y que ya al menos dos scholars han dicho que mal-usa sus fuentes: Taylor sobre Averroes y Ebbesen sobre Kilwardby. ¿No podía haber elegido a alguien claro y agudo como Tomás, Duns Scoto u Ockham? ¿A alguien tan impresionante como a Roberto Grosseteste o a su brillante alumno Roger Bacon? Pero luego se me quitan los arrepentimientos, quizás porque me he acostumbrado a él. O quizás porque, como yo, se enamoró también de Aristóteles, y con una paciencia alemana, lo desarma y lo arma de nuevo para elevar la altísima catedral del comentario total de su obra. 


V

Además de mi maestro de alemán, al alemán que tengo más cerca es al Asesor quién, a veces, padece una tremenda homesick, aunque jamás me ha quedado claro por cuál de todas sus patrias. A él tampoco lo he escuchado hablar en alemán, pero su inglés es una cosa primorosa. Pero ya sea en inglés o en castellano, lo que tiene es una intuición muy poderosa... aunque a veces, como me pasa con Alberto, no alcanzo a entender de qué manera ha engarzado las cosas. Y a propósito del asunto vienen a cuento las pesadillas que tengo con él: se sienta frente a mi y comienza a hablar en alemán. Y yo no entiendo ni madres, pero me da tanta vergüenza que a todo asiento y digo que sí, y trato de adivinar sus intentiones por los gestos que hace y la entonación de su voz. Claro: dejé de tener esa pesadilla cuando, el clase de alemán, aprendí a decirle al Lehrer: ich habe nicht verstanden


VI

Al maestro de alemán lo veo dos veces por semana. No hay modo en que yo llegue tarde porque la clase es en mi casa. Y por la misma razón, aunque a veces con menor o mayor éxito, tengo que mantenerla recogida. A veces las energías me alcanzan hasta para comprar flores y poner inciensos, a veces a penas alcanzo a barrer el comedor y poner el mantel por el otro lado porque no le he podido lavar. Y me disculpo muchísimo con él por no tener arreglada la casa, y él me dice mentiras y dice que no alcanza a ver el polvo y que ni cuenta se da. Lo que quizás él no sepa es que, en los días más oscuros, cuando la bilis negra hace presa de mí, el tener la consciencia de que va a venir me obliga a vencer la acidia y levantarme de entre los muertos. 


VII

Llegará pronto el día en que quemaré las naves, meteré a los gatos en la maleta, y viajaré a Alemania. Y me dicen mis amigas que han estudiado en las teutonas tierras, que si quiero conocer alemanes, más me vale conocerlos en México, porque allá ninguno querrá hablarme... lo cuál no me preocupa, porque al maestro que voy a ir ver allá, y por quién estoy quemándome las pestañas con las nebensätze, no es alemán. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me dan celos

Esponjita dijo...

Pero ¿de qué?
¿Qué motivo te he dado?