06 mayo 2015

matarilerilerón

Cuando dijiste que ya eran las cuatro de la mañana, te creí. Pero no, resulta que era mucho más temprano. Y me acordé también de la escena de Inteligencia Artificial donde el niño robot vuelve a ver a su madre después de mil años: quedan suspendidos en un día cualquiera de hace mil años y después volverán a hundirse en la nada sempiterna hasta el sin-fin de los tiempos. Y así ocurrió, justamente así; porque también la nada hacía un ruido de fondo a toda nuestra larguísima conversación: el abismo sobre el cuál flotábamos mientras aleteaban nuestras palabras sin contenido. 

En los últimos años he sido exiliada muchas veces de mi propia vida. Será quizás que todo cambio lo he vivido como arrebatos consecutivos de mi universo. Todos los días, al abrir los ojos, un pedazo nuevo había sido arrancado. De nuevo vuelve mi imaginería fílmica y ya no sé si soy Bastian o la Emperatriz Infantil sosteniendo el último grano de arena que resta de lo que llegó a ser mi basto imperio. Necesito un nuevo nombre, matarilerilerón. 

La cosa es que ya no tengo imaginación. Así no puede reconstruirse Fantasía. Los rostros más amados son máscaras hermosas sobre sombras, sobre apariciones que no son más que volutas sobre un flujo de sombras que se retuercen sobre sí mismas. Algunas bellas máscaras ya han ido da dar contra el piso porque el remolino, la arruga sobre la extensa sábana de sombras, se deshizo. Mi imperio tenía altas cordilleras, amplias planicies, ciudades y universos, y castillos. Y todo no era sino circunvoluciones de sombras. Ahora solo hay Nada y un piso lleno de máscaras. 

Pero hay piso... que se resquebraja (¿de nuevo?) a cada paso que doy. La ventaja es que ahora sé que, si no hay un piso tampoco se puede ya caer hacia ningún lado. Ya no me da miedo, pues, que se desintegre el piso. Sólo hay frío, mucho frío. Y tampoco le tengo miedo, porque sólo me asusta el dolor, y ya me siento invadida por el adormecimiento. 

Ya son más de las cuatro de la mañana; ahora sí. Dejaré de luchar, de manotear contra el vórtice de sombras. Si mañana al fin me desintegro, habrá sido hoy un buen último día. Una buena última lluvia. Una sencilla y perfecta última traición, producto más bien de una equivocación acertada –oxímoron que sólo tiene lugar si creemos al muy buen imbécil del muy inútil de Freud–. Porque cuando vengan y encuentren sólo mi máscara, mi única deuda será con unos puntitos del SNI de alguien, y las lágrimas de mi madre. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

se te quiere