28 septiembre 2015

ceniza

Sólo una vez en mi vida he ido al cementerio, porque sólo tengo enterrado un muerto. Y, sin embargo, tengo muchos muertos en mi haber. Pero todos son cenizas, unos guardados en urnas, otros en un clóset, otros puestos en un altar improvisado dentro de la casa... y al menos una vez, ocultos tras otros objetos que se acumularon en el altarcillo que se volvió botiquín improvisado... y a veces deseo con muchas fuerzas que mi familia hubiera sido religiosa (lo de menos es si protestante o católica) para que hubieran puesto a los muertos en donde van: en otro lado, lejos de la casa, en un lugar para ser recordados después de largos periodos de olvido... y así poder descasar del dolor que hay entre el corazón, los pulmones y las costillas.

Cuando yo me muera, quiero que me incineren. Y sin darle tiempo a esa manga de ateos de llegar a su casa, a su clóset, a su mesita de noche; quiero que abran mi urna y me lancen al vacío, y dejen que me convierta en IMECAS para que vaya a impregnarme en los muros de la Catedral Metropolitana, o cualquier otra pared de concreto mugroso que se me ponga enfrente.

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No sé si haya entendido bien las cosas, pero los golpes más duros de la vida tienen qué ver con aquello que los psicoanalistas llaman "herida narcisista". Según mi pobre interpretación, el asunto se trata de ver cómo el ideal que teníamos nosotros mismos, se muere. Y hay un largo periodo a través del cuál uno anda cargando semejante cadáver hediondo de la cama a la mesa, y uno no puede más que odiarse a sí mismo a causa de semejante pestilencia. Luego, las opciones para deshacerse del cadáver son muchas, a pesar de que la más sencilla de todas debería ser irlo a enterrar y seguir el trayecto hacia la muerte de todo lo que no se nos murió en aquél primer momento. Pero  no es trivial el arte de conocer el misterio para liberarse de semejante grillete. Y a veces he llegado a pensar que pasé muchos, pero muchos años atorada en un duelo, y luego en otro... que eso de andarme yendo a enterrar a mi misma no debería resultar tan complicado esta tercera vez. 

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Sentía un dolor como de un duelo, como si se me hubiera muerto un marido. Bueno, no era marido porque salió huyendo, indignado de que le propusiera matrimonio y le pidiera que pagara un tanto de la renta. Tampoco se murió: simplemente se fue. Y así me dolía de repente un algo entre los pulmones y las costillas: como si extrañara a un muerto con el que hubiera sido muy feliz. Pero había algo anómalo en todos esos sentimientos. Al respirar se oía un silbido sospechoso. Finalmente me di un par de golpecitos en las costillas: no había nada. Aquello estaba hueco. El dolor se parecía mucho a extrañar un pasado en el cuál había sido muy feliz. Sí, eso sentía. Pero no había nada, absolutamente nada. No había un pasado que extrañara. No, no me malentiendan: no es que me arrepintiera tampoco (aunque había al menos tres o cuatro momentos precisos en los que debí haber terminado aquella relación). Simplemente no encontré, al escarbar, el esqueleto de un viejo amor. Esos años los recuerdo más bien como una estadía en el manicomio, como si hubiera sido una sombra cuyo único movimiento independiente hubiera sido vitorear las victorias de mi amado... de quien no era yo otra cosa sino su sombra. 

Cuando se fue me pidió que no hiciera drama: ni que me hubiera muerto, decía. Y aquellas palabras, por más sensatas que se escucharan objetivamente, me parecían absurdas hasta la exageración. Quizás porque creí sentir que la que se estaba muriendo era yo y ¿cómo no, si mi ser era ser su sombra, y mi razón de ser se estaba yendo? Y pues eso: me morí. Pero también estaba muy enojada... y al parecer ese enojo no era una simple sombra sino lo único intacto que sobrevivió a aquél proceso de disolución. Sobre ese único grano del que había sido mi vasto reino hube de reconstruirlo todo. Pero ¿cómo creen que puede ser un reino cuyo basamento entero es rabia pura? 

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