09 junio 2012

La Torre de Marfil

Si no se rompe pronto el hechizo, ya saben
pronto me pueden cantar "Sapo verde eres tú"


Me enamoro de puros príncipes. No sé si de sangre azul, pero tienen ojos de realeza. Unos son enormes, otros jaspeados, otros buenos... bueno, todos son buenos. Y como eso de ser prole y plebeya, y enamorarse de príncipes tiene resultados clasistas y telenoveleros, decidí buscar otra solución a mis cuitas. Lo malo es que me agarró aquello en un impulso irreflexivo y, al buscar la metamorfosis, me imaginé Sapo. Tan fácil habría sido pasar de mamífero a plumífero de larguísimo pescuezo y además, bailarina. Pero no, la imaginación falló por las prisas y me transformé en anfibio. 

Pero aquello resultó mejor de lo esperado. Me mudé a la parte más alta de la Torre de Marfil. ¿Y eso qué es? se preguntarán ustedes. Bueno, pues... eso: la Torre de Marfil. Ahí hay grandes tomos de lomos y pastas verdes y azul rey, cuyas palabras están en latín y no son sino escolios a un par de pequeñísimos tomos: uno azul marino y otro rojo sangre, cuyos pensamientos griegos están llenos de fantasmas. Es, casi podría decirles, una especie de biblioteca. 

Pero siempre sospeché que, más arriba, en aquello que parecía una cúpula de adorno, había algo más. Y ahora disminuida en Sapo, decidí investigar. Y la expectativa resultó satisfecha: es un pequeño saloncito de té. Tiene una mínima hornilla con un pato de aluminio rojo, una preciosísima tetera de porcelana y una única taza sui generis de dos asas: una para beber te rojo y otra para beber te negro. Una mesita redonda y cojines, pues para un Sapo las sillas resultan redundantes. Y no tiene ventanas de vidrio sino sólo pesadas cortinas del tisú más ñoño que se puedan imaginar... si acaso en su vida han visto el tisú. Porque yo no lo había visto y no sé si la mirada de un Sapo vea el tisú con los mismos ojos que un humano... aunque, como Sapo que antes fue humana lectora de Darío esperaba otra cosa... la imaginación y la ignorancia me jugaron un mal rato... les digo, soy plebeya. Eso de que no tenga ventanas hace muy fresca la pequeña habitación; y ahora, casi comenzando el verano y en época de lluvias, para un humano, aun plebeyo, resultaría odioso por la cantidad de mosquitos pero, para un Sapo ¡es mucho más que un festín! Es un banquete... 

Y aquí estoy, transmitiendo desde la punta más alta de la Torre de Marfil transfigurada en Sapo. Lo que pretendí ganar torciendo feministamente el cuento, era un engaño. El Sapo también es un pasivo expectante de la realeza de los cuentos. No andan los Sapos en pos de las princesas sino que éstas, por traviesas, se lo hallan y lo besan. Aunado a ello, los problemas aumentan porque ¿cuándo se le podría ocurrir a un príncipe andar besando Sapos? Los muchachitos casi adolescentes lo harán, pero el hechizo funciona sólo con príncipes hechos y derechos. Y no lo besarían: lo cazarían, le harían maldades por diversión, terminaría en un sartén y alguien de deglutiría mis ancas, con zapatos o sin ellos, nadie se daría cuenta. 

Mala idea esto de hacerse Sapo... por aquello de los Príncipes. Buena idea, porque he podido habitar la mínima sala de té de la Torre de Marfil. Pero resta una preocupación: pronto llegará el invierno y, si no pronto, aun así llegará. Y si el milagro no ocurre y no aparece el instrumento para romper el hechizo, habré de enterrarme en la tierra para hibernar...

Pero por ahora no hay espacio para esas preocupaciones: soy un Sapo muy ocupado y paso horas camuflajeándome entre las pastas verdes de mis libros, paciente a la caza de ideas rápidas y escurridizas, como mosquitos, que de pronto transforman λόγος en intentiones.

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