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04 mayo 2015

Jipi Comeflores

A mis papás les caían muy bien los hippies; tanto que recuerdo cómo sostuve una conversación muy larga con un compañero de segundo de primaria porque el me espetó ¡hippie! y le dije "¡pues qué tonto, porque eso no es un insulto!" y en la discusión nos comimos una buena parte del recreo. Pero en realidad lo único que yo sabía es que los hippies eran los buenos... y que usaban el pelo largo. 

Luego crecí, me corté el pelo, y comencé a hacer una lista de todas las cosas que quería hacer y que quería ser. Claro, cuando uno hace ese tipo de listas no cuenta con que el mundo siempre resulta ser un pelín más complejo de lo que uno cree... así que muchos puntos de la lista fueron tachados, otros pasados de largo o simplemente postergados, y algunos pocos palomeados.

Luego, muchos, muchos años después, la conocí. Aquél encuentro fue de lo más inusitado, y aunque me sacó de onda, lo acepté de muy buena gana. Si trajeran a mi psicólogo, sería interesante notar cómo lo primero que hice, después de ese encuentro, fue cambiar mi bolsita de plasti-piel negra por un morralito de alpaca. Además el encuentro con ella me apretó un botón extraño: "yo quería ser así mero como ella, pero en algún momento me traicioné". Mi bolsita me avergonzaba tanto... en cambio ella, auténtica, usaba el digno y buen morral. 

Mi morralito resultó no aguantar mi ritmo de vida y se reventó muy pronto. Pero tener que usar nuevamente mi bolsita capitalista made in China, era lo de menos: la jipi era más jipi que yo. Y  más aventurera que yo. Y poco a poco me pareció que todos los puntos de mi lista de todas las cosas que quería hacer y ser de grande, ella las había cumplido con creces. Estaba, además, más buena que yo, pero también lo era: era generosa, buena onda, me ponía estrellitas en mi frente. Y era inteligente y escribía mejor que yo... ups... y por ahí resultó que tenía un achievement que en realidad nunca se me había ocurrido que fuera posible tener y... ¡ella lo tenía y no yo!

El otro día E. me dijo que mi problema en la vida es ser competitiva. Y, bueno, ha de ser verdad porque de repente me di cuenta que me puse a competir con la jipi y de entrada ya había perdido. Y lo que al principio me parecieron apapachos buena onda y estrellitas de honor en mi frente, de pronto se me hicieron palabras llenas de condescendencia... y me sentí muy, muy humillada. Sobre todo porque me estaba transformando en un monstruito desencantado de sí mismo. No sólo era no ser eso que ella sí era, sino peor aún, volverme un ser bastante despreciable ante mis ojos: envidiosa y amargada.

Así pues, anduve arrastrando varios días mi pena. Esperaba con el corazón que, en algún momento el deus ex-machina me rescatara de lo que parecía ser el último capítulo de la pésima novela en la que se había transformado mi vida. Y por accidente, casi, entré al gimnasio. Y así fue que me vi en el espejo, y me horroricé. Bueno, tan grave no podría ser: si invertía suficiente esfuerzo al menos recobraría un poco mi forma humana, pensé. Pero casi al terminar la sesión de entrenamiento, el entrenador nos mandaba a dar golpes al aire, y nos alentaba pidiéndonos golpear a los fantasmas que nos habían hecho rabiar en la semana.

¿Qué frustración podía usar para vencer el cansancio de mis músculos en esa hora precisa?

— ¡Muere, jipi comeflores! gancho al hígado
—¡Toma  jipi comeflores! a la barbilla 
¡Tomá otra, jipi comeflores! de abajo hacia arriba, mantener la guardia, a la nariz. (¡Ah! pero además es más alta que tú, entonces tienes que patear con más enjundia) 

Después de tres minutos, apenas alanzaba a gritar "¡...pi...!" antes de conectar cada golpe, y al final ya sólo eran pequeños escupitajos que articulaban a penas la "p". 

Salí empapada en sudor. De pronto ya me sentía muy en paz con la que en un breve y fugaz momento fue mi amiga. Incluso podía volver a intentarlo si ella era lo suficientemente inteligente para evitar de nuevo las condescendencias inconscientes –y yo tendría muy buena voluntad para suponer mucha inconsciencia suya en su modo de confundir a la esponjita literaria con la persona... total, yo procuraría lo mismo. A la que había molido a golpes no era a ella sino al dechado de virtudes jipiosas que proyecté en ella... ese que mi mamá me enseñó que era la bondad encarnada y el punto más alto de la escala de valores.

08 marzo 2015

Heridas narcisistas

No es trivial. Cuando uno va creciendo se emociona por volverse más fuerte, más inteligente... ¡más hormonado! Todo es promesa y va hacia arriba. Luego llegan los años treinta y los cambios asustan. En general los cambios asustan, pero ahora van sin promesa ni esperanza. Y luego, para colmo, uno va con el psicoanalista y los cambios resultan también difíciles de manejar. Difícil es adquirir maestría sobre las nuevas habilidades. Aprender a tratar con la recién adquirida humildad es muy difícil, sobre todo cuando uno jamás logra entender de qué se trata lograr algo que no es un logro. 

El hermano Sergio es un cuentito de Tolstoi sobre un capitán del ejército (¿era capitán?) a quién la vida se le complica por andar enamorándose de la mujer equivocada. Entonces decide volverse monje, y decide hacerse el mejor monje de todos: el más humilde. La contradicción implícita en ese deseo le da mucha tela a Tolstoi para hacer un cuento sumamente divertido, aunque no chistoso sino bastante estrujador de corazones. Es el mejor cuento sobre narcisismo, creo yo. Y tiene final feliz. 

Se supone que todo el asunto psicológico gira al rededor del asunto de la identidad. De ella surge una especie de armadura para enfrentar a un mundo agresivo y peligroso. Esa coraza debe, además, ser como la membrana de la célula: deja entrar, deja salir, y tiene que mantenerse en equilibrio para que la celulita no muera. O también queda la metáfora del ave y su plumaje: sin la capacidad de esponjar la cola y las alas, pierde el poder reproducirse o ganar un buen nicho entre sus congéneres. La identidad no sólo es la urdimbre de nuestra vida psicológica, sino el elemento que nos permite sobrevivir en una tela más grande: la social. 

Y entonces me enfrento a la mía. A veces mi identidad se me figura una colcha de parches de colores que, por más que lo intento, no combina. Y cuando al fin creo que todo tiene sentido, que hay un patrón que le da solidez, encuentro un hueco donde hace falta poner otro retacito de tela. Y no sé si sea la experiencia obtenida con los años, los intentos aferrados por recuperar y no perder la salud, o simplemente un agotamiento acompañado de canas, pero de pronto quiero dejar ser a la mescolanza que soy, ya sin preocuparme mucho si el diseño es el correcto o, tan solo si tiene algún sentido. 

El asunto es que me canso ¿ven? Alisar el plumaje para garantizar el nicho resulta agotador. Sobre todo cuando el alma, a medio camino entre el tiempo y la eternidad, descubre que la mitad de mis creencias sobre los nichos del mundo está mal. Sí, mal: porque ni siquiera tiene sentido tampoco. Y, para colmo, cuando creo que realmente ya no me importa, alguien me inoportuna con la pregunta correcta, y me doy cuenta de que sigo preocupadísima por el asunto. Que no creo lo que creo que creo. Y me agoto. 

Me agoté hace mucho tiempo, creo. Pero al principio de esa pérdida de fuerzas me daba por encerrarme en mi casa para que nadie viera mi plumaje todo greñudo. Luego me di cuenta de que la época de las jacarandas en la Ciudad de México dura muy poco y que, cada vez que se repite, es un año menos de vida, de lozanía y... de fuerza. Entonces decidí echarle un poquito de agua y gel al greñero, y salir a contemplar los colores violetas que cuajan a la ciudad. 

En estos días me encontré con fantasmas del pasado. Alargué la mano para saludar al fantasma y darle la mano. Me sorprendió demasiado ver cómo su figura se esfumaba bajo una nube de confusiones, incoherencias, de falta de núcleo. Quise reconocer a aquél de quien me enamoré alguna vez, pero ese sólido pedacito de pan, esponjoso y que tanto placer me daba, ya no está ahí. Que es eso, un fantasma, y que por más que no me lo quiera creer, ese que amé ya no está ahí. 

Pudieron ocurrir varias cosas, pensé después. Una, que lo que amaba tenía sentido sólo en función de quién era yo cuando me enamoré. Pero resulta que he cambiado también. Incluso temí haber cambiado tanto que, al igual que él, quizás perdí también mi núcleo esponjosito. También pudo ocurrir que él cambió: que no es más aquella persona admiradísima y a quién quería asimilarme. O pudo ocurrir simplemente que la barrera que comenzó a alejarnos al principio sí existe, y que ahora, simplemente, se coaguló. 

Pero, sea como sea, en la colcha de cuadritos que soy yo, pude reconocer su huella. Los quesos y los vinos que busco en el Walmart, o el ponerme a hacer pasta para comer un sábado. O la tozudez de ir a la fuente y plagar de notas a pie el texto... no puedo negar que sin él, no sería quién soy. Incluso mi vocabulario sigue lleno y plagado de su presencia. Y es aquí donde viene el momento de la humildad: recibí, fue mejor, aprendí, y por más que quiera tirar a la basura cada recuerdo suyo, lo que viví con él soy yo, por más que aborrezca la idea de no poderlo negar como él, tres veces, me negó. 

Quizás deba contar que un día, en un arrebato de lágrimas, descubrí que aún lo quiero. Cuando al fin dejé que una vocesita interior me gritara ¡todavía lo amas! y dejé de hacer como que estaba todo en silencio, recuperé la paz después de un hondo dolor de huesos. No puedo odiarlo, por más que quiera. O hacía mucho tiempo ya que lo había dejado de odiar y entonces fue mucho más fácil aceptar en qué medida y proporción todavía lo quiero. 

Pero la anagnórisis ocurrió mucho después de aquella aceptación. Compré un libro, un libro que abría con una extraña frase: en este texto no corresponden las palabras con las cosas. Y ya, no decía más: el hilo se cortaba ahí, como una declaración que, por su propia presencia, debía decir muchas cosas como si se tratara de una imagen más valiosa que mil palabras. Como el sombrero de Saint-Exupéry que, en realidad, era un elefante atrapado en una boa. Y me molesté mucho: me enfurecí. ¡¿A quién le quiere ver la cara?! Y me vi a mi misma contándole al él de hace diez años, y sentí entonces su vocesita diciéndome te lo dije, te lo dije, así es esa gente

Y un montón de lágrimas brotó de mis ojos porque entonces recordé exactamente de qué estaba enamorada de él. De su absoluta lucidez. De su capacidad de encontrar cómo deshacer los nudos y despojar a lo incompresible de suyo de su misterio: donde hay demasiado misterio, seguramente hay una trampa. Si sólo ves un sombrero, es porque eso es lo que hay, aunque el mismísimo Saint-Exupéry apele a un perdido poder de la imaginación. 

Mi tragedia –y en eso concordaron todos mis psicólogos– consiste en la habilidad que tengo para idealizar a la gente. Para bien o para mal, entiéndase. Y el peligro de aquello consiste en que me volvía incapaz de perdonarles el no cumplir el alto papel que les había destinado. Como mi pobre él, justo antes de irse de la casa, me decía: no puedo cumplir tus expectativas. Perdón.

Tuve que aprender a amar a la gente sin el trámite de la imagen maravillosa que me había hecho de ellos –tantos años, Lévinas, y yo sin entender realmente de qué iba tu asunto. Tratábase el asunto de aprender a querer detrás de las representaciones que me había hecho de ellos para poder interactuar en el mundo. Uno no puede aventarse al mundo sin esas representaciones, pero luego tiene que saber que eso son y sólo eso. Y la decepción deja de ser deceptio y ya no es necesario buscar a un culpable del engaño. 

Así fue que pude conocer al muchacho de sudadera y jeans que sólo quería hacer amigos, y reconocer como suyo y propio su enorme poder para obrar prodigios. Y así pude evadir con bastante éxito una serie de amarguras que ni me van ni me vienen, que querían acusar a alguien ante mi mirada. Así pude comprender que por más impresionante que sea ella (la mujer mágica), no necesariamente sus intenciones son puras y bellas, sino que es falible y adolorida, como lo fui yo... y que eso no la hace mala persona. Y así pude perdonar lo que no es necesario perdonar: que la gente no sea como uno cree que debe ser. Y así, al final, pude mirarme también al espejo y perdonarme el no ser lo que al final no tenía porqué ser. Perdonarme el no creer en lo que creo que creo. Perdóname Moore. 


07 febrero 2015

Narciso y los chochitos

Sobre psicoanálisis sé realmente muy poco. Me pasa lo mismo que con la homeopatía. Y con las dos me ocurrió exactamente lo mismo: crecí en una familia que les tiene a ambos mucha fe. Esa misma familia que nunca dio crédito del todo al I Ching de mi abuelita, pero que de todas maneras mansamente se lo dejaba echar cada vez que había una situación y los consejos ya no bastaban. Para venir de una familia de científicos, debo reconocer que lo que tienen es una mente bastante abierta: sólo sobre lo que saben se atreven a juzgar, y sobre aquello cuyos principios fundamentales no conocen, no lo desechan tampoco del todo más allá de la buena o mala fama que puedan tener. Y creo que ese fue un buen ambiente para crecer. 

El golpe vino cuando me puse a investigar un poco sobre la Homeopatía. Tenía yo un amigo homeópata, justamente, (sí, sí, mi gran amor platónico de la prepa), y me invitó a una especie de proyecto dónde me pedía que buscara los fundamentos filosóficos de su disciplina (whatever that means). El acababa de entrar al Poli y de la nada comenzó a hablarme de la memoria del agua y cosas que me sonaban demasiado extrañas. Ante tanta extrañeza, mejor comencé –según me dan mis pobres habilidades académicas– con una breve investigación histórica. 

Efectivamente, la homeopatía ha gozado de gran prestigio en México. La verdad ahorita no me acuerdo de todo lo que investigué en aquellos tiempos, pero justo la homeopatía obtuvo un gran triunfo cuando Porfirio Díaz les otorgó reconocimiento oficial en 1895. Sin embargo, durante todo el siglo XX ha recibido muchos ataques en todo el mundo por considerarse no científica... pero ¿por qué? Pronto descubrí el meollo del asunto: las bases científicas de la homeopatía estaban basadas en una física vitalista que, efectivamente, estaba muy en boga a finales del siglo XIX, y que competían con nuestra actual visión de la física. Una vez caída en descrédito la física vitalista, el sustento teórico de la homeopatía se vino abajo. Pero, definitivamente, el golpe vino después. 

La crítica principal contra la homeopatía radica en el número de Avogadro. El número de Avogadro es la cantidad de átomos, electrones, iones o moléculas que existen en un mol de cualquier sustancia. Y ¿qué es un mol? una unidad de medida definida así: la cantidad de materia que contiene un número de entidades igual al número de átomos contenidos en 12 g de carbono-12. El número de Avogadro fue determinado experimentalmente y su valor es 6023 x10 elevado a la 23. Si no entendieron bien a bien, aquí una bonita página que lo explica mejor que yo:
 http://webs.ono.com/barzana/Pseudociencias/Homeopatia_1.html)

Y ¿qué tiene eso que ver con la homeopatía? Los famosos chochitos de azúcar que nos receta el homeópata, además de azúcar y alcohol, se suponen que contienen una dilución de alguna sustancia activa, la cuál posee la cualidad que nos devolverá la salud. El problema radica en los niveles de dilución de la dichosa sustancia activa. Una vez que se ha obtenido el agente, se toma una parte y se disuelve en 99 partes de agua. Esta solución, y por los principios de la física vitalista, es agitada un determinado número de veces generando con esto una potenciación: las cualidades de la sustancia activa se imprimen en el resto de la solución. El proceso se repite: de nuevo una parte se diluye en 99 partes de agua. Y esta operación se repite otras muchas veces. El resultado, y siguiendo lo que nos dice el número de Avogadro de cómo se comporta la materia, es que el chochito que nos llevamos a la boca ya no tiene una sola molécula del principio activo.

Lo cuál transforma a los chochitos en simples bolitas de azúcar. Si los principios de la física vitalista fueran correctos, donde la potenciación juega un papel importante al comunicar sus cualidades al resto de la dilución, no habría mayor problema. Pero nuestra física es exclusivamente cuantitativa: no hay tal cosa como comunicación de cualidades. Fue cuando comprendí el enorme interés de mi amigo en defender esa extraña cosa de la memoria del agua... hipótesis a la que no le ha ido muy bien.

Pero ¿y si su efectividad radicara en otra cosa?

En la UAM-I existe investigación sobre los principios físicos de la acupuntura. No tenemos idea de cómo funciona pero, a diferencia de la homeopatía, hay suficientes pruebas estadísticas de que clínicamente funciona. Digamos que, aunque desconozcamos los principios científicos que operan detrás de la acupuntura, se puede medir científicamente que es efectiva. Ante pruebas similares, la homeopatía ha fracasado... al parecer y según alguna literatura que he llegado a leer (ahí les toca a ustedes hacer la googleinvsetigación)

Bueno, pues mi mamá durante muchos años nos llevó al homeópata. Y no sólo ella: otros físicos –algunos renombrados– de su círculo eran apasionados de la ciencia homeopática. Pero ¿qué podía decir ella ante el fracaso de la homeopatía frente al número de Avogadro? Fue doloroso aceptar que la fe en la homeopatía estaba totalmente errada.

Y toda esta historia que les he contado tiene que ver con mi escepticismo ante el psicoanálisis. A diferencia de la homeopatía, el psicoanálisis es mucho más nuevo; y a diferencia de nuestro conocimiento sobre la materia, el que tenemos sobre la psique es mucho menos sólido y carece de una ciencia normal (tipo Kuhn) tan ampliamente aceptada y tan sólida. Y así como para mi mamá el número de Avogadro fue capaz de romper su fe en la homeopatía, para mi la tal envidia del pene de la que habla Freud, y a partir de la cuál pretende explicar la atracción por el sexo opuesto, está comenzando a jugar el mismo papel.

Debo reconocer, sin embargo, algo: que la homeopatía tuvo la virtud, para mi y mis hermanos, de salvarnos de dosis necias de antibióticos. Aprendimos a pasarnos las gripas con chochitos, pero de esa manera conseguimos sistemas inmunológicos fuertes. Quizás era un engaño lo de los chochitos, pero también el consumo excesivo de antibióticos resulta dañino. Además el médico homeópata sabe valorar al individuo como un todo, y muchas veces eso permitía que la salud regresara mediante consejos de cambio de hábitos. Aunque nadie, en su sano juicio (ni el mismo homeópata) pretendería sacar a alguien de una tifoidea a fuerza de chochos.

Lo mismo pasa, quizás, con el psicoanálisis: quizás una depresión real necesite de los otros chochos, quizás no sea buena idea responsabilizar al paciente cuando una serie de pensamientos obsesivos no le permiten dormir, porque simplemente trae descompuestos los neurotransmisores. Pero gran parte de nuestras angustias provienen de un sistema de creencias, a veces incongruentes, de las cuales no somos conscientes del todo. Como vi en un video ayer: hacemos muchas cosas sin cuestionárnoslas jamás, como estudiar una carrera, casarse, tener hijos porque es lo que sigue... y a veces es muy buena idea sentarse a destejer, con mucho cuidado, esa maraña de creencias para ver si en realidad lo que nos causa angustia, debería causárnosla.

O muchas veces aprendimos estrategias de sobrevivencia cuando éramos niños dependientes y vulnerables. Obtener la lucidez de que ya no somos niños, ni somos dependientes ni vulnerables nos permitirá cambiar la estrategia, y ahora sobreviviremos como adultos, capaces de devolver un buen golpe. Otras veces actuamos bajo una red de creencias que, si las examinamos con detalle, a nosotros mismos nos resultarán ridículas.

Puede ser que detrás de los chochitos haya un gran engaño, pero no detrás de la idea de prevención. Puede ser que detrás del psicoanálisis haya una gran ilusión, pero no detrás de la necesidad de conocernos a nosotros mismos y, más importante, de darnos cuenta de que nuestras redes de creencias no nos son accesibles del todo ni inmediatamente, pero ¡bien que operan en nuestra toma de decisiones!

Y, finalmente, puede ser que el misterio detrás del I Ching fuera una verdadera tomadura de pelo... pero sus consejos siempre resultaron buenos. Quizás porque el más importante siempre era hay que seguir firme y correcto.

Esponjita. 

02 enero 2015

Al menos cantos, al menos flores.

¿Cuánto dura el presente? se pregunta san Agustín para dar la misma respuesta que Sexto Empírico: nada. Pero se equivoca. El presente dura una década y ésta está a punto de acabarse. Y aquello que todavía ahora es el futuro (es lo que ha de ser, pero en cuanto todavía no es, eso es) comenzará en marzo del 2015. El 2 de marzo de 2005 mi abuelita Aurora cumplió 87 años, el 9 de marzo falleció. Menos de una semana después me fui de casa de mi mamá a habitar el minúsculo departamento de la colonia Doctores que el Danilo y yo rentábamos porque, después de haber hecho cuentas, salía mucho más barato que pagar el tipo de hoteles que nos gustaban. La Chupacabras, que para entonces contaba con 9 años, necesitaba un hogar; y aunque mi Tía B. ya se había hecho a la idea de adoptar a una gata de carácter tan problemático, finalmente aceptó que aquella persistente compañera de mi abuelita (más que incluso su propio nombre) era mi legítima herencia. Las razones de las grandes decisiones vitales nunca son razones. 

En estos diez años ha pasado mucho, aunque mucho menos, quizás de lo que debió haber pasado. Comencé a estudiar Letras Clásicas, me titulé de Filosofía, entré a la maestría en Filosofía y, después de un dilatado y tortuoso proceso, obtuve finalmente el grado... y como remate –y ya no supe si por tardarme demasiado o porque así deben ser las cosas, tal y como fueron– entré al doctorado en Filosofía de la Ciencia en la UAM. Olvidé el hebreo pero aprendí latín y griego y comencé a aprender alemán. Compartí el hogar con el Danilo que después se fue, luego regresó y al final terminó de irse para siempre a otra casa, a otra mujer y a otro país. Gatos vinieron, gatos se fueron, murió Chupacabras y, finalmente, quedamos habitando esta casa Qualia, Vasili Grosskatze y yo. Y fue a penas hace un año que caí en la cuenta de cuál es la relación entre metafísica y epistemología, y ese día me quedé con la boca abierta, y el susto me duró tantísimo tiempo que me pregunté, sinceramente, cómo es que se me había otorgado un título en filosofía mucho antes de haberlo descubierto. 

A decir verdad, estas líneas deberían ser un recuento del 2014, año que estuvo bastante tranquilo en comparación de la terrible oscuridad de los dos o tres años anteriores, pero que también fue duro y traumático. Este año aprendí que nadie tiene realmente de qué quejarse mientras no te avisen que un familiar está en terapia intensiva conectado a un respirador, y que cualquier lugar es sumamente cómodo para dormir mientras no sea una silla en un cuarto de hospital en el IMSS. Este año aprendí que, salvo la muerte, no hay inclemencia insoportable ni a la que no pueda hacérsele frente, y que incluso en las maneras de morir las hay malas, malísimas, pero también afortunadas y que hasta existe la muerte de los justos. Este año recordé, pues, lo que se ha vuelto recurrente y, más que sorprenderme, debí de haberlo memorizado desde la primer clase de lógica: todos los hombres son mortales. Y la muerte es el único y último verdadero cataclismo.

Mientras no nos muramos, todo está bien. Pero nos vamos a morir, así que nada está bien. A diferencia de san Agustín, no cabe la tranquilizadora esperanza de una vida eterna, que es lo único que en verdad deseamos todos. Nos vamos a ir quedando solos, poco a poco o de golpe, como le pasó a los sobrevivientes de Banda Aceh. O nos vamos a ir nosotros, de repente o con la espantosa consciencia y antelación. Y en el fondo –también lo descubrí a lo largo de estos 10 años– lo que importa es lograr vivir sin angustia... y eso lo supo el famoso Meneceo y nosotros después, también destinatarios de aquella carta.

Supe, pues, después de haber descubierto la relación entre metafísica y epistemología, que saber que la vida es breve y sumamente frágil debería devolvernos la tranquilidad, y que si estamos, aún sabiéndolo, sumidos en la angustia, vivimos en el maravilloso siglo XXI y tenemos remedios, desde los destilados hasta los sintetizados alquímicamente, para despejar las angustias equivocadas y materiales que nos atacan porque, tampoco la mente, es un invento perfecto e inmaterial.

El premio de la lucidez debería ser también la victoria sobre la angustia, al menos de una buena parte de ella. Pero, de sobra sabemos, que no lo es... y eso está bien, porque así son las cosas, y la única solución es ir contra esa corriente tratando de mantenernos felices y cuerdos, mientras sea posible. Los más afortunados, como decía y afirmaba mi abuelita, son aquellos que alcanzarán El país de la risa. Luego ella olvidó la formulación de aquella frase, pero no su risa.

 Y es que fue a propósito de un verdadero cataclismo que recordé que en estos días no se está acabando un año, sino una década entera. En las primeras semanas de 2005 descubrí que, fuera lo que fuera que estaba afectando la salud de mi abuelita, su efecto más pernicioso se fue contra su memoria. La lucidez la conservaba intacta, pero no podía conectar con ninguno de sus recuerdos, ni siquiera, muchas veces, con su propio nombre. Y entonces nos decía que recordaba cosas que aparecían frente a ella fuera de contexto, como que acababa de haber un cataclismo en alguna parte del mundo, y que hasta el eje de rotación de la tierra se había movido. Se refería al Tsunami del 26 de diciembre de 2004. Hace algunos días, justamente, los medios de comunicación se llenaron de recordatorios de aquel suceso y fue cuando caí en cuenta de todo lo que estaba a punto de cumplir 10 años.

La vida es resistente y en la Tierra ha perdurado a pesar de 5 extinciones masivas. La vida es persistente pero la de cada uno de nosotros es demasiado frágil y, para colmo, demasiado azarosa y afortunada. La persistencia que nos da la sensación de haber tenido una vida larga, la persistencia de la memoria, también es frágil y, la más de las veces, traicionera y engañadora. Lo único cierto es el presente.

Mi abuelita me pidió, muchas veces, que su epitafio fuera un poema de Nezahualcóyotl que ella leyó en la traducción de José María Garibay. Y sean éstas las palabras que cierren un dilatado ciclo de 10 años, antes de que amanezca el futuro:

Yo, Nezahualcóyotl, lo pregunto: 
¿Acaso de veras se vive con raíz en la tierra? 
Nada es para siempre en la tierra: 
Sólo un poco aquí. 
Aunque sea de jade se quiebra, 
Aunque sea de oro se rompe, 
Aunque sea plumaje de quetzal se desgarra. 
No para siempre en la tierra: 
Sólo un poco aquí. 


¿Con qué he de irme? 
¿Nada dejaré en pos de mi sobre la tierra? 
¿Cómo ha de actuar mi corazón? 
¿Acaso en vano venimos a vivir, 
a brotar sobre la tierra? 
Dejemos al menos flores 
Dejemos al menos cantos.

28 diciembre 2014

Gris

Por culpa de Houellebecq...

¿Qué significa no ver todo como negro o blanco, sino aprender a ver los grises? Quienes vemos todo en negro o blanco solemos entender que se trata de una violación del principio de no contradicción. O aceptar un mundo vago donde los límites son difusos y todos somos unos tibios que seremos vomitados de la boca del Señor. Pero no, no se trata de eso, sino de un asunto de complejidad. Al decir que no todas las cosas son blancas o negras estamos diciendo que son mucho más complejas de lo que esperábamos. Eso es todo. 

Las relaciones interpersonales son muy complejas. En ellas se mezcla el deseo y la necesidad que tenemos de cosas que sólo podemos obtener de otras voluntades, y la voluntad que tenemos de procurar a los otros. O mejor dicho, la red que genera las relaciones interpersonales está compuesta de hilos donde los otros son fines de nuestro actuar desinteresado y al mismo tiempo son medios para satisfacer nuestros intereses

El ideal del amor totalmente desinteresado implica ya, desde sus primeras formulaciones en la historia, la anonadación del yo; id est la anulación de la voluntad propia en función de la de otro. Del mismo modo, la idealización del egoísmo absoluto implica la anulación de una voluntad que se nos opone para volverla medio de satisfacción de nuestros fines. Ese ideal está representado en la idea de sacrificio, y el objeto predilecto de ese tipo de amor, es Dios. Hay, sin embargo, otros ejemplos más concretos donde suponemos que ese ideal se realiza constantemente, como el amor materno.

Pero si en la realidad ni el amor materno funciona así, mucho menos relaciones que suponemos son menos sacrificadas, como las relaciones de pareja o las mismas amistades. Ningún tipo de relación interpersonal es realmente tersa del todo porque su salud depende de una negociación constante donde el intercambio consiga establecer un equilibrio satisfactorio entre lo que se da y lo que se recibe. 

Desde luego no basta que el intercambio esté equilibrado para hablar de una buena relación interpersonal: incluso las más violentas y vejatorias están basadas en un intercambio de este tipo. Ahí simplemente ocurre que el trato es demasiado dañino para una o ambas partes. Por el contrario, una relación saludable no depende del equilibrio del intercambio (si hay relación, hay intercambio equilibrado) sino de la mecánica misma de éste. 

Las piezas que conforman la red de intercambio de una relación son muchas y, por lo regular, la mayoría de ellas están ocultas bajo la sombra de lo inconsciente y de lo asumido. Por eso cuando nos sentimos usados por el otro, o cuando sentimos que no se nos trata como merecemos, es necesario lanzar un doble análisis. Uno conlleva la discusión con el otro, pero es preferible discutir después de haber analizado qué es lo que en realidad queremos del otro. No vaya a ser que le estemos exigiendo al otro algo de lo que ni nosotros somos conscientes... algo que el otro no tiene porqué darnos... algo que el otro ni siquiera está en posibilidad de darnos. 

Nunca vamos hacia una relación de a gratis. Siempre llevamos un pequeño pliego petitorio y, del mismo modo, sabemos que el otro tiene el suyo. Quizás seamos afortunados y la negociación se dé sin gran alboroto y casi sin palabra que medie. Pero hay que saber muy bien, antes que nada, qué es lo que escribiremos ahí. 

¿Qué sí se debe pedir, qué no? No hay una maldita regla que nos permita hacer un buen pliego petitorio. Es ahí donde comienza a ponerse gris la cosa. Quizás una buena idea sea pedir lo que realmente pueda darnos el otro, pero ¿cómo saberlo? No hay manera. El otro puede darnos status, puede darnos una gran dote, puede reafirmar nuestro narciso, puede lavarnos la ropa y hacernos de comer, puede arreglar el motor del automóvil, darnos hijos, puede unir nuestro reino con otro para forjar el Imperio Español. ¡Es complicadísimo! 

No hay un encuentro entre dos seres humanos desnudos desprovistos de su contexto. No existe tal cosa como un amor desinteresado de las condiciones materiales y concretas que nos rodean. Los intereses comunes, el patrimonio común, la situación común juegan un papel central en el éxito del establecimiento del contrato entre dos (o más) personas. Incluso la amistad más entrañable está regida por ese contexto, y justamente porque siempre nos son opacos los intereses y necesidades de los otros, la negociación constante es lo que mantiene viva la relación. Hay que pedir, hay que ceder, y solamente así puede mantenerse aceitada cualquier tipo de relación. 

En todo caso madurar es aprender que todo es mucho más complejo de lo que al principio creíamos. De repente el manual con el que nos guiábamos deja de funcionar y no nos queda otra que volvernos, obligadamente, arquitectos de nuestro destino. Arquitectos, ingenieros que tenemos que usar las tres neuronas que tenemos para resolver problemas que simplemente jamás se nos había ocurrido que íbamos a enfrentar. Y eso aplica a todo, incluyendo el cómo aprender, otra vez, a relacionarnos con los demás. 

El mundo es de los arrojados... o de quienes aventados sin más al mundo, se atreven a arriesgar lo que creía tenía seguro. Si, ultimadamente, el quid de la felicidad estriba en vencer la angustia, debiéramos aceptar estoicamente la complejidad del mundo. Porque su complejidad es algo que nos causa angustia justamente porque entre más complejo es algo, menos inteligible nos es. Se trata de aceptar que jamás podremos estar totalmente seguros por más que nos esforcemos. Si eso no sirve para liberarnos totalmente de la angustia, al menos sí la disminuye bastante. 

Y, bueno, si algo complejo hay en el mundo son las relaciones interpersonales. Pero ¡ah! ¡animalitos gregarios que somos! estamos condenadas a ellas. Tan dulces, tan terribles, tan todos los grados de gris que pueda haber..

15 noviembre 2014

Moscas

A veces sólo quiero encerrarme en un rincón que permanezca en silencio. Pero ni aún en la madrugada, cuando todo mundo duerme –incluso los gatos– consigo el tan anhelado silencio: un enjambre de moscas de todo lo más escandaloso del universo, va de aquí para allá dentro de mi cabeza. No puedo conseguir que guarden silencio, no puedo callarlas. No me dejan cerrar las ventanas de tal modo en que el mundo quede lejos, muy lejos. No puedo escapar. Todos me miran, todos.



***

Llevo varias noches soñando lo mismo, más o menos, pero con personas diferentes. A veces me parece obvio que el sueño ocurra con A, con B me parece lógico pero me llama la atención, y yo misma no comprendo cómo C pudo colarse dentro del sueño. Luego digo ¿y por qué D no ha salido en el sueño? y para pronto aparece, como tiene que aparecer: vestido de traje y sin corbata... como corresponde.

El sueño trata siempre de que beso a un hombre casado. Es evidente que estoy rodeada de demasiados hombres casados no demasiado feos, pero en el sueño la peripecia se desata por su condición de imposibles, prohibidos, de todo a escondidas... no porque sean bellos. Otro elemento común de esos sueños es que lo más deseado tiene poco qué ver con el sexo en sí, sino con el afecto: es lo que se dona, lo que se me regala en cada sueño. El beso, en cada uno de los sueños, solamente es la realización de un pacto de afecto y con eso me doy por satisfecha. 

Luego viene la huída. En todos los sueños, después del beso, tengo que pegar la carrera. A veces correr literalmente antes de que me alcance alguien pero ¿quién? nunca queda claro. ¿Una esposa furibunda? No, no: ellas no me persiguen. Ellas están siempre detrás de la pared o de la puerta, o a punto de doblar la esquina, pero no son ellas las perseguidoras. A veces no se trata de correr, sino de evadir todas las miradas, de esconderse constantemente de todos los rostros conocidos. 

En el único sueño donde la ocasión para esconderse nada ha tenido que ver con la esposa fantasma, fue anoche que soñé con D. Ahí no había modo de huir: me daba cuenta de que caminaba por toda la ciudad totalmente desnuda. De pronto andaba así toda encuerada, de pronto traía una playera, y la alargaba lo más posible para tratar de cubrirme las partes pudendas (pudendas... qué chistosa palabra). Y caminaba y caminaba y me recriminaba una y otra vez cómo es que me había salido a la calle así. 

¿Por qué el sueño siempre es el mismo, pero con todos ellos diferentes? Todos ellos son gente grande (nacida en la década de los sesenta). A todos ellos los quiero, de una u otra manera. A todos ellos los sueño según sus modos, según los propios símbolos que tengo de cada uno en la cabeza... pero cuando me los encuentro de carne y hueso, se parecen muy poco a las efigies oníricas que de ellos guardo. El A real es como el lado luminoso del A onírico. El A onírico es como una enorme fuerza que me arrastra y me enerva toda. En cambio el A real es sencillo, simpatiquísimo, buenaondita... aunque a veces lo rodean algunos silencios, algunos destellos de oscuridad.

El B y el C no tienen mucho sentido que los describa porque a sus versiones diurnas poco las trato y menos las conozco. ¿Cómo compararlos? Hablar de ellos, en todo caso, serviría para entender cuál es la verdadera naturaleza de aquello que se manifiesta encarnado en ellos. ¿Papá? ¿El hueco que dejó el Danilo, es decir y como dice Paco, la presencia masculina abstracta? Quizás. 

¿Y D

D apareció en traje y sin corbata. Es el D de los primeros tiempos, no el D de ahora. No hay nadie más soñado y paseado por mi subconsciente que D: tanto así que lo primero que me llamó la atención de la cadena de sueños es que tardara tanto en aparecerse. Y se apareció de tal suerte que, sólo con él, la prohibición no era causa de que estuviera casado: estaba simplemente prohibido. Y al salir no había modo en que pudiera esconderme de quienes no debían verme: salía desnuda y así andaba por ahí. 

Quizás todos ellos no sean sin imagen de alguien más. Quizás solamente sea una voz, más básica, obvia y triste: estás sola, esponjita, y así sola te vas a morir. Porque ¿quién, en su sano juicio, volvería a firmar un pacto que la va a dejar desmembrada y desperdigada a lo largo de los siglos y a través de las galaxias? ¿Quién en su sano juicio, un juicio que se sabe enfermo, va a ponerse de nuevo en las manos de otro para que la vuelvan a destrozar? Y peor aún: si el agente de tu destrucción –esponjita estúpida– no fue el Danilo sino tú misma, tú, ¿cómo escapar del destino funesto? Enferma esponjita, esponjita estúpida... siempre con la cabeza llena de moscas. 

***

Vosotras, las familiares...


15 junio 2014

Identitas II

El quinto diente y el uniforme de secundaria:

Sin embargo, es probable que la verdadera fuente de los problemas de identidad personal tengan un origen que de metafísico nada tiene. Abandono o abuso infantil, o un carácter que, en realidad, puede medirse como usted tiene más gordita esta parte del cerebro dónde los todos los identity issues se encuentran. Algo por el estilo. ¿Y si existiera algo así como un débil sentido de la identidad, provocado por la misma razón que en vez de cuatro, tengo cinco incisivos inferiores? 

Les contaré la historia de mi diente súper numerario. Me lo trataron de sacar varias veces: el dentista del ISSSTE de San Luís Potosí, luego en la Escuela de Estomatología de la UASLP. El ortodoncista que me quitó los cuatro premolares se extrañó de que no me doliera perder tan importantes piezas pero que defendiera a ultranza mi quinto diente. Y es que alguien atentaba contra mi característica única justo en la edad en que andaba, dicen, forjando mi identidad. Y es que yo quería que fuera sumamente fácil reconocer mi cráneo después del final de los tiempos. Todos tenían que saberlo: Paloma, la del quinto diente, yace aquí

Recuerdo también cuando recién entré a la secundaria. El examen de admisión era más bien una formalidad, así que, más relevante, era el uniforme escolar. Si algo sirve para señalar la identidad, eran las calcetas, falda, blusa y suéter verdes que me identificaban como parte del sistema educativo nacional en su modalidad de Secundaria Federal, distinta a las Secundarias Técnicas, color café. Para combinar, mi abuelita Aurora me compró una banda para el cabello también color verde. Recuerdo haberme parado frente al espejo, vistiendo mi impecable uniforme y haber pensado: quién soy yo: fácil. Me gusta la coca cola, las papitas fritas, soy estudiante de secundaria y tengo cinco dientes... y me complací en esa imagen. 

A pesar de lo ridículo que suena, en aquellos tiempos no necesitaba mucho más para sentirme a gusto. Vivía sola con mi abuelita, quien juraba que yo era lo que más amaba y quería en la vida. No competía con mis hermanos por el amor de mi nueva cuidadora, y ambas habíamos batallado varios años para conseguir vivir juntas. Por otro lado, a diferencia de los muy violentos niñitos de la Escuela Activa, mis nuevos compañeros de la secundaria eran de un carácter de lo más apacible y amistoso. Salíamos a andar en bicicleta por todas las calles de la Colonia Retornos y la Colonia Granjas, y a mi mejor amiga le gustaban los Beatles y Silvio Rodríguez, como a mi. 

Yo era una niña bastante pasadita de peso y si algo me pesaba era haber sido la única que jamás fue novia de Eduardo, a pesar de lo mucho que me gustaba. Pero ni aquello era suficiente para amargar mi enorme felicidad. Los problemas de mi mamá y el desprecio de mi papá estaban muy lejos de mí, ahora. Y pasaba una enorme cantidad de horas sola, viendo las películas del canal Once, leyendo la biblioteca de ciencia ficción de mi abuelita, aprendiéndome las canciones de Silvio Rodríguez que mi primo Valentín había grabado, en dos cassettes, para mi. 

Muchas horas las pasaba en la ventana viendo llover, viendo el furioso viento de San Luis Potosí azotar las hojas del gran eucalipto de enfrente de la casa y, sobre todo, pasaba horas y horas escribiendo en cuadernos y cuadernos, donde viajaba muy lejos, enamorada de todo aquél que se dejara. Y me ponía los vestidos viejos que habían pertenecido a mi tía Blanca o a mi mamá, y en aquella larguísima soledad, pasaba muchas horas escribiéndole poemas a los gatos, cuentos a los hombres imposibles, y aprendiendo a tocar la guitarra.

También me tomé mi tiempo para contestar el Afonsi, un libro de álgebra que mi mamá me compró para que preparara el examen del concurso de matemáticas. Quizás todo tenía que ver con que quería ser tan lista como mi mamá para poder estudiar algo que sólo la gente muy lista, como mi mamá, había estudiado. Pero estar peleándome con el libro era algo que me hacía muy feliz. Y, para mi gran sorpresa, obtuve el cuatro lugar general de toda la secundaria... lo cuál no fue suficiente para poder presentarme al concurso de zona, reservado para los tres primeros lugares. 

Recuerdo mucho que Georgina (mi mejor amiga) y yo corrimos a ver la lista de resultados del concurso. Yo comencé a buscarme de abajo hacia arriba y ella de arriba hacia abajo. Ella me encontró a mi y yo a ella. ¡¿Cómo era posible?! ¡¡Ella era la de al escolta!! De pronto me asaltó la sospecha de que, quizás, tan sólo una lejana posibilidad, no era yo tan bruta... aunque no pudiera sacar 10 en todo, aunque no estuviera en la escolta... aunque fuera simplemente Paloma. 

Pero aquello no era tan importante, porque si me hubiera encontrado a mi misma en los últimos lugares hubiera ocurrido lo que ya esperaba yo. 

Para ese entonces, ya no era el uniforme, ni mi predilección por alguna chatarra, ni siquiera mi quinto diente, lo que me daba mi identidad. Andaba más bien metida en búsquedas religiosas. 


No católica:

El ser no-católica, en una ciudad de provincia como San Luis Potosí, era suficiente elemento de distinción (dado que a la identidad pertenece el concepto de diferencia). Pero tampoco era otra cosa. Es decir: mi abuelita era bautista, lo cuál dentro de los protestantes en SLP era también una rareza: todos los no católicos solían ser pentecosteses. Los únicos primos míos que eran como yo (léase: no bautizados) eran Valentín y sus hermanos. Y así como ocurría con mi quinto diente, ser no-bautizada era algo muy particular que me acontecía, y que me deparaba el Limbo para toda la eternidad. 

Al templo Bautista al que íbamos concurrían sólo ancianos como mi abuelita... y yo, así que no había escuela dominical, ni me podía ir con otros niños como yo. Entonces mi tía Malena me llevó a su templo: era una cosa enorme, llena de gente, donde usaban panderos y tenían, obviamente, su escuela dominical. Me decían que tenía que aceptar a Cristo en mi corazón, pero yo no entendía las implicaciones de aquello. Recuerdo también que la maestra nos explicaba así el porqué debíamos amar a Dios: 

Imagínate que hicieras un montón de monitos de plastilina, y les dieras vida (y me imaginé a los monitos, azules). ¿No te gustaría que te rindieran homenaje y te dijeran que te aman? Yo guardé silencio: no. Pero ¿cómo contestarle en voz alta que aquello se me hacía muy ridículo para Dios? ¿que necesitara de todo aquello? 

El Dios de mi abuelita era mucho más complejo que eso. Su búsqueda de Dios la había llevado a la conclusión de que, si existe, tiene que ser un Dios creador del bien y del mal por igual. Sin un plan beatificante, sin la contradicción de ser omnipotente y hacedor de leyes morales. Su verdad estaba más allá de nuestras limitaciones para comprenderlo, pero eso tampoco significaba que su plan estuviera sujeto a nuestras ideas de lo bueno, ni a una idea incomprensible de lo bueno. La fe, decía ella, era nuestra propia fe en nuestra voluntad. Había algo así como númenes que cuidaban nuestro destino y la providencia pertenecía a ellos, no a un gran creador. Y, sin embargo, oraba todas las mañanas, pedía por todos nosotros, pero sabiendo, en el fondo, que era su voluntad la que colaboraba con las obras de la providencia, y el texto más sabio de la Biblia era el Eclesiastés. 

¿Cómo confiar en el dios que hacía monitos de plastilina para que le rindieran pleitesía? Cuando, muchos años después, me encontré a Valentín y demás gnósticos, o mejor aún, al evangelio según Judas, comprendí que mi abuelita era gnóstica, y que sus acusaciones a Jehová eran similares. Para ella, Jehová era un extraterrestre de la misma raza que Huitzilopochtli, que sólo deseaba sangre para alimentarse, y nos había embaucado con la idea de ser un dios. 

Aquí viene a cuento, quizás, el que de niña –como a los ocho años– inventara yo al Dios de los niños. En una cartulina lo dibujé, pero como calculé mal los tamaños, lo tuve que dibujar arrodillado. Entonces le rezaba para que cuidara a mi mamá y a mi abuelita, y continué rezándole hasta que murió mi hermana, porque fue entonces que comprendí que aquellos rezos no nos protegían de absolutamente nada... 

Mi educación religiosa, entonces, provino de mi abuelita, impenitente hacedora de preguntas embarazosas, como dice Peter Brown de san Agustín. Así que, cuando leí el libro del santo Job, me encontré con aquél pasaje que se me hizo extraordinariamente sabio. Job ha perdido todo y está enfermo de la piel. Mientras se lamenta, le exige a Dios una respuesta: ¿qué hizo? ¿merece este castigo? Si es así ¡que le diga porqué! Entonces vienen los "amigos" y le ruegan que pida perdón... algo ha de haber hecho... quizás sin darse cuenta. Que ya le pida la muerte, que ya solucione aquello. Furioso, Job le contesta: ¡no quieran blanquear a Dios con sus mentiras!

Vaya... pensé, así que eso es la verdadera fe. Sí, es la fe en lo invisible: en la justicia de Dios. Pero sea lo que sea la justicia es claro y nos es manifiesto, y todos los if y demás condicionales sobre la relación entre Dios y lo justo, es aquello en lo que Job tiene fe. Sabe lo que hizo, sabe lo que merece, y sabe que no merece ese castigo. Si Job se daba el lujo de buscar así a Dios, así debería de buscarlo yo. Si quisieras que yo creyera en ti, vendrías, señor. Y ahí me tienen, búsquelo y búsquelo, y en mantenerme fiel al espíritu de Job, me mantenía yo. 


Yo:

Al salir de la secundaria, mi feliz identidad tuvo que enfrentarse de nuevo a la violencia natural de los chilangos, al desproporcionadamente grande mundo de la UNAM, a los hermanos con quien peleaba el cariño de mamá y de papá... a saber que, quizás, debería regresar a SLP. A preguntarme qué quería estudiar y al problema de saber (injustificadamente) que no podía estudiar Física porque no podía sacar MB en álgebra ni geometría analítica... y, sin querer, recorrí el mismo camino varias veces: cuando al fin me sentí libre de una idea de lo que tenía que ser, comenzaba a ser muy a gusto, lejos de todo, y luego todo resultaba mejor de lo que yo había creído. 

Y me pasó muchas veces lo del famoso concurso de matemáticas: al final resulta siempre que soy más lista de lo que creo, pero nunca lo suficientemente lista como para que me sea útil. No importa si tengo tal o cual 'cualidad' positiva, aquello que soy depende siempre de elementos tan extraños como poseer un quinto diente, saber un idioma absolutamente inútil, o haberme enterado de dónde está Ugarit. 

Pertenecer es importante, pero también me parece peligroso: desvanecerme entre un montón de cráneos todos iguales me da más miedo que no pertenecer a la especie humana. Pero también, aún más en el fondo, encontrarme a otro no-bautizado, con quién compartiré la eternidad en el Limbo, resulta gratificante... 

Sospecho, en el fondo, que cuando mi abuelita Aurora decía que yo había nacido sin uñas ni dientes, se refería a que había detectado alguna característica notable de mi carácter –para mal, se entiende. Quizás así tenga hecho el cerebro. Quizás, y más probablemente aún, tenga un sentido de la identidad muy débil, y sea algo que hasta se herede. Y a lo mejor es tan frágil mi sentido de la identidad, que jamás consiga encontrar suficiente consistencia para darme cuenta que, ahí dónde pongo mi ser (en la mirada de los otros), como si estuviera afuera, más bien está adentro. 

Quizás. 

Y no, por hoy, no hay frase final que nos salve de la tragedia.

Luego le seguimos. 

Atte:
Esponjita de 13 años.

PD: A diferencia de P!nk, a los 13 me la pasé muy bien


18 marzo 2014

Borderline

Si llego con el psiquiatra y le digo tengo Borderline me va a diagnosticar hipocondria. Si llego y le digo a mi asesor: tengo Borderline y por eso es tan difícil trabajar conmigo, supongo que me va a preguntar que para qué se lo cuento. Si le explico a todos que existe una justificación a mi errático comportamiento y que se llama Personalidad Límite, me van a decir que... ¿y por qué mi gran angustia es andarme justificando con todo mundo? Obvio: porque así evito que me abandonen, porque quienes tenemos Borderline tenemos pánico a ser abandonados. Entonces ¿mi conducta está motivada por el pánico a que me abandonen? Es decir ¿quiero explicarle todo eso al asesor para que no me abandone? No: la única manera en que no me abandone qua asesor es poniéndome a trabajar ¿no? Entonces no debo ceder a ninguno de mis impulsos ¿no? 

Supongo que es por la mera experiencia, pero otra de las características que tiene los Borderline, según una página española dedicada al estudio y al apoyo de los afectados (aquí píquele) es la perenne duda sobre sus propios sentimientos y motivaciones. Uno, después de un rato, ya duda de todo lo que uno siente... lo cuál, como se podrán imaginar, lo deja a uno con la sensación de absoluta falta de control en la propia vida. 

Pero no continuo porque, ya lo adivino, algunos de ustedes habrán pensado ya –¿lo leyó en una página web y ya se autodiagnosticó? ¡O Tempora O mores! ¡Pero qué necedad! ¡Pues vaya al doctor y que él se lo diagnostique! Y, de paso, le da el tratamiento correcto

Vamos, pues. Sí, sí, lo sé: no es raro abrir –en el extremo del ocio– una página de horóscopos y sentir que, efectivamente, la descripción de la personalidad Cáncer con ascendente en Acuario explica los momentos más oscuros de la infancia o del rompimiento con los novios. Uno se emociona con la descripción de la personalidad y, confirmada la primera parte de la prueba, va a ver la profecía acerca del amor para el año que viene. Que uno es bueno para las artes, o romántico y meticuloso, ¡vaya! pero si así, además, puedo leer el corazón y la mente de los otros (¡Del Géminis! ¡Del Virgo!) Y luego uno comprende que esos textos están diseñados de tal manera –probablemente siguiendo los Caracteres de Teofrasto– que uno se reconoce con suma facilidad porque, en realidad, esos textos no dice lo que somos, sino todo lo bonito que queremos ser. 

¿Y si lo mismo pasa con las páginas éstas, donde uno cree al fin encontrar un diagnóstico?

Pero ¡vamos! ¿qué lograrías con un diagnóstico tan macabro como personalidad Borderline, con 10% de suicidios exitosos, incapacidad para mantener los estudios, preservar los trabajos, tener relaciones estables y sanas? Porque, digo, cuando uno se descubre como Cáncer con ascendente Acuario, lo más que puedes decir es que eres casero, sensible y un poquitín rencoroso porque naciste la última semana de julio, pero ¿qué tiene de bueno preescribirse un futuro tan negro y doloroso? Porque no es que todo mundo vaya a decir Pobre de ella, no es su culpa. Sí, dirán eso, pero también dirán: ni la nuestra tampoco, así que compermisito ¿eh?. ¿Entonces? ¿qué consigues con tal autodiagnóstico?

Lo primero, suponemos (ejem... ¿quién es el plural mayestático?) suponemos –decía– que es buscar la ayuda pertinente. Lo segundo, saber que existe un problema y, entre que son peras o son manzanas, tratar de usar la parca inteligencia de la que hemos sido dotados para recuperar el control perdido. 

Pero, ¡vamos! ¡para eso es para lo que debería servir el "autodiagnóstico"! Pero ¿de veras así funciona? ¡ya sabes que estás mal! para eso no necesitaste encontrar esa página. Ya sabes que tienes un problema de pérdida de control... y la solución es jalarse las riendas con todas las fuerzas en cuanto la crisis pasa (y que hay que dejar que las crisis pasen, porque en la cresta de la ola no se puede hacer nada). Ya sabes todo eso. Entonces ¿para qué leer eso y atribuírselo?

Es que... es que lo leí ¿ven? Y me vi retratada. Decía, como el horóscopo, cosas buenas. Por ejemplo, que somos gentes creativas (lo que quizás sea un mito: los locos son creativos, la gente creativa está loca. No hay que tirar a la basura a la gente loca porque podría ser creativa. Apesta: arruina la vida de otros y la propia. Pero aunque sea un vulgar y molesto insecto, a veces puede tener brillantes alas, como las mariposas). Ok: somos creativos... y tenemos harta habilidad para leer la personalidad de los otros (y somos buenos manipulantes, asegún dice, aunque ¿lo soy yo? AARGH ¿y si Valerio está igual de Borderlineado que yo, pero él además es valientote, y no cómo yo? parémosle a esta digresión). ¿Qué más? ¿qué más? Pues todo lo malo: no reconocemos grises: todo blanco o negro (De ahí que E. de la P. me haya dicho Calvinista. Pero no: lo mío no era un desorden religioso sino psiquiátrico). Que siempre tenemos sentimiento de vacío (¿por eso no terminamos lo que empezamos? Eso no dice la página, pero sí que por eso estamos empezando siempre cosas nuevas). Que tenemos pánico al abandono. Y por eso somos violentos, impulsivos, y terminamos alejando a la gente... 

Y aquí viene la razón por la que quiero decirle al asesor de mi mal. Porque creo haberlo alejado como amigo. 

Pero hay una razón mucho más fuerte que todas las anteriores por las cuales deseo que este sea mi diagnóstico. Una razón que se expresa en dos puntos. 

1) Explica –y ¿justifica?– el porqué tengo 34 años y, a penas, terminé la maestría. 
2) Promete que, a partir de los 35 años, se arregla solito. 

Y eso me hizo llorar de esperanza, como un gran pronóstico positivo. 

En cuanto tenga dinero (o seguro médico), habré de buscar ayuda... al menos, diagnóstico. 

Esponjita fronteriza. 

10 febrero 2014

Del proyecto y Quine.

Ya volví.
(y sí, sigo publicando en Tumblr... allá sigue el rollo higológico (ya saben: sicología es eso). Acá les traigo el rollo tesístico).

Al blog, de la psicóloga... 
Es curioso. Venía pensando en todo lo que tenía que escribir y, ahora, como que se me chorrearon las ganas por quién sabe qué agujero. 

Ahorita estoy leyendo a Quine, el artículo este de la Epistemología Naturalizada. Lo que estoy buscando es entender cuál es el proyecto que derivó en la discusión de los contenidos no conceptuales y su presencia y función en los animalitos no lingüísticos. Me gusta mucho la idea con la que cierto ahora asesor mío, en aquellos tiempos, sedujo a mis orejitas filosóficas: es posible poner a discutir a los medievales con los contemporáneos. En particular poner a discutir a Ibn Sina con Bermúdez, por ejemplo, o con Dennet y Searle. 

Y entonces me di cuenta que para entender bien bien la diferencia entre los temores de las ovejas avicenianas y los temores de las ovejas albertinas, tenía que entender de qué son pieza esos temores. O mejor dicho: el problema que pretenden resolver las intentiones avicenianas es distinto del de las albertianas y –ahora sí que– la causa final de una intentio como objeto teórico, dice mucho, pero de veras mucho, sobre su naturaleza exacta (y dice mucho de para qué debe servir aunque no nos diga cómo consigue servir para lo que se supone que debería... pero esos son más bien problemas de la teoría). 

Bueno. El caso es que, efectivamente, hay algo en lo que se parecen mucho el proceder de Avicena y el de los animalistas no conceptualistas intencionalistas contemporáneos: el uso de los animales al momento de internarse en el problema de la formación de conceptos y la experiencia que se tiene del mundo. ¿Por qué ir a los animales? ¿Por qué apelar a Galeno, por ejemplo, cuyos métodos son clínicos, es decir, más observacionales que deductivos? 

La apelación a los animales depende, curiosamente en ambas épocas, de dos presupuestos totalmente distintos pero que concluyen lo mismo: que existe una gradación entre todas las criaturas, ya sea por la evolución, ya sea por la jerarquía de la creación. No importa la razón: resulta que todos tenemos ojos, oídos, cerebro, y al parecer reaccionamos de maneras similares da los estímulos. Por otro lado, a ambas épocas les pareció obvio en qué nos distinguimos de los animales: ellos no hablan, nosotros sí.

En cambio, la apelación a Galeno y a los médicos depende de la saludable relación de la filosofía de corte Aristotélico con las ciencias biológicas... tan saludable, aunque más ingenua, que la que tienen los filósofos de la mente contemporánea con los 'cientistas' cognitivos de estos tiempos. 

Y ¿en eso se parecen? Pero ¿cómo se pueden parecer si los presupuestos de sus filosofías de las ciencias y sus epistemologías son tan radicalmente diferentes? ¿Lo son?

John McGinns tiene aquél artículo donde dice que en Avicena hay, más que fundacionismo (la lectura clásica de Analíticos Posteriores –y que yo leí en Terence Irvin) hay una epistemología naturalizada. Y entonces aquí les explicaría porqué, pero me di cuenta que tenía que entender qué era la epistemología naturalizada para explicarles. 

Pero en algo tiene razón claramente, y todos estamos de acuerdo: a penas abre el artículo y McGinns nos recuerda que entre Avicena (y Alberto, obvio) y Quine hubo una época oscurísima donde la metafísica fue humillada y el a priori como fundamento de todo conocimiento, como estrategia para vencer al genio maligno de Descartes, rigió invicto. ¿Qué es lo que entra en crisis, entonces, en la época de Quine, y que aún no existe en el siglo XIII y XIV? 

Vamos: eso es suficiente material para sospechar que el modo de plantear y resolver los problemas, tanto en el agitado s. XIII como en los hippiosos 60's, tienen alguna fuerte relación entre sí. (me acordé de eso de que Tomás andaba metido en huelgas estudiantiles... ok. Pero no exageraré con las coincidencias). 

Pero sabemos que, por el otro lado, los presupuestos son muy, muy diferentes. Mientras leo a Quine me queda claro que él es una reacción a Carnap quién, a su vez, ya había asumido el triste destino del empirista de no poder obtener, de la percepción sensible, la certidumbre que busca el epistemólogo, ni la fundamentación de nada. Pero en la época de Alberto y, no se diga, el platónico Avicena, ¡ése no parecía un problema! ¿o sí?

No, no sé. 

¿Hay un problema atrás? ¿Aún más básico, que sea el mismo y continuo desde Analíticos Posteriores + De anima (la suma de McGinns) hasta Richard Heck explicando porqué McDowell no le entendió a Gareth Evans? Y, en esa historia ¿la época que va desde Descartes hasta donde alcance el neokantismo, es más bien una excepción, y al terminar ese oscuro periodo la ciencia volvió a tentalear su seguro camino, el camino de la Diosa

Eso último ya está muy fumado. Pero espero que se vea con más claridad por qué emprendí la lectura de Quine y sobre la naturalización de la epistemología. Quiero distinguir claramente entre el programa al cual pertenecen ciertas teorías, y las teorías mismas. Porque ¡AHHHH! 


EL DESCUBRIMIENTO DE HOY. 

Según Quine, el programa de Carnap se viene abajo cuando trata de traducir, esto es, reducir el discurso que da cuenta del tiempo y el espacio físicos a su nuevo lenguaje. 

¡¡¡SÍ!!!

Si entendí bien, así merito como le pasó a Alberto, que tampoco pudo reducir, a sus intentiones representadoras pero carentes de lo representado, a la izquierda y la derecha. 

EN RESUMEN:

Es importante ver si los programas coinciden o no coinciden. Si no coinciden, no hay bronca, pero al conocer cada programa podremos, al menos, evitar al máximo el riesgo de lecturas anacrónicas. Y aún si no coinciden en nada, algo tenemos por seguro: los problemas de Aristóteles, Avicena y Alberto son los mismos problemas de todos los demás: la fundamentación del conocimiento empírico del mundo... ¿no? 

***
De lo demás me da hueva hablar. 
Sí, me está pegando durísimo. 
¿Qué me estaba pegando durísimo?
No tengo idea. 
Fui a la psicóloga. 
Estoy 'analizando' seriamente ir al psicoanálisis. 
Y me urge terminar de plantear el proyecto para ver al Asesor. 
(quién, por cierto, tiene la culpa de mi más reciente adicción). 

Y del asesor, pero per accidens
Me urge volver a alemán. Se me está olvidando feamente. 
Con el árabe no pasamos del alifato: sí está muy perro el asunto. 
Mi único pretexto para ver series gringas es practicar el inglés. 
Pero no sirve tanto: nomás estoy aprendiendo mentadas de madre. 
El inglés de Quine es bellísimo. Creo que me pondré a practicar 'Quineano'.
Volver al griego, al latín. 
Se me va a hacer Babel el cerebro. 
Pero bueno. Ya veremos. 

Ya veremos... 

Esponjita

03 febrero 2014

Maldito inconsciente de porquería

Luego de estar escribiendo sobre el sueño del monstruo pelirrojo, ayer soñé con Valerio, ni más ni menos. En la casa de mi abuela paterna (la abuela esta amiga de la esposa de mi papá), y con mi papá (sí, mi papá de a de veras). 

Ese sueño no lo voy a contar, sobre todo, porque no me acuerdo muy claramente de todo. No fue tampoco un sueño impactante... como el sueño del monstruo de los ojos amarillos. Pero después de hacer un pequeño esfuerzo, recordé que ¡ah, casualidad! luego de lo de ayer, pos soñé con el que no soñé anoche. Y soñé con mi papá real. Y en ese lugar peligroso que es representado por la casa de mi abuela. 

Que ni tan peligroso ¿vieran? Era un lugar donde, de niña, yo era muy feliz. Ahí pasábamos los fines de semana de cuando mi papá venía a México. Y mi papá era pura prodigalidad de cariños y arrumacos con mi hermana y conmigo. Y mi abuelita también nos apapachaba mucho. Era un lugar feliz, definitivamente. 

Es más: el que estaba de más en el sueño era Valerio. Pero era la parte más alegre del sueño. Era lo más emocionante. 

Iba de traje. 

Y eso significa que iba de jefe. Y esa idea sí la tenía muy clara en la cabeza cuando desperté. Y me acordé de uno de los primeros sueños que tuve con él. 

Eran los años veinte y todos los de cierto seminario, íbamos en un carro descapotable... de los años veinte, se entiende. Y entonces él iba manejando y, por alguna razón extrañísima, el carro se metía a un hotel, ¡pero al restaurante! Y nadie parecía inmutarse. Yo me quedaba con él en el carro esperando a que nos sirvieran café, entre mesas tiradas y loza destrozada. Y él, risa que risa, no contaba chistes y cosas que nos ponían muy contentos... traía un traje de raya de gis y un sombrero y ¡ah, esa ha sido mi fantasía toda la vida, verlo así, jajaja!

En este sueño no. Iba de traje, simplemente. Tengo la imagen de verlo pasar por el pasillo de la casa de mi abuela. 

No puedo recordar más del sueño. Recuerdo que esperaba su caricia de algún modo, pero una caricia tierna... y aunque ahí estaba mi papá, ese sí que era un verdadero y real, legítimo y demás etcéteras, sueño de Daddy Issues.

Y lo cuento porque, quizás, eso explique la barrera enorme que me impide acercarme a él. Al otro que no va de traje, ni es el jefe, y que a veces siento como si me susurrara y me dijera ¿salimos a jugar?

A él sí lo quiero mucho. 

Papá Alejandro

La pregunta es: ¿Cómo pasar de Daddy Issues al Doktorvater de una manera saludable y exitosa? Bueno, admitiendo primero que hay un daddy issue que hay que resolver. Y que toda decisión que se tome será tomada objetivamente, es decir, teniendo en vistas la felicidad propia, el presente, y la realidad. 

Ricardo Blanco Beledo me dio un par de clases curiosas. Una era sobre antropología bíblica y la otra sobre psicoanálisis. En una clase de las de psicoanálisis nos dijo que, aquél que en la consulta habla y resuelve asuntos con su madre simbólica y luego va y le grita de cosas a la viejita que vive en su casa... se lo merece. Tal cual, es decir: que es un soberano pendejo. Pero la confusión es obviamente muy común. 

En todo caso, el descubrimiento personal es justamente ese: el viejito que te habla el día de tu cumpleaños y quién, ante un reclamo tuyo, va y busca fotos para probarte que le tienes un resentimiento infundado, no es el mismo papá que engendró ese resentimiento.

Y tan no lo es que, mientras tú estás haciendo un berrinche de los mil demonios porque el Daddy Issues no le ha volteado la cara a Daniel con una cachetada, tu papá viejito y real te habla y te dice que te quiere mucho, que Daniel es un hijo de su chingado padre... y tú nomás lo toleras como a un viejito, apresuras la plática, y te vas a dormir solamente para soñar que el Daddy Issues te dice "te quiero mucho".

Y te despiertas y te preguntas ¿por qué quiero que Daddy Issues me quiera, que sea como mi papá, si yo sí tengo papá?

Habrá qué retrotraerse a cuando tenías 11 años y papá 41. Entonces papá no era un viejito sino que era el ser más inteligente del planeta, más justo, más guapo, más hábil. Para ti (aunque aún no conocías esa palabra), era el hombre más lúcido del universo. Y entonces, él, encarnación de la justicia, elige a su nueva y jovencísima esposa sobre ti. Tú le has hecho la vida de cuadritos a Nancy, la chamaca de 24, su tutorada de ingeniería química. Ella, inmadura, ha escuchado los consejos de la nueva suegra: seguro tú eres un artefacto de tu madre, la todavía legal esposa, para acabar con la joven relación. Ella lo obliga a elegir entre tú y ella. Él la elige a ella. Tienes 34 años. Sigues sin superarlo... 

En el sueño de ayer, sospechosamente, aparecía el tal filósofo de los zapatos rosas quien se negó a dirigirte la tesis de licenciatura porque se había peleado con Daniel. Eras desechable, insignificante. Eras, para él, un apéndice de Daniel. Así que, cuando apareció no uno, sino dos doctores que te trataban de convencer, cada uno a su modo y de su lado, que te quedaras con ellos... que te valoraban... ¡uy! te sentiste valiosa y segura. Finalmente te quedas con Daddy Issues

Pero entonces descubres que no puedes con todo el paquete... con todo lo que implícita o explícitamente le prometiste. No puedes aprender alemán en un año. No puedes entenderle a Alberto rápidamente. Te pierdes. Daniel elige a 'Nancy' y te expulsa de su vida como una vez lo hizo papá. Y...

Tienes un pánico espantoso de que Daddy Issues también te abandone. Que te abandone porque eres una niña mala. Y porque no eres todo eso que le prometiste ser. Porque quizás E. P. (el filósofo de los zapatos rosas) sí tenía razón, y no eres sino una sombra de Daniel. No vales lo que vale Daniel. Si te dirige a tesis a ti es porque a Daniel no se la puede dirigir. Pero –piensas– el dice ¡ojalá fuera a Daniel!

Pero un buen día te das cuenta de que, si Daddy Issues te abandona, no pasa nada. Para empezar no tienes 11 años. No es, tampoco, el único en el mundo. No lo necesitas en realidad. Sí, se te complicarían las cosas si te manda a la chingada... pero poquito.

Entonces acabas la tesis. 

No entiendes porqué no puedes dejar de ser agresiva con él, tan agresiva si, por otro lado, lo único que quieres es hacer cosas agradables para él. No entiendes porqué no lo puedes ver como a un igual, un amigo, un colega que sabe un chingomil más que tú, que te puede guiar y orientar... pero que no te va a dar eso que necesitas tanto. 

Porque aunque venga papá viejito a llevarte al doctor, aunque venga papá viejito y te dé dinero para imprimir la tesis, aunque venga papá viejito y te llame por teléfono sólo para decirte te quiero mucho, eso que hace ahora no llena el boquete. Si él no puede llenarlo, él, que está vivo y es tu padre ¿entonces quién?


Tú.


Analizas de nuevo el sueño, parte por parte. Este sí que no era un sueño de Daddy Issues. Es más: a lo mejor ni siquiera estabas soñando con él, sino con otra persona. Con otra persona que también tiene hijos y a los que sí conoces, y con los que sí platicaste... como en el sueño. Revisando el texto anterior ¿no se te hace sospechoso que tu descripción de sus hijos sea Blancanieves

Quizás lo único que quieres es que papá cambie su decisión cósmica y te elija a ti en vez de a la bruja de Blancanieves. Que TODOS ellos, te elijan a ti en vez de elegir a cualquier otro.

Entonces repasas el plan: me voy de intercambio a Bonn, veo mi manuscrito del De memoria. Ya sabes a quién contactar, qué idioma tienes qué aprender, cuál perfeccionar. Sabes cuál es tu pánico. Cuál es tu fortaleza. Y sabes que no lo necesitas mucho más que a otros muchos que tienes a tu al rededor, salvo porque has trabajado con él, él te ha leído, y tienes química con él al momento de pensar las cosas. Pero que, aunque seas muy afortunada de habértelo encontrado, no es insustituible como sí lo es papá. El único que tienes se llama Papá Fernando. No hay Papá Alejandro.

Y piensas en el final del sueño. Un demonio de cabellos rojos y ojos amarillos que, descarnado totalmente, se presenta como lo que en realidad es cualquier padre arquetípico:


¿Te juzgo?

31 diciembre 2013

Recuento 2013

Esta entrada ha sido corregida porque se me había olvidado LO OTRO más importante de este año: dejé de fumar. 
Sospecho también que la entrada se irá actualizando a lo largo del día. Por ejemplo: todavía faltan los propósitos... 

De que fue un año intenso, no hay duda. Hasta el mismísimo 30 de diciembre quedó colmado con sorpresas. Ni siquiera sé si convenga hacer una lista como conmemoración de este año. O, peor aún, no sé si sea conveniente hacerla antes de que termine de transcurrir el 31 de diciembre. 

Podría, por ejemplo, ir poniendo los eventos más relevantes. Quizás, por la anticipación que lo corona, lo primero que debo referir es la obtención del grado de maestría. Y pues sí: soy maestra al fin, después de 5 años. Por lo tanto, si pretendo sobrevivir en la academia –y vivir de la academia–, tengo que terminar el doctorado en la mitad de ese tiempo. 

Ése es el evento evidentemente relevante. Pero no es el más importante. Pasaron otras muchas cosas: volví a la docencia. Salí huyendo de aquella prepa pero con un gran iPad como producto de mi liquidación. Entré a dar clases de licenciatura a la UCLG. Pero aún más: participé en el Aquinitas y el Aquinas. Fueron los tiempos de la cosecha. Y sí, no todo funcionó a la perfección: las cosas fallaron en el seminario de la UAM-C en parte por mi enfermedad, en parte porque se juntó con lo de la prepa, en parte porque jamás les agarré los modos, el humor y las maneras a toda esa gente (lo cuál no los hace mala gente: la que tuvo problemas para relacionarme fui yo).

Pero eso no es lo más valioso que me pasó este año. Fue la gente. Y de ella, lo más querido y entrañable... lo maravilloso fue la amistad con R., porque su incubación fue un proceso largo, sui generis y muy extraño, lleno de mi locura y su inaudita capacidad para dejarse sorprender por ella, tomar mi mano, y ponerse a bailar conmigo como si fuera un vals. 

Y él, junto con los demás amigos, fueron la coronación y salud de este año. Descubrir, ¡oh maravilla! que para ir al cine, tomar cervezas, ir a fiestas, recibir abrazos, hacer filosofía, platicar, escribir y enseñar poemas, bailar, comer y respirar, no es necesario un novio: se puede hacer todo ello perfectamente con amigos. Y que los amigos son como flores de un jardín, todas diferentes, y que yo tengo el súper poder de hacer muuuuuchos amigos. Así que este año me la pasé transitando y cultivando mi jardín con muchísimos amigos varios y, a parte, cuidando a mis más cercanas, amadas, valiosas y exóticas flores-amigos. Que sí, se cuentan con los dedos de una mano, como debe ser y corresponde. 

Y, a propósito de la enamoración y esas cosas incómodas, vine a romper tristes relaciones. Una buena puñalada en la espalda recibí de Daniel el 30 de diciembre, pero comprendí que toditita la culpa la tengo yo y, como a un pinchurriento vicio cigarro-kind, le aplicaré los 12 pasos y ¡San Se Acabó!. También aprendí mucho de los sumamente peligrosas que son las redes sociales para esos asuntos y, al final, terminé con una amistad muy, muy querida, que me despertó otro tipo de quereres a pesar de que todo era por el tuiters. Nunca más con un tuitero. 

Y de la parte positiva de la enamoración sólo diré que todo pinta esperanzísticamente, lo cual ni es bueno, ni malo, sino todo lo contrario y... o sea, que qué les importa (he aquí que cierro los ojos, o mejor dicho, los abro y busco una estrella o cualquier otro cuerpo celeste de esos que sirven para pedir deseos y... ya veremos qué pasa en enero). 

Y de la gente, again, la extrañísima relación con el asesor. De ello, por ahora, sólo quisiera agradecer a todos los númenes y arúspices que su sabio corazón me dio una segunda oportunidad... 

No sé qué más escribir sobre este año 2013. De hecho este final de año está muy desangelado en cuanto a la escribidera. Esperemos retomar energías para enero. Pero sí quisiera concluir con algo.

En términos generales éste fue un año muy bueno. Si, cual horóscopo chino, tuviera que colocarle una etiqueta, sería la de la salud (y la del dinero, aunque ahorita estoy quebrada). Ya veremos qué pasa el próximo año. Ya veremos si Don Alejandro se anima a emprender la construcción de otro pedacito de la Catedral junto conmigo. O si los jardines amistosos crecen, o si incluso me toca ir a cultivar allá a la lejana e Inteligible Europa este mismo año (y se me hace, al fin, conocer  el funicular de Dresden). Y si, finalmente, alguien me pide una nueva pieza de este vals que está apunto de arrancar... mi amadísimo amigo... o alguien más. Todo lo que resta es expectativa... 

¡Feliz Año 2014!

*Piiiiiiiuuuuu, PuM, PuM, shhSHHsshhsHHSss, PuM... Piiiiiiuuuuuuuu, Piiiiiiuuuuu, PuM, poc,  poc, pum, pum, shhSHHsshhsHHSss* <— fuegos artificiales.





ahhhhhh!!
ADDENDA: 
Obviamente hubo otras cosas dignísimas de mención: 

1. DEJÉ DE FUMAR y van 9 meses y contando. 
Lo de dejar de fumar comenzó por la rodilla. Desde que entré a trabajar de Community Manager (como bien conmemora este post), me dio por caminar desde Insurgentes hasta mi casa, lo cual son más o menos 5 1/2 km. Entonces mi rodilla jodiose y dio de sí. Y aquello fue espantoso. A eso, júntenle lo de la jodidez de los pulmones, la piel arrugada, los dientes amarillos y siempre espantosos, la peste, y no diré quién que –medio en broma, medio en serio– me dijo que le iba a apestar su libro de cigarro. Ya eran muchas cosas espantosas de las cuales podía culpar al cigarro y así, en abril, decidí dejar de fumar. Obviamente mi salud ha mejorado muchísimo (claro, lo de la rodilla fue producto también de la mágica Glucosamida), pero lo que en verdad mejoró fue otra cosa. De pronto descubrí que tenía el súper poder de tomar mi destino en las manos. Y así, cada vez que un miedo me sobrecoge o una empresa nueva se presenta, si llego a dudar de poderla acometer, recuerdo que llevo X meses sin fumar... y contando. 

2. Qualia y Vasili. 
Qualia era un gato muy violento. Luego de operarlo, mejoró bastante pero no lo suficiente como para que Chupacabras fuera una gata feliz. Murió Chupacabras y traje a Vasili. Y, entonces, ocurrió el milagro, el cual se ha verificado progresivamente durante este año: Qualia se volvió un gato sociable. Ya no araña, ya no juega a los mordiscos-saca-sangre. Vasili, el gato más simpático y sociable del universo, tierno, lindo y amable, lo educó. Y, además, el famoso Camaradita Vasili Grosskatz me enseñó algo: no es un gato absolutamente bello como Qualia, pero es simpatiquísimo. Y aprendí a valorar la simpatía y la dulzura de espíritu... incluso en los gatos. 

3. De Don Alejandro
Seré escueta y haré una lista. a) Terminé la tesis. b) Le gustó lo que pasó en el Aquinas, al parecer. c) Quiere trabajar conmigo en el doctorado y, luego de pensarlo mucho, yo también. Quizás aquí convenga explicar el "después de pensarlo mucho". Me quería ir a Extranjia a estudiar. Ya ven ustedes: el asunto del prestigio, de qué es lo mejor para ti, de la experiencia. Entonces ocurrió que me enteré que la gente con grandes doctorados en Europa (gente más o menos de mi generación) llegan a México con una publicación, a lo más, y la mayoría de las veces ¡en revistas mexicanas!. Salvo uno: uno que nunca se fue y que hizo el doctorado en provincia... pero publicado en lugares "muy acá", "muy-muy" y "píris nais". Y me di cuenta de que yo estaba confundiendo la magnesia con la gimnasia, y que no habría duda sobre irme si no estuviera aquí el pedacito de Europa. Aunque sea en la UAM. Y con el plan, que hay que armar correctamente, sobre cómo llega a Bonn y al manuscrito del De memoria. 

4. Del Vals. 
En la sección de arriba, además de poner un vals, hablé de un Vals y del bailarín. Sobre el tema no quiero decir nada por ahora, justamente porque uno de los grandes cambios de este año, ha sido mi relación con el blog, con el bailarín del vals y con el vals mismo. Un buen plan para este 2014 será comprar un diario... ¡o no comprar nada, por el amor de Dios! (bueno, es otro ya son propósitos... no comprar, jajaja), sino escribir para mi lo que es para mi en forma de diario personal –idea robada de @maríadelaos– y escribir para el público lo que es para el público. Y si hay poemas, poemas se publicarán. Y ya veremos cómo evoluciona lo de la bailada. 

Si en lo que sigue corriendo el 31 de diciembre se me ocurre otra cosa, vengo. Beijinhos.