No es trivial. Cuando uno va creciendo se emociona por volverse más fuerte, más inteligente... ¡más hormonado! Todo es promesa y va hacia arriba. Luego llegan los años treinta y los cambios asustan. En general los cambios asustan, pero ahora van sin promesa ni esperanza. Y luego, para colmo, uno va con el psicoanalista y los cambios resultan también difíciles de manejar. Difícil es adquirir maestría sobre las nuevas habilidades. Aprender a tratar con la recién adquirida humildad es muy difícil, sobre todo cuando uno jamás logra entender de qué se trata lograr algo que no es un logro.
El hermano Sergio es un cuentito de Tolstoi sobre un capitán del ejército (¿era capitán?) a quién la vida se le complica por andar enamorándose de la mujer equivocada. Entonces decide volverse monje, y decide hacerse el mejor monje de todos: el más humilde. La contradicción implícita en ese deseo le da mucha tela a Tolstoi para hacer un cuento sumamente divertido, aunque no chistoso sino bastante estrujador de corazones. Es el mejor cuento sobre narcisismo, creo yo. Y tiene final feliz.
Se supone que todo el asunto psicológico gira al rededor del asunto de la identidad. De ella surge una especie de armadura para enfrentar a un mundo agresivo y peligroso. Esa coraza debe, además, ser como la membrana de la célula: deja entrar, deja salir, y tiene que mantenerse en equilibrio para que la celulita no muera. O también queda la metáfora del ave y su plumaje: sin la capacidad de esponjar la cola y las alas, pierde el poder reproducirse o ganar un buen nicho entre sus congéneres. La identidad no sólo es la urdimbre de nuestra vida psicológica, sino el elemento que nos permite sobrevivir en una tela más grande: la social.
Y entonces me enfrento a la mía. A veces mi identidad se me figura una colcha de parches de colores que, por más que lo intento, no combina. Y cuando al fin creo que todo tiene sentido, que hay un patrón que le da solidez, encuentro un hueco donde hace falta poner otro retacito de tela. Y no sé si sea la experiencia obtenida con los años, los intentos aferrados por recuperar y no perder la salud, o simplemente un agotamiento acompañado de canas, pero de pronto quiero dejar ser a la mescolanza que soy, ya sin preocuparme mucho si el diseño es el correcto o, tan solo si tiene algún sentido.
El asunto es que me canso ¿ven? Alisar el plumaje para garantizar el nicho resulta agotador. Sobre todo cuando el alma, a medio camino entre el tiempo y la eternidad, descubre que la mitad de mis creencias sobre los nichos del mundo está mal. Sí, mal: porque ni siquiera tiene sentido tampoco. Y, para colmo, cuando creo que realmente ya no me importa, alguien me inoportuna con la pregunta correcta, y me doy cuenta de que sigo preocupadísima por el asunto. Que no creo lo que creo que creo. Y me agoto.
Me agoté hace mucho tiempo, creo. Pero al principio de esa pérdida de fuerzas me daba por encerrarme en mi casa para que nadie viera mi plumaje todo greñudo. Luego me di cuenta de que la época de las jacarandas en la Ciudad de México dura muy poco y que, cada vez que se repite, es un año menos de vida, de lozanía y... de fuerza. Entonces decidí echarle un poquito de agua y gel al greñero, y salir a contemplar los colores violetas que cuajan a la ciudad.
En estos días me encontré con fantasmas del pasado. Alargué la mano para saludar al fantasma y darle la mano. Me sorprendió demasiado ver cómo su figura se esfumaba bajo una nube de confusiones, incoherencias, de falta de núcleo. Quise reconocer a aquél de quien me enamoré alguna vez, pero ese sólido pedacito de pan, esponjoso y que tanto placer me daba, ya no está ahí. Que es eso, un fantasma, y que por más que no me lo quiera creer, ese que amé ya no está ahí.
Pudieron ocurrir varias cosas, pensé después. Una, que lo que amaba tenía sentido sólo en función de quién era yo cuando me enamoré. Pero resulta que he cambiado también. Incluso temí haber cambiado tanto que, al igual que él, quizás perdí también mi núcleo esponjosito. También pudo ocurrir que él cambió: que no es más aquella persona admiradísima y a quién quería asimilarme. O pudo ocurrir simplemente que la barrera que comenzó a alejarnos al principio sí existe, y que ahora, simplemente, se coaguló.
Pero, sea como sea, en la colcha de cuadritos que soy yo, pude reconocer su huella. Los quesos y los vinos que busco en el Walmart, o el ponerme a hacer pasta para comer un sábado. O la tozudez de ir a la fuente y plagar de notas a pie el texto... no puedo negar que sin él, no sería quién soy. Incluso mi vocabulario sigue lleno y plagado de su presencia. Y es aquí donde viene el momento de la humildad: recibí, fue mejor, aprendí, y por más que quiera tirar a la basura cada recuerdo suyo, lo que viví con él soy yo, por más que aborrezca la idea de no poderlo negar como él, tres veces, me negó.
Quizás deba contar que un día, en un arrebato de lágrimas, descubrí que aún lo quiero. Cuando al fin dejé que una vocesita interior me gritara ¡todavía lo amas! y dejé de hacer como que estaba todo en silencio, recuperé la paz después de un hondo dolor de huesos. No puedo odiarlo, por más que quiera. O hacía mucho tiempo ya que lo había dejado de odiar y entonces fue mucho más fácil aceptar en qué medida y proporción todavía lo quiero.
Pero la anagnórisis ocurrió mucho después de aquella aceptación. Compré un libro, un libro que abría con una extraña frase: en este texto no corresponden las palabras con las cosas. Y ya, no decía más: el hilo se cortaba ahí, como una declaración que, por su propia presencia, debía decir muchas cosas como si se tratara de una imagen más valiosa que mil palabras. Como el sombrero de Saint-Exupéry que, en realidad, era un elefante atrapado en una boa. Y me molesté mucho: me enfurecí. ¡¿A quién le quiere ver la cara?! Y me vi a mi misma contándole al él de hace diez años, y sentí entonces su vocesita diciéndome te lo dije, te lo dije, así es esa gente.
Y un montón de lágrimas brotó de mis ojos porque entonces recordé exactamente de qué estaba enamorada de él. De su absoluta lucidez. De su capacidad de encontrar cómo deshacer los nudos y despojar a lo incompresible de suyo de su misterio: donde hay demasiado misterio, seguramente hay una trampa. Si sólo ves un sombrero, es porque eso es lo que hay, aunque el mismísimo Saint-Exupéry apele a un perdido poder de la imaginación.
Mi tragedia –y en eso concordaron todos mis psicólogos– consiste en la habilidad que tengo para idealizar a la gente. Para bien o para mal, entiéndase. Y el peligro de aquello consiste en que me volvía incapaz de perdonarles el no cumplir el alto papel que les había destinado. Como mi pobre él, justo antes de irse de la casa, me decía: no puedo cumplir tus expectativas. Perdón.
Tuve que aprender a amar a la gente sin el trámite de la imagen maravillosa que me había hecho de ellos –tantos años, Lévinas, y yo sin entender realmente de qué iba tu asunto. Tratábase el asunto de aprender a querer detrás de las representaciones que me había hecho de ellos para poder interactuar en el mundo. Uno no puede aventarse al mundo sin esas representaciones, pero luego tiene que saber que eso son y sólo eso. Y la decepción deja de ser deceptio y ya no es necesario buscar a un culpable del engaño.
Así fue que pude conocer al muchacho de sudadera y jeans que sólo quería hacer amigos, y reconocer como suyo y propio su enorme poder para obrar prodigios. Y así pude evadir con bastante éxito una serie de amarguras que ni me van ni me vienen, que querían acusar a alguien ante mi mirada. Así pude comprender que por más impresionante que sea ella (la mujer mágica), no necesariamente sus intenciones son puras y bellas, sino que es falible y adolorida, como lo fui yo... y que eso no la hace mala persona. Y así pude perdonar lo que no es necesario perdonar: que la gente no sea como uno cree que debe ser. Y así, al final, pude mirarme también al espejo y perdonarme el no ser lo que al final no tenía porqué ser. Perdonarme el no creer en lo que creo que creo. Perdóname Moore.
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