—Hay dos clases de personas– dijo el hombre, dio una fumada a su cigarrillo y volteó a ver la cara de su interlocutor y no habló hasta que el otro levantó las cejas como pidiendo ya la respuesta.
–Unas son sumamente estúpidas cuya única preocupación es si son importantes o no. Sólo les preocupa qué tanto las admiran los otros, qué tan importante es lo que hacen. Pero son terriblemente cobardes, siempre buscan el camino más fácil y se desesperan de que las cosas no les salgan como lo habían planeado. ¡¿Pero cómo les iban a salir bien las cosas, si a sus grandielocuentes planes siempre los acaba venciendo su espantosa pereza?! Siempre eligen el plan B, y si el B les da también demasiado miedo, inventan uno C a los cinco minutos de que se les acaben los plazos. Son desesperantes. Siempre se quejan de la mala fortuna, de la mala suerte de estar rodeados de gente inepta incapaz de comprenderlos. Son insoportables. Las detesto tanto... y ¿sabe por qué? Porque la solución a sus problemas es tan simple, tan sencilla. Yo les digo cómo solucionar sus problemas, y sólo me escuchan, se molestan conmigo, y terminan por dejar de dirigirme la palabra. Y no comprendo por qué. Supongo que son demasiado necias o demasiado estúpidas para darse cuenta de lo simple de la solución a sus problemas.
—¿Y el otro tipo de personas? ¿cómo son?
El hombre volteaba a todos lados y parecía como si no hubiera escuchado la pregunta. De pronto, su interlocutor le alcanzó un cenicero, que el hombre agradeció con un gesto. Tomó el cenicero, sacudió sobre él el cigarro, y dio una última fumada.
—Son los otros. Los que no se parecen a mi. No tengo ninguna razón para aborrecerlos.
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