No hay juez más terrible que nosotros mismos.
Los otros son espejos terroríficos.
Son la vergüenza misma personificada.
Dios nos libre de descubrir que tan sólo son espejos.
Por lo regular creemos que de su terrorífica mirada nos protege la muralla de la carne: ella se levanta inexpugnable entre los ojos del mundo y nuestras vergüenzas. Nos protege de los dardos de la acusación más terrible. Nos protege de la hoguera levantada como castigo por nuestras iniquidades.
Desde la atalaya de la mentira, nuestra compungida alma arroja dardos que la defienden del sitio en que nos colocan los ojos ajenos. Nos encerramos con silencios y mentiras protegiendo nuestra integridad. Estamos sitiados, siempre, por los ojos ajenos.
Quien no siente culpa alguna es quien no es iniquo. Quien llama para su auxilio a las justificaciones todavía carga terribles culpas. Quien necesita de la justificación es quien entabla juicio contra sí mismo. Quien cree haber engañado a los juzgadores ajenos quisiera con toda el alma poder engañarse a sí mismo.
Hemos confundido los fines con los medios. Creímos que el fin era romper el sitio de los otros ojos. Que nos dejaran en paz.
Pero ¿quiénes son los otros ojos? ¿hemos acaso también nosotros expugnado sus murallas y atalayas? ¿conocemos entonces la calidad de los jueces que moran detrás de las miradas terribles?
No. Sólo suponemos que detrás de los otros ojos se encuentran terribles jueces. Sólo los adivinamos. Entonces construimos discursos y defensas capaces de destruir el juicio más certero. Torcemos con argumentos las certezas del juez que adivinamos. Nos hacemos imagen y semejanza de aquello que los otros ojos desearían ver. Pero al juez sólo podemos adivinarlo.
Más aún: al juez sólo podemos inventarlo nosotros mismos.
¿Y de qué material lo creamos? ¿de dónde tomamos el soplo divino para darle vida? ¿no será que el terrorífico juez está hecho a imagen y semejanza de nuestra vergüenza?
Enloqueceríamos si tratáramos de satisfacer a jueces diversos. Muchos enloquecemos. Somos partidos por la mitad o en cinco partes cuando tratamos de satisfacer diversidad de creaturas, diversidad de fines, diversidad de peticiones. La contradicción cae sobre nosotros aniquilándonos, obligándonos a destruir todas las creaturas en que nos hemos tratado de convertir. Sólo podemos cargar una forma a la vez, sólo podemos volvernos una creatura a un tiempo.
Si nos ofrecemos como materia, como materia seremos tratados.
Como materia seremos aniquilados.
Nuestra aniquilación proviene del desorden con que hemos construido a nuestros múltiples jueces. Hemos supuesto deseos tan dispares en cada uno, que nuestra propia construcción anticipa la aniquilación desde su semilla. No hay justificación que soporte una miríada de fines. Tenemos que sobreponernos a todos los jueces. Encontrar al juez relevante, al juez único. El politeísmo nos hace daño.
¿De dónde sacaremos entonces el modelo para crear al único juez al cual habremos de satisfacer? ¿De qué ojos podremos adivinarlo mejor?
Un perverso grillo verde nos susurra al oído que todo lo hemos hecho mal. Si he caminado hacia la izquierda, el grillo reclama que hayamos abandonado el camino derecho. Pareciera que el grillo no se pone de acuerdo con él mismo. Está loco, esquizofrénico, grita y aúlla y nos impide el movimiento. ¿De dónde, entonces, construiremos un solo grillo, prudente y lógico, que nos lleve por el único camino?
¿De dónde el grillo que no quiera aniquilarnos?
Por ello nos sentimos seguros detrás de las murallas de la carne y el silencio. Por ello las mentiras nos protegen de los grillos que son legión. Les metimos a unos y a otros. Sólo quisiéramos silencio. Un solo compás, un solo ritmo para dar un solo movimiento.
Hemos de matar a los grillos. Por cada ojo que nos acusa pareciera haber un grillo-embajador. Por cada grillo asesinado, se cierra un par de ojos. ¿Qué juez vendrá a sobreponerse al griterío? ¿Qué juez nos devolverá el silencio que nos faculte para la acción?
¿Y qué si no existe un solo juez, un solo par de ojos?
Acaso esa es la cuestión que exige la sentencia Dios ha muerto.
Ante el túmulo al divino, el túmulo a los ojos, estamos desamparados. Han caído las murallas. Nuestra carne se abrió y nos dejó en carne viva expuestos ante las invectivas de la acción. Ni madre, ni padre, ni patria hay ya detrás de los ojos. Ya nadie nos mira. Ya no hay hoguera tan temida. Se nos quema la carne por combustión espontánea.
Si descubriéramos que los ojos son tan sólo espejos de nuestra propia mirada, nos veríamos arrojados al abismo.
El amor no es verdadero. Nos engaña. Nos invade de ardores y picores que nos hacen huir o arrojarnos a multitud de fantasmas. Quisiéramos adivinar al juez que vive detrás del amor: que para proteger a la especie, que para conservar el orden del mundo. Que el fin de las fugas y los arrojos trasciende al puro ardor, a la pura picazón. Que la certeza falaz de particular y concreto picor es reflejo de una verdad universal, única y sólida.
Pero Dios es amor. Y Dios ha muerto.
Hemos sido creados bajo la más terrible contradicción: la unidad es nuestro principio.
Vemos cosas que son siempre una cosa. Nuestra tarea metafísica más elevada implica descubrir la identidad de las multiplicidades: reducir lo amarillo, lo triangular y lo dulce a un pedazo de colmena. Ver la semilla, el árbol y la casa como lo mismo.
¡Ahí va el pájaro!, ¡ahí va el avión!, ¡ahí va Superman!... si no hubiera una acogedora unidad detrás de los errores, viviríamos presa del terror a lo vacío.
La sustancia del mundo son los unos.
Pero el montón de arena se desmorona y el río siempre se está vaciando. Porque se nos ha dado la virtud de ser también movimiento.
¿No hay contradicción más terrible para la creatura que el ser principio de movilidad y principio de unidad? ¿no fue más bien que se le arrojó del paraíso el día que se le conminó a perseguir estabilidades inestables? ¿y no así conoció la muerte?
¿No era el amor una falacia para que confiara en la unidad de lo diverso?
Se le engañó a la creatura una única unidad: se le otorgó la mirada.
Ella es una única mirada. Su mirada obró la terrible creatura del continuo. Hórrido descubrimiento fue para ella saber que también lo continuo era un espejismo, que su mirada lo había puesto sobre el mundo, no el mundo sobre ella. Ella descubrió entonces que estaba sola, aislada. Quiso aniquilarse perdiendo su continuidad. Y el creador misterioso, compadecido de la creatura abierta en canal y casi en la morgue, le obsequió la palabra: mágico telar en donde su unicidad encontrara reposo en la ingente multiplicidad.
Y con la palabra construyó las murallas de la carne y las atalayas de la mentira. Y se cobijó con ella y creyó que estaba construyendo el mundo.
Y creyó que estaba comprendiendo al mundo.
Y con la palabra tejió el orbe entero, con todos sus jueces y sus grillos, y sus casas y sus ríos. Y con la palabra se construyó una máscara sonora, y la llamó persona. Y se levantó en el centro del mundo tejido, y con su persona dotó de nombres múltiples a conjuntos heterogéneos de los nudos del mundo, y los creyó cosas y unidades y solideces.
Y también creó máscaras como la suya, y las llamó personas, y les colocó ojos, y los obró a imagen y semejanza suya.
Pero nada de ello sirvió para revivir a Dios.
Las orillas de la tela se descosen. Se pierden en el horizonte. Y esperamos llenos de esperanza ver cómo, un día, se alzará la vela de algún barco emisario que venga desde otra tela, desde otro mundo, desde otra lengua.
Es que nos quedamos sin ojos.
Dios nos libre de darnos cuenta que los otros ojos son solo espejos puestos por el artesano en un mismo árbol de la vida. Todo él del mismo barro. Todo él frágil y diverso. Todo él, imagen de la única mirada del artesano inexistente: del artesano muerto. Digo pues, Dios nos libre de tan horrible descubrimiento.
Dios nos libre de la nada: nuestro anihilamiento.
Los otros son espejos terroríficos.
Son la vergüenza misma personificada.
Dios nos libre de descubrir que tan sólo son espejos.
Por lo regular creemos que de su terrorífica mirada nos protege la muralla de la carne: ella se levanta inexpugnable entre los ojos del mundo y nuestras vergüenzas. Nos protege de los dardos de la acusación más terrible. Nos protege de la hoguera levantada como castigo por nuestras iniquidades.
Desde la atalaya de la mentira, nuestra compungida alma arroja dardos que la defienden del sitio en que nos colocan los ojos ajenos. Nos encerramos con silencios y mentiras protegiendo nuestra integridad. Estamos sitiados, siempre, por los ojos ajenos.
Quien no siente culpa alguna es quien no es iniquo. Quien llama para su auxilio a las justificaciones todavía carga terribles culpas. Quien necesita de la justificación es quien entabla juicio contra sí mismo. Quien cree haber engañado a los juzgadores ajenos quisiera con toda el alma poder engañarse a sí mismo.
Hemos confundido los fines con los medios. Creímos que el fin era romper el sitio de los otros ojos. Que nos dejaran en paz.
Pero ¿quiénes son los otros ojos? ¿hemos acaso también nosotros expugnado sus murallas y atalayas? ¿conocemos entonces la calidad de los jueces que moran detrás de las miradas terribles?
No. Sólo suponemos que detrás de los otros ojos se encuentran terribles jueces. Sólo los adivinamos. Entonces construimos discursos y defensas capaces de destruir el juicio más certero. Torcemos con argumentos las certezas del juez que adivinamos. Nos hacemos imagen y semejanza de aquello que los otros ojos desearían ver. Pero al juez sólo podemos adivinarlo.
Más aún: al juez sólo podemos inventarlo nosotros mismos.
¿Y de qué material lo creamos? ¿de dónde tomamos el soplo divino para darle vida? ¿no será que el terrorífico juez está hecho a imagen y semejanza de nuestra vergüenza?
Enloqueceríamos si tratáramos de satisfacer a jueces diversos. Muchos enloquecemos. Somos partidos por la mitad o en cinco partes cuando tratamos de satisfacer diversidad de creaturas, diversidad de fines, diversidad de peticiones. La contradicción cae sobre nosotros aniquilándonos, obligándonos a destruir todas las creaturas en que nos hemos tratado de convertir. Sólo podemos cargar una forma a la vez, sólo podemos volvernos una creatura a un tiempo.
Si nos ofrecemos como materia, como materia seremos tratados.
Como materia seremos aniquilados.
Nuestra aniquilación proviene del desorden con que hemos construido a nuestros múltiples jueces. Hemos supuesto deseos tan dispares en cada uno, que nuestra propia construcción anticipa la aniquilación desde su semilla. No hay justificación que soporte una miríada de fines. Tenemos que sobreponernos a todos los jueces. Encontrar al juez relevante, al juez único. El politeísmo nos hace daño.
¿De dónde sacaremos entonces el modelo para crear al único juez al cual habremos de satisfacer? ¿De qué ojos podremos adivinarlo mejor?
Un perverso grillo verde nos susurra al oído que todo lo hemos hecho mal. Si he caminado hacia la izquierda, el grillo reclama que hayamos abandonado el camino derecho. Pareciera que el grillo no se pone de acuerdo con él mismo. Está loco, esquizofrénico, grita y aúlla y nos impide el movimiento. ¿De dónde, entonces, construiremos un solo grillo, prudente y lógico, que nos lleve por el único camino?
¿De dónde el grillo que no quiera aniquilarnos?
Por ello nos sentimos seguros detrás de las murallas de la carne y el silencio. Por ello las mentiras nos protegen de los grillos que son legión. Les metimos a unos y a otros. Sólo quisiéramos silencio. Un solo compás, un solo ritmo para dar un solo movimiento.
Hemos de matar a los grillos. Por cada ojo que nos acusa pareciera haber un grillo-embajador. Por cada grillo asesinado, se cierra un par de ojos. ¿Qué juez vendrá a sobreponerse al griterío? ¿Qué juez nos devolverá el silencio que nos faculte para la acción?
¿Y qué si no existe un solo juez, un solo par de ojos?
Acaso esa es la cuestión que exige la sentencia Dios ha muerto.
Ante el túmulo al divino, el túmulo a los ojos, estamos desamparados. Han caído las murallas. Nuestra carne se abrió y nos dejó en carne viva expuestos ante las invectivas de la acción. Ni madre, ni padre, ni patria hay ya detrás de los ojos. Ya nadie nos mira. Ya no hay hoguera tan temida. Se nos quema la carne por combustión espontánea.
Si descubriéramos que los ojos son tan sólo espejos de nuestra propia mirada, nos veríamos arrojados al abismo.
El amor no es verdadero. Nos engaña. Nos invade de ardores y picores que nos hacen huir o arrojarnos a multitud de fantasmas. Quisiéramos adivinar al juez que vive detrás del amor: que para proteger a la especie, que para conservar el orden del mundo. Que el fin de las fugas y los arrojos trasciende al puro ardor, a la pura picazón. Que la certeza falaz de particular y concreto picor es reflejo de una verdad universal, única y sólida.
Pero Dios es amor. Y Dios ha muerto.
Hemos sido creados bajo la más terrible contradicción: la unidad es nuestro principio.
Vemos cosas que son siempre una cosa. Nuestra tarea metafísica más elevada implica descubrir la identidad de las multiplicidades: reducir lo amarillo, lo triangular y lo dulce a un pedazo de colmena. Ver la semilla, el árbol y la casa como lo mismo.
¡Ahí va el pájaro!, ¡ahí va el avión!, ¡ahí va Superman!... si no hubiera una acogedora unidad detrás de los errores, viviríamos presa del terror a lo vacío.
La sustancia del mundo son los unos.
Pero el montón de arena se desmorona y el río siempre se está vaciando. Porque se nos ha dado la virtud de ser también movimiento.
¿No hay contradicción más terrible para la creatura que el ser principio de movilidad y principio de unidad? ¿no fue más bien que se le arrojó del paraíso el día que se le conminó a perseguir estabilidades inestables? ¿y no así conoció la muerte?
¿No era el amor una falacia para que confiara en la unidad de lo diverso?
Se le engañó a la creatura una única unidad: se le otorgó la mirada.
Ella es una única mirada. Su mirada obró la terrible creatura del continuo. Hórrido descubrimiento fue para ella saber que también lo continuo era un espejismo, que su mirada lo había puesto sobre el mundo, no el mundo sobre ella. Ella descubrió entonces que estaba sola, aislada. Quiso aniquilarse perdiendo su continuidad. Y el creador misterioso, compadecido de la creatura abierta en canal y casi en la morgue, le obsequió la palabra: mágico telar en donde su unicidad encontrara reposo en la ingente multiplicidad.
Y con la palabra construyó las murallas de la carne y las atalayas de la mentira. Y se cobijó con ella y creyó que estaba construyendo el mundo.
Y creyó que estaba comprendiendo al mundo.
Y con la palabra tejió el orbe entero, con todos sus jueces y sus grillos, y sus casas y sus ríos. Y con la palabra se construyó una máscara sonora, y la llamó persona. Y se levantó en el centro del mundo tejido, y con su persona dotó de nombres múltiples a conjuntos heterogéneos de los nudos del mundo, y los creyó cosas y unidades y solideces.
Y también creó máscaras como la suya, y las llamó personas, y les colocó ojos, y los obró a imagen y semejanza suya.
Pero nada de ello sirvió para revivir a Dios.
Las orillas de la tela se descosen. Se pierden en el horizonte. Y esperamos llenos de esperanza ver cómo, un día, se alzará la vela de algún barco emisario que venga desde otra tela, desde otro mundo, desde otra lengua.
Es que nos quedamos sin ojos.
Dios nos libre de darnos cuenta que los otros ojos son solo espejos puestos por el artesano en un mismo árbol de la vida. Todo él del mismo barro. Todo él frágil y diverso. Todo él, imagen de la única mirada del artesano inexistente: del artesano muerto. Digo pues, Dios nos libre de tan horrible descubrimiento.
Dios nos libre de la nada: nuestro anihilamiento.
4 comentarios:
En un principio, solo habia Dios, él era el todo y todo lo que habia era él, era lo único que existia, y como no había más, tampoco existía, porque no había nadie que diera cuenta de su existencia, debía ser aburridisimo.
Asi que un buen día decidió existir y para ello necesitaba que hubiera alguien más que lo notara, pero tenía un problema, él era el todo y si habia alguien más, ya no sería el todo.
Lo solucionó desconcentrandose, dividiendose en miles de pequeños pedacitos, en una gran esplosión de energía que salió disparada a más de la velocidad de la Luz convirtiendose en materia, el "big bang" pues.
En un instante divino, o si quieres en millones de años humanos, ya estaban ahí un montón de seres que eran parte de él, pero a la vez distintos y que podían reconocerlo como Dios y pudo existir, además de seguir siendo el todo, y por consiguiente omnipotente, omnipresente y omnisciente.
Esos seres, resultaron de lo más complicados y divertidos, porque no se dan cuenta de que son uno con el todo, pero ello forma parte del Show, para eso fue todo el desmadre de la creación, para existir y tener conciencia de dicha existencia individual, a partir de la diferenciación con los demás.
Dios no ha muerto, es el todo, y existe mientras exista algo, valiendole madre nuestra opinión
La ventaja es que así, como divinos somos, El no nos va a juzgar, porque el objeto de estar aquí está cumplido con estar disfrutando de unas hermosas vacaciones en el mundo de los sentidos, sintiendo la caricia del sol, el beso de otros labios, la hierba bajo los pies descalzos, la risa,el amor, etc., el día que se nos acaben las vacaciones nuestra energia(¿alma?¿espiritú?)volvera a ser uno con el todo, al igual que lo hará la materia.
Nos vamos a juzgar nosotros mismos, y entre nosotros, porque nos consideramos individuos distintos y olvidamos que somos uno.
Todo lo que dije no es un invento ni un cuento, me lo dijo Dios mismo a través del grillito de mi conciencia.
Saludos
PP
pues ora si me dio flojera leer tu post, escribiste largo.
jeje, pero la foto me recuerda a una de lennon, nomás te faltan los lentes. el cabello está acomodado igual.
Nihilista pero prolija. Un abrazo.
Esponjita pase a visitarme le tengo un post selecto!! jejeje y ya en dos semanas le estare entregando un pequeño cactus al cual podrá llamarle como quiera!!!. Allos y perdone que no comente algo sobre su nihilismo por que entendí pooco.
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