21 junio 2009

Fascículos III y IV


III

La oficina del tío Alfonso se volvió un lugar casi mítico, a pesar de que antes fue la oficina del abuelo. Ahí yo entraba siempre que íbamos a visitar al abuelo. Nunca entré sola: siempre iba conmigo la tía Lolita. Ella se hizo monja, pero nunca supe porqué dejó de serlo y nunca se casó después. El abuelo se sentaba en su escritorio de roble y se ponía a leer el periódico. Entonces la tía Lolita me llevaba a pasear entre los libreros que a mí se me hacían gigantescos y sacaba algunos y me enseñaba las figuras. Había unas terribles de diablos y de monstruos, y la tía me decía que vivían en el Infierno. Pero a mí no me asustaban, sino que se me hacían maravillosas, aunque definitivamente no quería quedarme sola una noche con ninguno de ellos: ahí en las láminas estaban bien. Un día el abuelo se sobresaltó cuando la tía Lolita me enseñó un enorme remolino donde había unos pobres estaban atrapados mientras me decía que “ese es el castigo de los lujuriosos”. El abuelo lanzó una mirada terrible a la tía quién se puso toda roja, y después tomó el libro un poco asustado. Lo cerró y sonrió diciéndome “¿sabes qué libro es éste? es la Divina Comedia… y es el viaje que hace Dante, el poeta que escribió el libro, de la mano de Virgilio… ¿sabes quién fue Virgilio?” y ante mi cara de sope el abuelo se llevó las manos a la cara, dejó el libro en el librero y nos sacó a las dos de la oficina. Entonces mandó llamar a mi papá.
Mi papá era un tipo de lo más guapo. Tenía los ojos verdes y el cabello blanco. Pero no era viejito como el abuelo. La tía Lolita, mientras se sentaba con dificultad en la banca que estaba en el jardín, decía que mi papá era la prueba viviente de que el diente miente y la cana engaña, pero que definitivamente la arruga desengaña. Mientras se comía una palanqueta, la tía me contaba cómo un día llegó un guapo cubano de quién sabe donde (yo siempre trataba de explicarle pues que había llegado de Cuba, que de dónde más) y arrebató el corazón de toda la muchachada, pero que él sólo había tenido ojos para la princesa más hermosa del baile y se casó con ella. Y yo sospechaba, ya cuando era un poco más grande, que la tía Lolita se la había pasado toda la vida leyendo cuentos de princesas… ¿cuál baile? mi mamá jamás habló de un baile, ni de calabazas ni de hadas madrinas. Pero la tía Lolita siempre decía que aquél amor de cuento ocurrió gracias a los arduos esfuerzos de un hada madrina.
Todos creían que la tía Lolita estaba un poco loca. Siempre llegaba a la casa de los abuelos y se ponía a jugar damas chinas conmigo y mis primos, luego jugaba a las cartas y apostaba un montón de caramelos. Siempre se iba a comer con nosotros y en la cocina, un poco en secreto, sacaba un montón de comics y nos los repartía para que los leyéramos en el jardín mientras los adultos platicaban de cosas muy serias en el salón.
Un día la abuela me enseñó una foto de una joven bellísima: parecía actriz gringa de película. Y yo le pregunté que quién era, que cuándo había conocido a aquella actriz. La abuela se rió y dijo que era la tía Lolita. Y yo voltee y miré fijamente a la tía Lolita: ¿esa señora gordotota podía haber sido alguna vez tan bonita como una actriz de cine? La actriz era ligera como una pluma y tenía una mirada casi celestial. Y en lo único que se parecía a la tía Lolita es que ella tenía el cabello chino y los ojos grises, casi verdes, y la piel morena clara. Y la abuela me contestaba que por eso tenían que cuidarme tanto: para que no me pasara lo que a ella. Pero luego se daba cuenta de que se había ido de boca y se levantaba dejándome llena de preguntas. Y mi mamá decía que esos eran, no tan sólo asuntos de adultos (lo que significaba que eran temas espinosísimos y abstrusos), sino eran cosas de la tía Lolita que era mejor no preguntarle.
A veces mi papá salía del salón y traía unas sillas. Le gustaba sentarse en medio del jardín, sobre todo los días que hacía muchísimo calor. Ponía las sillas bajo el naranjo de los abuelos, acomodaba en una silla a la tía y le servía un enorme vaso de agua de horchata, luego se sentaba junto a mí y me abrazaba. Entonces nos contaba todas las cosas que había visto en sus viajes: que conoció a un pirata con pata de palo, y que era muy malo pero que le dio unas monedas de oro, y él me las regalaba. Y luego que fue a una isla misteriosísima donde había unos escarabajos verdes y me regalaba un mayate vivo, con una cadenita de oro, y me lo ponía en el vestido. Nos contaba unas aventuras increíbles, donde él había salvado a unas pobres vacas de morir en un despeñadero, o que se había peleado con un oso y nos enseñaba las cicatrices en sus enormes brazos blancos. O cuando se peleó con el tiburón y nos enseñaba una cicatriz que tenía en la panza. Y luego cómo fue, en Europa, a una ciudad donde hacía tanto viento que las campesinas tenían unos vestidos tan amplios que se ponían en medio de un llano y volaban, y que se habían diseñado unos sombreros aerodinámicos para controlar sus vuelos, y me regalaba un cuadrito con unos molinos de viento dibujados. Y poco a poco me fui dando cuenta de que la mitad de las historias eran puras exageraciones (¿cómo podía haber un mar de Queso? la Miss Leonor me explicó que eso era imposible), pero los contaba de una manera tan linda, y siempre traía unas pruebas tan maravillosas, que yo lo oía y lo oía sin parar.
Papá viajaba mucho. Casi siempre se iba a Cuba y regresaba con joyas de madera o con instrumentos musicales y me prometía siempre que algún día me llevaría a conocer a mis abuelos cubanos. Me decía que yo tenía un tío brujo y que hacía brujerías con muñecos, pero que eso sí era muy peligroso y que por eso jamás me traía uno. Papá pasaba unas semanas en México y se iba con mamá. Entonces me dejaban en casa de los abuelos con la tía Lolita. Y cuando regresaban, nos traían a las dos un montón de dulces: caramelos, palanquetas, obleas y cosas rarísimas que eran demasiado dulces para mí, pero que la tía Lolita disfrutaba enormemente. Y ahí bajo el naranjo, mi papá sacaba una caja llena de Comics y entonces comprendí de donde sacaba la tía ese tesoro que nos repartía semana tras semana. Una vez papá se levantó de la silla y se puso a bailar un vals con la tía Lolita. Si alguien quería a papá, casi tanto como yo, era ella.
Pero a papá lo veíamos poco. Siempre estaba de viaje. Son pocos los días que recuerdo que se quedaba a dormir en la casa. Siempre que olía a tocino en las mañanas yo sabía que papá había llegado la noche anterior y corría escaleras abajo para abrazarlo. Era tan lindo levantarse en la mañana y ver a papá y mamá abrazados en la cocina mientras mamá preparaba huevos revueltos, hot cakes y tocino. Mamá, antes de que muriera papá, siempre fue una persona seria, pero alegre. Pero cuando papá venía ella parecía una máquina de carcajadas. Creo que después nunca la volví a oír carcajearse de esa manera. Y en la mesita del desayuno papá seguía con sus cuentos y mamá se carcajeaba porque sabía de lo exagerado que era papá. Y papá era lo más maravilloso que podía pasar en las mañanas de los sábados.
Aquella vez de la foto, le pregunté a papá si él sabía quién era el tío Alfonso. Y el dijo, como acostumbraba, que era un tipo de lo más chévere, pero que él no sabía mucho más de él. Que se fue de México poquito después de que se casó con mamá y que, eso sí, nunca se me ocurriera mencionárselo al abuelo. Y por más respuesta a la pregunta que obviamente le hice, me contestó con misteriosas palabras: el orgullo es una fiebre fea. Ojalá la muerte no se le adelante al abuelo. Pero la muerte parecía tener demasiada prisa.
Fue un sábado de esos que pasábamos en casa de los abuelos cuando llegaron con la noticia. Yo estaba con la tía Lolita en el jardín. Ella me estaba contando un cuento y de pronto salió una de las muchachas y, llena de lágrimas, la llamó. Entonces desde adentro de la casa se oyeron unos espantosos gritos y un rayo de hielo recorrió mi espalda. Mis primos, corrieron hacia adentro de la casa, pero una de las muchachas no me dejó pasar: adentro se veían a mi abuela con las manos en la cara y a mi mamá gritando. El tío Juan que nunca venía la tenía abrazada. Yo por más esfuerzos que hice, no pude entrar. Finalmente salió de la casa la tía Lolita, llena de lágrimas pero sin llorar y me tomó entre sus brazos. Y yo le gritaba “¿qué pasó? ¿qué pasó?” pero ella me abrazó muy fuerte y se sentó en su banca sin soltarme. Y sólo pudo decir entre dientes: “¡Ay mija! el cuento se acaba de terminar.”

IV

Visto con ojos muy, pero muy imaginativos, el tío Alfonso se parecía mucho al abuelo. Sólo que el abuelo era muy corpulento y el tío estaba muy flaco. El tío Alfonso, aunque ya tenía una frente muy amplia, todavía tenía mucho cabello, con algunas canas y rizado. En cambio los pocos cabellos que le quedaban al abuelo eran blancos y demasiado cortitos para saber si eran lacios o chinos o qué. Pero eran igual de altos, sus manos se parecían mucho, y tenían esa maldita aura que los acompañaba a todos lados.
Al abuelo le bastaba con ver a alguien para que ese pobre alguien casi casi se pusiera firmes y dijera “sí mi general”. Pero el abuelo nunca gritaba, ni se enojaba ni era grosero. Bastaba una mirada o una frase muy cordial del tipo “¿ya lo hiciste?” para que el interlocutor trastabillara y se deshiciera en disculpas por lo lerdo que había obrado.  Y en el funeral, lo que más odié del tío Alfonso era cómo traía la misma aura de autoridad que traía antes el abuelo. Y todos se comportaban con él como con el abuelo. ¡Pero no era el abuelo! ¡Cómo se atrevían!
A diferencia de papá, platicar con el abuelo era muy difícil. En las reuniones de los sábados, el abuelo acostumbraba retirarse a la oficina y sólo permitía que entráramos la tía Lolita y yo. Pero salvo dos o tres ocasiones, nunca cruzaba palabra con nosotras. Y a mí me venía bien: me gustaba sentirme en su presencia, así, en silencio. Cuando hablaba conmigo yo siempre ponía cara de sope y él se desesperaba mucho y nos sacaba y mandaba llamar a papá. Nunca sabía que decirle, y siempre me dio la impresión de que contestaba mal a sus preguntas. Pero mientras el abuelo no tratara de cruzar palabra conmigo, su compañía era de lo más agradable.
 A veces platicaba con el tío Juan que rara vez venía, o se sentaba a preguntarle cosas a mamá. Cuando papá no estaba, ella se sentía de lo más incómoda, se revolvía en su pedacito del sillón y, en cuanto se presentaba la oportunidad, huía. Con el único que sostenía largas charlas era con papá. Y era obvio: los dos eran una especie de socios y el papel que papá jugaba en sus negocios lo hacía viajar por todo el mundo. Aquella vez que nos sacó a la tía y a mí de la oficina, y que mandó llamar a papá a la oficina, los resultados fueron, para mí, desastrosos: me sacarían del Colegio del Sagrado Corazón y me inscribirían en el Instituto para Señoritas. Y yo repatee y grité y dije que no, porque ahí estaban todas mis amigas, y nosotras nos pasábamos la vida entera burlándonos de las cuquis y noñis del Instituto, y ahora  ¡yo iba a estar entre las cuquis y ñoñis!... ¡eso era insultante!. Pero hasta papá se le cuadraba al abuelo, y si él se había horrorizado porque yo no conocía a Virgilio, entonces tendría que ir a un colegio donde enseñaran latín… ¡latín! ¿me querían hacer monja o qué?... y yo le recordé a mi mamá eso de que Mujer que sabe latín, y que si quería eso para mi futuro, y mi mamá como que pareció entrar en razón y fue luego luego a consultarlo con papá. Y papá regresó a la oficina del abuelo. Y los planes se detuvieron y yo seguí muy feliz en el Colegio del Sagrado Corazón burlándome de las ñoñis y las cuquis del Instituto. Mi papá me había defendido, y yo no cabía en mi orgullo porque mi papá se el puso al tú por tú con el abuelo y salió triunfante.
Pero después del funeral pareciera como se de repente, y sin mediar explicación, esa figura oscura que era el tío Alfonso, de la noche a la mañana, se hubiera hecho con el destino de todos: de la abuela, de la tía Lolita, de mi mamá, y, por supuesto, de mí. Y sin preguntarme me cambiaron de colegio, y cuando traté de quejarme con mi mamá ella dijo secamente: es orden del tío Alfonso y eso no se va a discutir de aquí en adelante. Y fue cuando realmente me sentí huérfana.

El tío Alfonso no llenaba la poltrona del abuelo físicamente. O bueno, para ser honestos, el tío cabía bien dentro de la poltrona, porque al abuelo siempre pareció quedarle un poco chica. Cuando el tío Alfonso caminaba, se veía elegantísimo y muy girito. Pero cuando estaba sentado ahí en la poltrona, se le encorvaban los hombros y se veía pequeño. Desde que llegó el tío, la oficina dejó de ser “la oficina del abuelo” y se volvió un lugar hermético. Ahí sólo se entraba con cita y por supuesto jamás volvimos a entrar la tía Lolita y yo. Se volvió un lugar de citas importantes, y los sábados dejaron de ser una cosa divertida. Llegábamos, comíamos y nos íbamos. El tío siempre tenía filas de gente que esperaban ansiosas hablar con él. Poco a poco las comidas se tuvieron que trasladar a los domingos porque el sábado la casa de la abuela se retacaba de gente desconocida. Sólo los sábados el tío atendía a la gente. Por eso, la familia comenzó a visitarnos los sábados a mamá y a mí. Además, a los primos les pareció aquello una liberación: todos tenían novias o cosas muy interesantes que hacer.
La tía Lolita, por oscura orden del tío, se fue de la ciudad y ya casi no la veíamos. Ahí sí pareció protestar mi mamá: de dijo que quién se iba a ser cargo de mí, y entonces el tío le dijo que no tendría que trabajar, que él se haría cargo de nuestros gastos. Y eso, contra toda expectativa, pareció romperle el corazón a mamá: ella había estudiado para maestra y Miss Leonor ya le había conseguido una entrevista con la Miss Directora. A mí no me hacía mucha gracia que mamá entrara de maestra al Colegio, aunque cuando me cambiaron al Instituto pareció que la idea no estaba tan mal del todo. Durante las semanas en que mamá se estuvo preparando para la entrevista, se encerraba en el estudio de papá y se ponía a estudiar mucho. Yo hacía de comer y me gustaba sentir como si estuviera cuidando a mamá. Ya no me repateaba barrer mi cuarto: yo gustosa hacía todo el quehacer porque veía a mamá estudiando hasta muy noche, y de repente la encontraba en la mesa de la cocina dormitando sobre los libros. Y es que me sentía grande: yo iba al mercado, a veces iba a casa de la abuela para que me enseñara a cocinar algo rico, y otras veces la tía Lolita me acompañaba al mercado para enseñarme a escoger la comida, las verduras, el pollo y ese tipo de cosas.
Un día mi mamá me llevó a México: a esos viajes que antes acostumbraba hacer con papá. Y me platicaba lo que hacía con él: se iban todo Francisco I. Madero a buscar dulces y cosas que necesitábamos en la casa. Ese día nos acompañó una de las muchachas de la abuela para ayudarnos a cargar la mercancía. Cuando llegamos a la dulcería Celaya a mamá le dio un ataque de llanto y tuvimos que regresar tres o cuatro veces porque mamá no podía pararse frente a la vitrina sin empezar a llorar. Pero finalmente se sobrepuso y entró. Y entonces entendimos por qué le agarraban esos ataques: todas las cajeras preguntaron luego luego por papá. Y la muchacha (Evelina, creo que se llamaba) y yo nos quedamos viendo fijamente esperando nomás a que mamá se deshiciera en llanto. Pero no. Ella muy seria les explicó que papá había fallecido en un accidente de avioneta junto con el abuelo, que de eso tenían apenas unas semanas y que por eso no habían venido. Y las que estallaron en llanto fueron las cajeras y las vendedoras. Una jovencita de plano gritó ¡¡no!! y se fue corriendo. Y se deshicieron en pésames y mamá no soltó ni una lagrimita y hasta trató de tranquilizar a la jovencita quien, toda apenada, regresó con una canastita de dulces que la última vez le encargó papá. A veces mamá me sorprendía demasiado.
Salimos de ahí y fuimos a República del Salvador, a la calle de las novias, nos explicó mamá. Ahí entramos a una tienda de vestidos y mi mamá se probó varios: quería saber con cuál parecía más maestra, y para eso yo era la juez indicada. Me compró un vestido lindo y dijo que a papá no le hubiera gustado jamás que me la pasara de luto toda la vida.
Y ya muy noche salimos de regreso a nuestra ciudad. Mamá iba llena de nostalgia, suspire y suspire y me abrazaba. Iba también emocionada por las clases… Por eso cuando el tío Alfonso dijo que no tendría que trabajar, aquello más que un favor parecía una imposición de lo más injusta. Y yo lo odié, y cuando llegué a mi recámara, me encerré y aventé contra la pared y con todas mis fuerzas La isla del tesoro… y luego, muerta de culpa fui, como a las tres de la mañana y lo agarré de nuevo: no podía dejar de leerlo… lo aventaría cuando lo terminara.

3 comentarios:

Moscuda dijo...

Holaaaa. Se descuida uno tantito y ya escribiste un chingoo!! Interesante la vida a pesar de los sinsabores. Besos

quique ruiz dijo...

La Dulcería Celaya está sobre 5 de Mayo, no sobre Madero. A lo mejor el personaje estaba muy chico y se confundió.

Esponjita dijo...

Hay otros seis fascículos más un epílogo que no me gustó. Y la bruta no fue mi personaja, fuí yo que no aclaré lo de 5 de mayo.
¿y qué hongo contigo chelo? ¿onde andas?