Despertar, tarde, algún 25 de diciembre. Antes de abrir los ojos escucharlos en la sala. Lejos y demasiado cerca para adivinar el contenido del sonsonete de sus voces.
Uno, dos, cinco niños ¡Qué más da si todo plan está diseñado para la mañana de Navidad!
Antes de abrir los ojos, ser lanzado a la conciencia de la vigilia escuchando sus voces. Quitarse de encima las cobijas porque sabes que te están esperando para el recalentado de esos platillos cocinados siguiendo a pie juntillas la receta de la abuela de quién sabe quién.
Buscar las pantuflas porque hace un frío del demonio. Bajar las escaleras o andar todo el largo pasillo y verlos ahí, a todos ellos (¡han de ser multitud para que esto funcione!).
Y estarán ahí, los “productos” del amor y el padre, jugando Guitar Hero con la guitarra recién desempacada, a gritos y brincando. Pedacería de papeles brillantes y moños en el piso, alfombrado porque es invierno…
Y todo, toda la trampa de la naturaleza del deseo, toda la historia de seducciones, encuentros y desencuentros, todas las lágrimas y borracheras y crudas por el abandono y por intentarlo una y otra y otra vez; todas las pestañas quemadas buscando títulos universitarios para conseguir trabajos, que consigan casas, y colegiaturas y dorados futuros, todo, todo, para conseguir una mañana de navidad…
…donde él, el padre de los productos del amor, esté ahí, con los productos del amor, reproduciendo la escena que de niña jamás estuvo.
No, no busco el amor. Busco una casa con algarabía en la mañana de Navidad, un desayuno con mucho tocino y la fugacidad de una infancia que habré de vivir en ellos, los productos de un amor que nunca existirá.
1 comentario:
Charles Dickens mexicana?
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