19 marzo 2012

Un montón de ideas caóticas

Este señor es Svante Pääbo, el genetista neandertólogo que, al fin, probó que los Cromañones (o séase, nosotros mesmos) tuvimos nuestros que-veres con los Neandertales (y los hombres de Denisova, que son otros y que se fueron directito a Melanesia)


Hace unos días cuando tosía salía un poco de sangre. No, tampoco como para sentirme dama de las Camelias: sólo sentía el regusto metálico en la boca. Y ¿por qué tosía? Claro, luego de meses de inactividad un día se me ocurre salir a correr. La garganta, más abajo que las amígdalas, siente como si aspirara polvitos de silicio y me arde. Y luego toso y sabe a sangre. Pero ya no, ya no. Ahora sale una pequeña flemita verde intenso. Y bueno, no es para poner todavía más patética la situación, pero ahora comer salsa resulta incómodo: casi podría indicar exáctamente donde está cada llaga en mi garganta. En pocas palabras: estoy enferma. Y sí, ahora sí no hay alternativa: la responsabilidad del cigarro es incuestionable. Y ¡peor aún! fumo y siento una incómoda irritación que le quita lo deleitoso a la cuestión. No puedo acabarme ni un cigarro, ni llegar a la mitad ¡qué desperdicio! ¡caray! Y, como suele ocurrir, ¡ni siquiera los he pagado del todo!. Los de la tiendita me han fiado el 50% del valor de mi última cajetilla. Aún lo debo.

Ya no toso. Tosí ayer mientras me detenía después de correr. ¡Menos mal que uno no tose mientras corre! Quince minutos. Pero según el nuevo juguetito instalado en el super Android corrí más millas y quemé más calorías que antier en el mismo tiempo. Millas. Claro, junto con el juguetito tuve que descargar un convertidor de unidades de medida. Pero ya aprendí: una milla son 1.6 kilómetros, y yo mido 5.2 pies... o algo así era. Ya no toso. Nomás que, al levantarme, siento una corriente helada que me raspa la garganta. Y entonces me sobrecoge una inmensa tristeza. No sé de donde, ésa era la que corregían las pastillas mágicas, que nunca corrigieron. Era más efectivo el cigarro... el cigarro. No, pues ya no hay, y aunque hubiera (y, como no queriendo, abre la tapita del cenicero: ayer no se acabó el último, quizás quede ahí una colilla lo suficientemente larga para no parecer pordiosero).

No entiende qué le causa tanta angustia de todo esto. Desde el jueves calculó que terminaría pronto. Pero no. Los ataques de sueño, la tos ¿para qué sale a correr si sabe que todo esto pasará? y a la bicicleta le falló el freno de mano. Uno de los frenos. Tiene que llevarla a arreglar. Y decide ver documentales sobre los Neandertales. Iban a ser 45 minutos, lo jura. Ya había releído todo, hasta volvió con Perler (¡Perler! ¿alguien a quién echarle la culpa ¡Perler!) y a las 5 de la mañana está a punto de traducir al castellano todos los artículos sobre el Proyecto Genoma Neandertal. Algo anda mal: procrastina demasiado. Pero, con todo, se familiariza con un nombre: Svante Päävo. Y no sólo le anda buscando los genes a los Neandertales, sino al hombre de Denisova: que encontraron un huesito de dedo y un diente. Con las super herramientas del análisis de ADN y con todos los proyectos del Genoma Humano desarrollados, pronto surge la identidad del dueño del dedito: un homínido que no era ni Neandertal ni 'homo-sapiens'. Y de pronto, en menos de una década, ya saben que nuestros ancestros se arrumaqueaban con los denisovanos y los neandertales. Y que, como los africanos no tienen esa revoltura de genes, es fácil reconstruir la historia.

Hace no-me-acuerdo-cuantos cientos miles de años, una parte de los hombres de Rodhesia (otro homínido de cerebro más chiquito) salió de África en pos de un mejor futuro. Y llegó a Heidelberg y ahí evolucionó a Neandertal. Pero el que se quedó en Rodhesia evolucionó a homo-sapiens. Luego, algunos de los evolucionados africanos volvieron a Medio Oriente y Europa y ahí se encontraron con los Neandertales e hicieron el amor y la guerra. De ahí, otros homo-sapiens se encontraron a los de Denisova y, de nuevo, se arrumaquiaron. Y de ahí unos se fueron a Melanesia y son los Melanesios. Y ahí fue cuando descubrí que Svante Päävo estudia otra de las cosas que en la vida me han causado harto interés desde la secundaria: cómo se pobló América.

Pues sí: resulta que los últimos en poblar el continente fueron los Esquimales (acá genérico para las poblaciones... ejem... ¿esquimales?) Y ellos, por eso, genética y lingüísticamente son medio siberianos. Pero antes llegaron los otros... y, bueno, aquí todavía no me queda clara la cosa: ¿si llegamos todos por el estrecho de Bering o no? ¿Los pueblos Uto-Aztecas y los Mapuches estamos relacionados genéticamente, aunque lingüísticamente se haya borrado todo aquello? Bueno, parece haber una manera de averiguarlo ¡Por los dientes! Resulta que las muelas ¿ya ven que tienen montesitos? Pues no, no son tan caóticos como uno podría creer: los africanos tienen un montecito acá, y los europeos allá, y el 98% de los indígenas americanos y el 90% de los chinos Han (porque hay muchos chinos, no sólo están los Han) tienen el montecito en el mismo lugar.

Total que llegué a la siguiente conclusión: si hubiera sido dentista, bióloga, antropóloga, filósofa o física, me habría dedicado exactamente a lo mismo: a andar haciendo historia. Y en pensando en eso, y con la tos vencida al fin porque hoy no pienso, ni loca, salir a correr, regreso a Aristóteles.

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