22 octubre 2012

De por qué no soy católica pero me caen muy bien...


Mi papá.

Una de mis bisabuelas paternas era Espiritista. Sí, como Madero. Mi abuela paterna, su hija, no recibió ningún tipo de educación religiosa y si la bautizaron fue por el relajo que vino después de los cristeros. Ella, cuenta, se quedaba quietecita a ver si veía a los nahuales o a los espíritus de los que hablaban en Soledad de Doblado, Veracruz, donde creció. Pero no vio ninguno y perdió toda fe en lo invisible. El papá de mi abuelo paterno era un católico recalcitrante... o mejor dicho, casi pietista: sus navidades eran una solemne fiesta religiosa. Por eso, en cuanto la joven pareja de mis abuelos abandonaron la casa del abuelo, abandonaron la religión. Pero a mi abuelita le encantaba el mundo católico, nuevo para ella y lleno de cosas interesantes. Su suegro le era muy querido, y así quiso ella su religión... sin entenderle un pito: nada más le era muy simpática. 

Mis tíos mayores sí recibieron educación religiosa. Mi tío mayor abominó de ella, y el de en medio educó a mis primos católicamente. Pero mi papá era muy pequeño. Y cuenta que para él la religión era una magia que lo decepcionó. Un día mi tío B. el que sí es católico, tenía un tremendo guamazo en la cara, y entró a confesarse. Mi papá esperaba que saliera curado pero no. E, igual que mi abuelita, perdió la fe en lo invisible. Sólo que además mi papá era medio hippie y estudiaba física y... y pues los malos eran los religiosos, en general, que nos contaban cosas invisibles para explicarnos lo visible. 


II
Mi mamá

Mi abuelita Aurora fue huérfana, y a ella la crió la tía Otilia. Vivió su primera infancia en plena Cristiada. Al crecer, la tía Otilia no la dejaba ir a la escuela a la hora de Calles sino hasta que diera la hora de Dios... o sea, que en el gobierno de Plutarco Elías Calles hubo horario de Verano y, la resistencia de la tía era evitar que las agujas del reloj también se doblegaran al tirano. Y mi abuelita llegaba a penas a la escuela, corre y corre, antes de que le cerraran la puerta. 

Luego se embarazó, a los 16 años de mi tía Malena., y fue señalada con el dedo y, al final, abandonada a su suerte. Sólo que la suerte de mi abuelita fue muy buena. Y ella, que había querido ser santa, ahora se sentía mala, malísima y creía que merecía todos los castigos que en la imaginación de Dios cupieran. Entonces, en Ciudad Juárez, conoció a los bautistas. Y ellos le dijeron que Dios es amor y nos ama gratuitamente. Y se sintió amada y se hizo protestante. Iracunda y sabia protestante. 

Y se casó, tuvo cuatro hijos más, y la familia abrazó la nueva religión. Y así educó a mis tres restantes tíos y a mi mamá: con el Jehová es mi pastor, y nada me faltará, en prados de delicados pastos me hará yacer, junto a aguas de reposo me pastoreará, Reina Valera 1909. Y los malos, los malísimos, eran los católicos, que señalaban con el dedo y nos hacían olvidar que Dios es amor, y es lento para la ira y rápido para el contentamiento. 

Pero mi tía Malena, la hija mayor, que fue criada a medias por la tía Otilia y que era una hija rebelde, era católica. Por rebeldía. Porque llevaba a mi mamá y a mi tía B. a ofrecer flores, y porque se sabía algo que para mi mamá, mi tía y luego para mi, era un lenguaje arcano: cómo reconocer a los santos. 

Alguna vez fui a la Iglesia con ella. Para mi todo aquello era sumamente arcano. Arcanísimo. En aquél tiempo ella ya era protestante, pero era Pentecostés, pues es lo que sus hijos habían elegido y ella los amaba mucho. Y me llevó de todos modos a la Iglesia y me estuvo presentando a los santos, cómo reconocerlos: era un asunto de signos. Uno llevaba una palma y otro un libro, y el de la Iglesia en la mano es San Agustín, y la de los ojos en la palma, Santa Lucía. 

III
Yo

Para mí los católicos siempre fueron los otros. Los todos. Los a quienes no pertenecía. Mis compañeros que iban a la misa de graduación y que yo veía pasar por la ventana. Los que se persignaban frente la las iglesias cuando el camión pasaba en frente. Los que conviven conmigo hasta que cruzan el portón de madera y me dejan fuera, no poque ellos quieran, sino porque yo no debo entrar. Yo no sé persignarme, yo no sé murmurar sus murmullos. 

(Y aprendo latín para espiar tras los visillos de las páginas de las gruesas Summas para ver si se me revelan los ciervos que habitan en sus bosques y en ellos se albergan, y se recogen, y pasean y pastan, y descansan, y rumian...)

Y a veces llega alguno, se sienta junto conmigo en un banco de la Iglesia y me explica que el que lleva la estrella en el pecho es Santo Tomás, y quien la lleva en la frente, es Santo Domingo...

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