21 enero 2013

Mortaja

Hace rato que no escribo (aquí, se entiende). Y me asustó de pronto la idea de que este bloguesito quedara abandonado. No, no es el caso. 

Tanto anuncié que lo destruiría, y luego, arrepentida, regresaba y lo pegaba con maskin tape. No, yo sabía cómo sería su muerte: en silencio, como el frío, sin que se diera cuenta. Pero no quiero que se desvanezca. No quiero que vengan un día y lean una entrada, escrita hace más de un año, que diga: "nos vemos la próxima semana". No, así no. Así no. 

Este blog tiene casi seis años. La primer entrada es de noviembre de 2006. Esponjita es un poco más antigua. Creo que apareció a causa de Priani que hizo un blog para su seminario de Marsilio Ficino. Y sí, es por ello que él, de alguna manera, vendría a ser el padre de esponjita. Y usaba yo, en ese entonces, a esponjita para ir a buscar camorra a cuanto blog se me ocurría meterme. Cuando yo llegué ya existían las blogstars, y era la época dorada de los blogues: a punto, pues de iniciar su ocaso. Llegué tarde, pues. 

Y es que aquellos años eran los de llegar tarde a todo. Tarde me llegó la vocación de una carrera que comencé a estudiar demasiado temprano. Tarde, ya muy tarde, entendí de qué iba todo esto. Por un golpe de suerte: un rapto de Atenea que llegó a destiempo y no, como le ocurrió a Agustín, a los 19 años. Tarde, pues, di con el obispo de Hipona, tarde leí las Cuitas del joven Werther y tarde se me antojó estudiar griego. Aún más tarde comprendí que es justo el momento en que uno ya no espera nada ni de sí ni de los demás cuando ocurren los milagros. Como aquél del tercer oráculo de La historia sin fin cuya puerta se abre justo cuando hemos olvidado que esa era nuestra intención. 

Es tarde, siempre es tarde. Veo a los muchachos a los que les doy clase y tengo la intención de advertirles todo a tiempo. Pero antes de abrir la boca sé, como el Siddhartha de Hesse, que no hay modo de prevenir a nadie del camino del sansara, que nadie experimenta en cabeza ajena ni en biografía extraña. 

Es tarde y no me duelo. Cada quien crece a su tiempo y a su modo. Y no podría ser de otra manera porque a las Moiras nadie puede ir a persuadirlas de tejer de otro modo los destinos y los horarios. No me duelo porque en dolerse no hay provecho alguno. Aunque en realidad no me duelo, porque quien no espera nada, nada ha perdido. 

O quizás me duelo tremendamente del tiempo irremediablemente perdido. Y voy cabizbaja y lentamente en procesión fúnebre detrás de todo lo que no fue, de todos los subjuntivos, de todo lo que no será... y quizás voy llorando. Pero a fin de cuentas todo quedará igual porque todo aquello es un muerto, y junto con Zaratustra y el Cristo del Evangelio he aprendido que los muertos entierren a sus muertos

Y de nuevo quedamos tablas la vida y yo. Y sigo bordando mis catedrales, y futuros y memorias, que no son sino la mortaja que me recibirá algún día. 

Y de todo esto la moraleja es simple: si alguna mortaja cubrirá, antes de que se hagan polvo, a mis huesos, no me viene mal que sea este blog y su hospedera, esponjita. Que, de las mortajas, lo entretenido es hacerlas, no vestirlas. 

Y por eso no quiero dejar el blog. 


PD: Lo que sí cabría aclarar, quizás, es que cuando uno le baja a la frecuencia escritorística bloguera, quizás sea porque la salud ha vuelto. Quizás.

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