17 febrero 2013

Cometa o Meteoro



Estaba él sentado en un escalón, platicando con alguien y sosteniendo una cerveza en una de sus manos. Ella llegó caminando detrás y algo le iba a decir, pero como él hablaba y hablaba no se atrevió a interrumpirlo. Entonces alargó el brazo hacia él como para llamarlo dándole un toque en la espalda. Pero detuvo de pronto la carrera de la mano y dejó la palma extendida sobre su cabeza. Sin poderlo reprimir, pero a la vez sin tocarlo, hizo el ademán de acariciarle la cabeza. Cerró el puño y se volvió por donde había venido. 

Y fue entonces que se me reveló lo absoluta y profundamente enamorada que estaba, justo porque el gesto, anónimo, quedó en silencio y sólo para ella. Y por accidente, como tocada colateral por él, quedaron mis ojos testigos de tanto amor. 

Aquél se me hizo el equivalente de aquella vez que, a los otros dos –cuya mínima disputa me tocó presenciar– se fueron caminando a lo largo de la acera tomados de la mano. Y, tiempo después, volví a encontrármelos a la distancia, y así iban, tomados de la mano, sólo que esta vez iban platicando.  

Y junto con el gesto de los que iban tomados de la mano, guardo en el álbum de los que se quieren infinitamente el gesto de ella acariciándole mímicamente la cabeza. Y los guardo para algún día hacer una larga historia ñoña de enamorados afortunados... 

(Y de él, del primero cuya esposa hizo el ademán de acariciarlo, tengo otros testimonios de amor infinito profesado hacia él. Amores, por supuesto, menos afortunados. Y entonces sólo pienso en lo infinitamente afortunada que soy de que jamás haya podido tocarlo, porque he sido testigo del tamaño de la herida que deja su amor meteórico sobre las almas, y los cráteres y el quebradero de cristales que deja a su paso al pasar por sus vidas. Mas en mi vida ha quedado como cometa, de larga cauda, cuyo único efecto obra en los libros de historia y las memorias de los eventos celestes y supralunares).

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