22 mayo 2013

Moscas, vidrios y luces

Al final, con el chipote en la frente por ir a darse en contra del vidrio otra vez, me pregunto por la necedad de irme a dar una y otra, y otra vez contra el vidrio.

Y me lo imagino a él –el vidrio– que a veces quisiera volverse elástico para que el rebote resulte menos doloroso. Ya se acostumbró –supongo– y cada que me ve venir simplemente se enternece. No sabe qué hacer. No es su culpa.

Y yo, sobándome el tremendo chipote que tengo en la frente, me vuelvo a preguntar por qué sigo proyectándome contra él cada dos o tres meses, como si algo fuera a cambiar.

Sé que nada va a cambiar. Si lo creyera, a estas alturas ya lo odiaría, un enorme resentimiento ya me habría nublado la vida frente a él. Pero no, no lo odio. Luego: no espero jamás que cambie nada. ¿Entonces?

"¿Entonces?" me pregunto mientras me sobo el tremendo chipote que tengo en la frente por el último encuentro con el vidrio. Será –pienso– que sé perfectamente dónde está la salida hacia la luz... pero que conozco perfectamente la naturaleza de la llama, y tanto es el miedo de conflagrarme realmente, que mato el tiempo rebotando contra el vidrio.



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