12 junio 2013

Biblioteca

Tengo ganas de echarme a llorar... llorar y llorar y llorar. Y no sé porqué. 

O bueno, digamos que sí lo sé; pero que saberlo, saberlo, es decir, ir y cuestionarme y ponerme frente al espejo, es algo que no quiero. Es como ver mis fotos. No me gustan. Es una imagen que no quiero. Así que no, lo afirmo con vehemencia: no sé porqué tengo ganas de echarme a llorar y averiguarlo, no quiero.

Pero digamos, querido lector, que usted quiere saberlo. Yo no me opongo en absoluto a que usted lo averigüe si, en cambio, me ahorra el desagradable momento de observar mi propio reflejo. Así que, digamos, me dejaría interrogar por usted siempre y cuando no me dé cuenta de sus pesquisas. 

Entonces usted me preguntaría acerca de mi día. Y yo se lo narraría, querido lector, paso a paso, encuentro a encuentro, conversación a conversación y despedida a despedida. Usted sacaría sus conclusiones y me diría: bueno, ahora sé porqué tienes ganas de llorar. 

Sin embargo, a pesar de no querer verme al espejo, de una cosa sí estoy segura. De todos los infinitos encuentros que tuve hoy (o ayer hace apenas unos minutos), de todas las aventuras, de todas las emociones, de todo lo extraordinario... sólo sé que uno de todos ellos no es la causa de que tenga ganas de llorar, y llorar, y llorar, querido lector. 

Se lo podría contar como un cuento: (digamos, un cuento tipo Borges), un viaje donde extraviarse signifique caer en una sección rara de la biblioteca donde los títulos son desconocidos, y volver a tomar el rumbo signifique que los lomos se tornen familiares. 

Tengo ganas de echarme a llorar... y llorar y llorar y llorar. Y volverme toda lágrimas y evaporarme. Y quizás lo único que me mantiene como tinglado de huesos, nervios y carne es que la biblioteca existe, existe el camino, el extravío y el encuentro. Y que sé que al menos ese viaje, no me lo imaginé. 




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