04 octubre 2013

Café

Leche con café

Cuando tenía cinco, luego seis, siete, ocho, nueve y hasta el día que cumplí diez años, mi abuelita B. nos hacía 'leche con café'. Era porque sabía la desesperación de cualquiera al que le es negado un manjar por razones autoritarias como eres muy pequeño. Entonces, en una primorosa cafetera blanca con vivos azules, servía mucha leche con mucha azúcar y un chorrito de café que alcanzaba apenas a pintar el menjurje infantil de pálido marrón. Y luego, en la mesa de los niños (que era la mesita de centro, donde ponía ¿cojines? ya no lo recuerdo, y al rededor de la cual nos sentábamos mis primos y yo), ponía en el centro la cafetera y a cada uno de nosotros nos ponía en frente una tacita. ¡Ah, esas tacitas! Esas pequeñas tacitas perfectamente cilíndricas y pequeñas, esos juegos de te con dibujitos que hacían juego con el azul de la jarra de café. Y nos servía y nos ponía galletitas, y así ocurría el milagro: todos tomando café, como grandes

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Efectos biológicos del café

El examen de biología era la mañana siguiente. Todo era sencillo: bastaba con aprenderse de memoria el capítulo del libro, aquello del metabolismo y el círculo de Krebs, y se me ocurrió que tomar café sería buena idea. Así que me dirigí a la cocina, quise prender la cafetera y aquello echó chispas. Advertida por la peste humífera, mi mamá vino a informarme que desde ayer no servía y ¿que de cuándo acá andaba yo tan entretenida con el café?

Cuando viví con mi abuelita A., todo era Nescafé  con dos cucharadas... ¿eran cucharas 'soperas'? ¿calificaban como 'cafeteras'? Nadie lo sabe: eran cucharas de peltre cuyo reino de las medidas pertenecía a un país muy aparte y ninguna relación tenía con la oficina de Pesos y Medidas de París. Así pues, se trataba de dos cucharadas de peltre de leche en polvo, por una de café. Primero se echaba el contenido polvoso, luego un tercio de agua hirviendo, todo ello para revolver bien la mezcla y no resultar quemado por los salpicones. Una vez hecho aquello, se revolvía hasta que la masa homogénea podía admitir más agua y entonces uno se tomaba el café.

Pero mi mamá odiaba el Nescafé, así que tampoco había de ese en la casa.  Así que, sin cafetera de drip-drop, ¿cómo acceder al vital líquido?
¡La cafetera italiana! Tan vieja y tan constante su presencia cada que abría la alacena... probablemente tenía un empaque demasiado viejo para funcionar, pero fuera de eso no parecía tener problema. Pues inténtalo dijo mamá. Hube de hacer la prueba: ¡no iba a dormir! ¡tenía que pasar con 10 ese examen! Seguí religiosamente las indicaciones que me dio mi mamá y puse aquello en el fuego. ¿Ya está? ¿cuánto le falta? ¿cómo sé si... ¡ya está saliendo! ¡mira!: el líquido que se escurría por el centro de la jarra de la cafetera, era extraño: tan espeso que parecía mole o chocolate derretido, pero como en mi vida había visto un café italiano no tenía criterio para dudar de mi resultado y comencé a beberlo. Y bebí y bebí y volví a beber café denso...

...hasta ese hórrido momento en que ya no podía estar sin tiritar. Temblaba como si fuera niña fuera de la alberca. Temblaba y no podía controlarme... no podía estudiar, no podía trabajar, mucho menos dormir... y me eché en el sillón, y comprendí el significado de la palabra exceso... que de nada me serviría, por cierto.

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Café con azúcar

La azúcar para el café debería servir como un paliativo para transe entre el abandono del mundo de la dulzura infantil por el del amargor adulto. Un poco más joven me entraban tremendas culpas por echarle azúcar al café y me sentía ridícula. Pero no podía evitarlo. Mi papá alguna vez, luego un novio, todos ellos decían que el peor crimen que se podía cometer contra un buen café era el azúcar. Y yo hacía muecas y gestos espantosos con la esperanza de aprender, algún día, a disfrutar aquello que le estaba negado a mis papilas gustativas.

Pero entonces vinieron los análisis clínicos y me informaron de mis problemas con los triglicéridos. NADA de azúcar ¿me oyes? (dice el médico inmoral que nos tuvo hora y media esperando porque tenía que atender a una caterva de representantes médicos... sí, de esos que regalan medicinas). Nada de azúcar: nada de jugos de naranja ¡tómatela con el bagazo! ¿Echarle azúcar al café? ¿qué no me estás oyendo? Y así fue que, más por miedo que por virtud moral, terminé por acostumbrarme al café sin azúcar.

Y, sin embargo, al café express yo he visto caballeros que le echan un poquitín de azúcar. Caballeros que se ven muy adultos y muy refinados. Y me pregunto, sinceramente, porqué presté oídos a aquellos regaños disfrazados de mucho mundo? Pero lo peor vino cuando conocí el café turco. Entonces, desobedeciendo al médico malévolo, me lo preparé con azúcar. ¡Sí! ¡me lo preparé! Es que ya tenía un molino de café y, caminando sobre Eje 5 sur, encontré aquella tienda donde vendían las cafeteritas turcas. Y ahí, relamiéndome del antojo, alcancé a oler cómo se caramelizó el azúcar y la violenta espuma del café...

... pero aquello me empalagó terriblemente: lo estricto de la dieta de azúcar me destruyó el placer aquél que, mediante cálculos de restas y sumas (o como sean los cálculos que hacen los cinco sentidos) pudo hacer mi lengua e imaginarse cómo y qué tan delicioso me habría sabido aquello... si estuviera sana.

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Del café y del amor. 

Si tu amas a alguien, sabes cómo se toma el café. Eso me lo enseñó el señor M. cuando éramos novios. Sabía que me tomaba el café con un chorrito de leche y dos de azúcar. Y ¿él cómo se lo tomaba? Negro, con dos cucharadas, creo. También sé que Daniel tomaba exclusivamente expreso pero, en general, como todo con Daniel, uno sabía más qué no le gustaba que qué sí le gustaba. A mi mamá le gusta el café servido en una taza enorme, pero sólo se toma la mitad. Con leche y jamás azúcar. Mi papá... negro, siempre. Aunque fuera el café de mi abuelita B. que siempre es café de olla. Y a mi amor, al que tan pocas veces veo, se que le gusta más el expreso que el americano, pero cualquiera de los dos que beba, los toma con un vaso de agua.

Y ¿y a mi cómo me gusta el café? Cuando tengo sed, americano. Cuando tengo dinero, expreso doble cortado. Cuando me siento la muy muy y que se las mato a todos, capuchino. Cuando trabajo en una empresa que no respeta los derechos laborales pero que nos invita a fines de semana, café soluble Los Portales porque si es más sabroso que el Nescafé. En el Sanborns no perdono la falta de cremita. Y cuando estoy triste le echo canela... pero no olvides quitarle la rajita luego luego, o se acaba por amargar todo, hasta las memorias.

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De caffe et imaginatio

Aquí iba el cuento del mormón que resultó no ser mormón pero sí era un colombiano que no tomaba café aunque al final sí tomaba. Pero mejor primero le pido permiso y luego ando publicando cuentos sobre sus silencios.

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Esponjita cafetera.



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