28 septiembre 2013

Memorias de Navidad I

Canela...


Luces que titilan, olor a canela. ¿Buñuelos, quizás? Tamales. Cobijas pachonas tiradas en los sillones para recibir al que decida echarse ahí: uno no se sienta en los sillones, se echa. Se sienta si viene la visita ¿cuál visita? ¿hace cuantos años nadie viene a visitarnos? No importa. Viene gente, pero es gente que sabe que en los sillones uno se echa. En realidad no viene nadie. Nosotros vamos. La casa tiene una válvula que nos deja salir pero que no permite entrar a nadie. Es nuestra, nada más. A veces nos agobia a nosotros también: por eso no invitamos a nadie: no queremos que sientan la incomodidad que sentimos a veces: el tufillo porque no hemos tirado la basura o todavía no lavamos los trastes, o el olor que viene de baño porque la tubería ha de estar rota y hay que mantenerlo cerrado. Por eso, que nadie entre, que nadie vea. 

Pero estamos cerca de navidad. Están prendidas sólo las luces de la lamparita y el el árbol de navidad. Las cobijas sobre los sillones para cuando sea momento de echarnos. Están ya los regalos abajo del arbolito y, sobre la mesa, todavía hay pedacitos de papel, están las tijeras y el masking tape, o ¿era diurex? Todo eso está en una esquinita, porque la mayor parte de la mesa la ocupa el molde y los demás elementos para hacer un pastel. Pastel en horno de microondas. ¿Es posible? Es la única receta que nos sabemos y, para evitar que se haga aquello una piedra durísima, hay que echarle mucho jugo de naranja: sólo sabemos hacer pastel de naranja. Rayadura. Y en otro lado huele a canela. Luego cenaremos y repartiremos regalos. ¡Pantuflas! la mayor sorpresa de todas, porque todo lo demás ya había sido adivinado. El libro de Murakami, o la taza de talavera, o la inesperada batidora, con el bowl integrado y hasta un molde para ver si podemos hacer hotcakes o pasteles en el hornito de la casa. Pero de esa batidora olvidémonos, porque yace guardad en algún lado que no quiero saber, porque ya no hay para quién hacer hotcakes ni pasteles, ni nada. 

¡Las pantuflas! O la pijama esponjosa, o esas cosas que no nos esperábamos realmente. Claro, siempre del color equivocado, pero una sorpresa al fin y al cabo. Así que uno agarra su libro de Murakami, otro su batidora y otro guarda su taza de talavera. Y todos al sillón. Antes éramos más, antes se llenaba el sillón y no cabíamos. Luego las navidades se volvieron algo simplemente difícil. Luego se volvieron insensibles, se pasaban como píldoras y urgía que terminaran esas fechas decembrinas que no hacían más que echarnos en la cara que estábamos más solos que ayer, que el año pasado, que hace dos años, que para siempre. 

Y... y, sin embargo...

Quiero olor a canela y, quizás buñuelos. Pero de todo, me bastaría con el tililar del arbolito (¿hace cuántos años nadie pone ya arbolito?) y la tele viendo películas tontas y lacrimógenas de navidad, y los coros de la tele y... y todo lo demás.

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