25 marzo 2014

No voy a pagarle a un psicoanalista.



Ni a una psicóloga ni a un psiquiatra. O bueno, al único que le pagaría sería a un psiquiatra, pero eso solo en un momento de verdadera dificultad. 

¿De qué manera ir a un psicoanalista mejoraría mi situación? ¿me va a permitir superar el momento crítico cuando mi papá decidió que yo ya no era su responsabilidad (y yo tenía 11 años)? ¿me va a volver responsable de mi misma? Es decir: me va a echar en cara todo eso, me va a confrontar, me va a hacer llorar. Pero ¿de qué manera voy a ser más funcional? ¿de qué manera voy a recuperar el control, con sus palabras? No tengo dinero en absoluto, y mucho menos para eso. Mejor un iPad, el curso de alemán, seguir viviendo en mi departamento. Por el psicoanálisis siento lo mismo que por la homeopatía.

En realidad todo es muy fácil: yo sé qué es lo que tengo qué hacer, pero me da mucho miedo. No mucho: muchísimo. Me "pongo el pie" y, aunque me doy cuenta, incluso cuando me doy cuenta en el momento en que está ocurriendo, me hallo impotente ante mi actuar soberanamente pendejo. Me siento como si un desquiciado fuera manejando mi auto, y yo no pudiera ni siquiera gritarle ¡cuidado pendejo, nos vamos a matar!

Y ¿saben qué es lo peor? Que ya comprendí que eso no se me va a quitar: ni un psicoanalista ni una pastilla mágica. A la pendejez la tengo que confrontar yo.
En realidad es muy fácil ¿saben? Se trata nomás de ponerle cera a mis oídos, tomar el volante del carro y que la desquiciada, amarrada en el asiento del copiloto, siga oyendo los gritos de las sirenas. 

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Papá te informó claramente, cuando tenías 11 años, que no eras su responsabilidad. Te dijo claramente que tenía prioridades en su vida y tú, su primogénita de 11 años, no estaba entre ellas. Pero mamá sí estaba ahí, lista para recibirte, aunque ¿por qué huías y huías de mamá?

Esto, seguro, tiene un componente muy fisiológico y congénito, porque yo siempre me preguntaba el cómo le hacía los demás niños para ser tan normales. Sobre todo para obedecer a sus papás. Yo no. No me metía a bañar y mi mamá me ponía tremendas persecuciones en la casa... cosas así. Luego me entero que debo tener gordita alguna parte de cerebro relacionada con los impulsos y el auto control. 

Así que no le echemos la culpa de todo a mi papá. Es decir, me mantuvo hasta casi los 30 años. Mi problema no es él: huérfanos en este mundo, hijos abusados y demás etc, han sido gente muy feliz y funcional. 

Entonces, mi problema es un impulso. 

El asesor de lo que se me antojó fue de papá. Sí, a pesar de estar muy güenote no se me antojó sino de papá (el elemento güenístico cuenta y, como ustedes saben, con Freud todo tiene que ver con sexo). 

Pero el asesor es un asesor que funciona como asesor nada más. Él ha de ser un gran padre, un gran papá, pero lo es de sus hijos. Si mi papá está regresándose en este momento a Mérida porque no puede dejar abandonado su trabajo, y si se desentiende de tu abuelita hospitalizada –y si eso implica que tendrás que hacerte responsable de la decisión de ir con tu tío o lavarte también las manos como Pilatos, que ¡eso quisieras hacer, por Dios! ¡porque sabes que ella está consciente, que está en la peor situación en que nadie podría estar y ¡¿cómo carajos la vas a abandonar?! ¡¿cómo?!). 

El asesor es un tipo muy simpático, muy solidario como asesor. Como asesor es bueno. Pero siempre será mejor irse a Múnich... Y Valerio, que siempre está ahí, ya te dijo que sí te hace tu cartita.

Soy impulsiva, pero no soy imbécil.

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