15 junio 2014

Identitas II

El quinto diente y el uniforme de secundaria:

Sin embargo, es probable que la verdadera fuente de los problemas de identidad personal tengan un origen que de metafísico nada tiene. Abandono o abuso infantil, o un carácter que, en realidad, puede medirse como usted tiene más gordita esta parte del cerebro dónde los todos los identity issues se encuentran. Algo por el estilo. ¿Y si existiera algo así como un débil sentido de la identidad, provocado por la misma razón que en vez de cuatro, tengo cinco incisivos inferiores? 

Les contaré la historia de mi diente súper numerario. Me lo trataron de sacar varias veces: el dentista del ISSSTE de San Luís Potosí, luego en la Escuela de Estomatología de la UASLP. El ortodoncista que me quitó los cuatro premolares se extrañó de que no me doliera perder tan importantes piezas pero que defendiera a ultranza mi quinto diente. Y es que alguien atentaba contra mi característica única justo en la edad en que andaba, dicen, forjando mi identidad. Y es que yo quería que fuera sumamente fácil reconocer mi cráneo después del final de los tiempos. Todos tenían que saberlo: Paloma, la del quinto diente, yace aquí

Recuerdo también cuando recién entré a la secundaria. El examen de admisión era más bien una formalidad, así que, más relevante, era el uniforme escolar. Si algo sirve para señalar la identidad, eran las calcetas, falda, blusa y suéter verdes que me identificaban como parte del sistema educativo nacional en su modalidad de Secundaria Federal, distinta a las Secundarias Técnicas, color café. Para combinar, mi abuelita Aurora me compró una banda para el cabello también color verde. Recuerdo haberme parado frente al espejo, vistiendo mi impecable uniforme y haber pensado: quién soy yo: fácil. Me gusta la coca cola, las papitas fritas, soy estudiante de secundaria y tengo cinco dientes... y me complací en esa imagen. 

A pesar de lo ridículo que suena, en aquellos tiempos no necesitaba mucho más para sentirme a gusto. Vivía sola con mi abuelita, quien juraba que yo era lo que más amaba y quería en la vida. No competía con mis hermanos por el amor de mi nueva cuidadora, y ambas habíamos batallado varios años para conseguir vivir juntas. Por otro lado, a diferencia de los muy violentos niñitos de la Escuela Activa, mis nuevos compañeros de la secundaria eran de un carácter de lo más apacible y amistoso. Salíamos a andar en bicicleta por todas las calles de la Colonia Retornos y la Colonia Granjas, y a mi mejor amiga le gustaban los Beatles y Silvio Rodríguez, como a mi. 

Yo era una niña bastante pasadita de peso y si algo me pesaba era haber sido la única que jamás fue novia de Eduardo, a pesar de lo mucho que me gustaba. Pero ni aquello era suficiente para amargar mi enorme felicidad. Los problemas de mi mamá y el desprecio de mi papá estaban muy lejos de mí, ahora. Y pasaba una enorme cantidad de horas sola, viendo las películas del canal Once, leyendo la biblioteca de ciencia ficción de mi abuelita, aprendiéndome las canciones de Silvio Rodríguez que mi primo Valentín había grabado, en dos cassettes, para mi. 

Muchas horas las pasaba en la ventana viendo llover, viendo el furioso viento de San Luis Potosí azotar las hojas del gran eucalipto de enfrente de la casa y, sobre todo, pasaba horas y horas escribiendo en cuadernos y cuadernos, donde viajaba muy lejos, enamorada de todo aquél que se dejara. Y me ponía los vestidos viejos que habían pertenecido a mi tía Blanca o a mi mamá, y en aquella larguísima soledad, pasaba muchas horas escribiéndole poemas a los gatos, cuentos a los hombres imposibles, y aprendiendo a tocar la guitarra.

También me tomé mi tiempo para contestar el Afonsi, un libro de álgebra que mi mamá me compró para que preparara el examen del concurso de matemáticas. Quizás todo tenía que ver con que quería ser tan lista como mi mamá para poder estudiar algo que sólo la gente muy lista, como mi mamá, había estudiado. Pero estar peleándome con el libro era algo que me hacía muy feliz. Y, para mi gran sorpresa, obtuve el cuatro lugar general de toda la secundaria... lo cuál no fue suficiente para poder presentarme al concurso de zona, reservado para los tres primeros lugares. 

Recuerdo mucho que Georgina (mi mejor amiga) y yo corrimos a ver la lista de resultados del concurso. Yo comencé a buscarme de abajo hacia arriba y ella de arriba hacia abajo. Ella me encontró a mi y yo a ella. ¡¿Cómo era posible?! ¡¡Ella era la de al escolta!! De pronto me asaltó la sospecha de que, quizás, tan sólo una lejana posibilidad, no era yo tan bruta... aunque no pudiera sacar 10 en todo, aunque no estuviera en la escolta... aunque fuera simplemente Paloma. 

Pero aquello no era tan importante, porque si me hubiera encontrado a mi misma en los últimos lugares hubiera ocurrido lo que ya esperaba yo. 

Para ese entonces, ya no era el uniforme, ni mi predilección por alguna chatarra, ni siquiera mi quinto diente, lo que me daba mi identidad. Andaba más bien metida en búsquedas religiosas. 


No católica:

El ser no-católica, en una ciudad de provincia como San Luis Potosí, era suficiente elemento de distinción (dado que a la identidad pertenece el concepto de diferencia). Pero tampoco era otra cosa. Es decir: mi abuelita era bautista, lo cuál dentro de los protestantes en SLP era también una rareza: todos los no católicos solían ser pentecosteses. Los únicos primos míos que eran como yo (léase: no bautizados) eran Valentín y sus hermanos. Y así como ocurría con mi quinto diente, ser no-bautizada era algo muy particular que me acontecía, y que me deparaba el Limbo para toda la eternidad. 

Al templo Bautista al que íbamos concurrían sólo ancianos como mi abuelita... y yo, así que no había escuela dominical, ni me podía ir con otros niños como yo. Entonces mi tía Malena me llevó a su templo: era una cosa enorme, llena de gente, donde usaban panderos y tenían, obviamente, su escuela dominical. Me decían que tenía que aceptar a Cristo en mi corazón, pero yo no entendía las implicaciones de aquello. Recuerdo también que la maestra nos explicaba así el porqué debíamos amar a Dios: 

Imagínate que hicieras un montón de monitos de plastilina, y les dieras vida (y me imaginé a los monitos, azules). ¿No te gustaría que te rindieran homenaje y te dijeran que te aman? Yo guardé silencio: no. Pero ¿cómo contestarle en voz alta que aquello se me hacía muy ridículo para Dios? ¿que necesitara de todo aquello? 

El Dios de mi abuelita era mucho más complejo que eso. Su búsqueda de Dios la había llevado a la conclusión de que, si existe, tiene que ser un Dios creador del bien y del mal por igual. Sin un plan beatificante, sin la contradicción de ser omnipotente y hacedor de leyes morales. Su verdad estaba más allá de nuestras limitaciones para comprenderlo, pero eso tampoco significaba que su plan estuviera sujeto a nuestras ideas de lo bueno, ni a una idea incomprensible de lo bueno. La fe, decía ella, era nuestra propia fe en nuestra voluntad. Había algo así como númenes que cuidaban nuestro destino y la providencia pertenecía a ellos, no a un gran creador. Y, sin embargo, oraba todas las mañanas, pedía por todos nosotros, pero sabiendo, en el fondo, que era su voluntad la que colaboraba con las obras de la providencia, y el texto más sabio de la Biblia era el Eclesiastés. 

¿Cómo confiar en el dios que hacía monitos de plastilina para que le rindieran pleitesía? Cuando, muchos años después, me encontré a Valentín y demás gnósticos, o mejor aún, al evangelio según Judas, comprendí que mi abuelita era gnóstica, y que sus acusaciones a Jehová eran similares. Para ella, Jehová era un extraterrestre de la misma raza que Huitzilopochtli, que sólo deseaba sangre para alimentarse, y nos había embaucado con la idea de ser un dios. 

Aquí viene a cuento, quizás, el que de niña –como a los ocho años– inventara yo al Dios de los niños. En una cartulina lo dibujé, pero como calculé mal los tamaños, lo tuve que dibujar arrodillado. Entonces le rezaba para que cuidara a mi mamá y a mi abuelita, y continué rezándole hasta que murió mi hermana, porque fue entonces que comprendí que aquellos rezos no nos protegían de absolutamente nada... 

Mi educación religiosa, entonces, provino de mi abuelita, impenitente hacedora de preguntas embarazosas, como dice Peter Brown de san Agustín. Así que, cuando leí el libro del santo Job, me encontré con aquél pasaje que se me hizo extraordinariamente sabio. Job ha perdido todo y está enfermo de la piel. Mientras se lamenta, le exige a Dios una respuesta: ¿qué hizo? ¿merece este castigo? Si es así ¡que le diga porqué! Entonces vienen los "amigos" y le ruegan que pida perdón... algo ha de haber hecho... quizás sin darse cuenta. Que ya le pida la muerte, que ya solucione aquello. Furioso, Job le contesta: ¡no quieran blanquear a Dios con sus mentiras!

Vaya... pensé, así que eso es la verdadera fe. Sí, es la fe en lo invisible: en la justicia de Dios. Pero sea lo que sea la justicia es claro y nos es manifiesto, y todos los if y demás condicionales sobre la relación entre Dios y lo justo, es aquello en lo que Job tiene fe. Sabe lo que hizo, sabe lo que merece, y sabe que no merece ese castigo. Si Job se daba el lujo de buscar así a Dios, así debería de buscarlo yo. Si quisieras que yo creyera en ti, vendrías, señor. Y ahí me tienen, búsquelo y búsquelo, y en mantenerme fiel al espíritu de Job, me mantenía yo. 


Yo:

Al salir de la secundaria, mi feliz identidad tuvo que enfrentarse de nuevo a la violencia natural de los chilangos, al desproporcionadamente grande mundo de la UNAM, a los hermanos con quien peleaba el cariño de mamá y de papá... a saber que, quizás, debería regresar a SLP. A preguntarme qué quería estudiar y al problema de saber (injustificadamente) que no podía estudiar Física porque no podía sacar MB en álgebra ni geometría analítica... y, sin querer, recorrí el mismo camino varias veces: cuando al fin me sentí libre de una idea de lo que tenía que ser, comenzaba a ser muy a gusto, lejos de todo, y luego todo resultaba mejor de lo que yo había creído. 

Y me pasó muchas veces lo del famoso concurso de matemáticas: al final resulta siempre que soy más lista de lo que creo, pero nunca lo suficientemente lista como para que me sea útil. No importa si tengo tal o cual 'cualidad' positiva, aquello que soy depende siempre de elementos tan extraños como poseer un quinto diente, saber un idioma absolutamente inútil, o haberme enterado de dónde está Ugarit. 

Pertenecer es importante, pero también me parece peligroso: desvanecerme entre un montón de cráneos todos iguales me da más miedo que no pertenecer a la especie humana. Pero también, aún más en el fondo, encontrarme a otro no-bautizado, con quién compartiré la eternidad en el Limbo, resulta gratificante... 

Sospecho, en el fondo, que cuando mi abuelita Aurora decía que yo había nacido sin uñas ni dientes, se refería a que había detectado alguna característica notable de mi carácter –para mal, se entiende. Quizás así tenga hecho el cerebro. Quizás, y más probablemente aún, tenga un sentido de la identidad muy débil, y sea algo que hasta se herede. Y a lo mejor es tan frágil mi sentido de la identidad, que jamás consiga encontrar suficiente consistencia para darme cuenta que, ahí dónde pongo mi ser (en la mirada de los otros), como si estuviera afuera, más bien está adentro. 

Quizás. 

Y no, por hoy, no hay frase final que nos salve de la tragedia.

Luego le seguimos. 

Atte:
Esponjita de 13 años.

PD: A diferencia de P!nk, a los 13 me la pasé muy bien


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