11 julio 2014

Weh mir, oh weh...

A veces despierto después de haber tenido un sueño de esos de los que no quería despertar, y me abrazo con fuerza a los restos de la modorra que queda como para impregnarme bien de su olor. Desde aquellos tiempos en que recuperé la risa, ya no me cuesta trabajo levantarme a preparar café. Me sirvo café, prendo la computadora y, en lo que arranca todo, pienso de nuevo en el día en que recuperé la risa. 

Un día, de pronto, pegué una carcajada: fue como si de la lengua se me hubiera limpiado un chapopote denso y, de pronto, me supiera el chocolate, el cardamomo y el comino. Me reí hasta que me dolió la panza. Y entonces pensé al fin estoy curada.

Y me curé a fuerza de carcajadas. Pero también gracias a aquellos sueños en los que se me aparecía el gran hombre que volteaba hacia mi su rostro y me arropaba con su mirada. En los sueños se me aparecía, pero también en la vigilia.  

A veces despierto después de haber tenido uno de esos sueños de los que no quería despertar, y me abrazo con fuerza a los restos que quedan de lo que he soñado. Su mirada, esa que dona y sostiene la existencia con sus rayos luminosos que me hacen pasar de la potencia al acto, es la que me permitió durante días, meses y años, levantarme a preparar café, darles de comer a mis gatitos y prender la computadora. 

Yo tenía un desgarre en algún lado del espíritu de dónde manaba pus y por dónde perdía cantidades inviables de pneuma. Pero me hice la idea de que la causa era no haber perdido algo, sino haber reconocido el lugar propio de mi humanidad: su inmensa mirada que lo sostiene todo, la bóveda celeste, las altas nubes aposentos de ángeles, el alma del mundo. 

Era alto, altísimo, inalcanzable. Así me enamoré de él. Lo amé mucho antes de que se me desgarrara el espíritu, lo amé desde el día en que lo vi mover las manos, con las cuales hilaba y deshilaba pensamientos como si desde sus ojos salieran hilos luminosos y con el huso de sus dedos, los cardara. 

Muchos años después me puse unos tacones altos, muy altos, para ver si alcanzaba un poco su estatura. Y fue así que él me habló, primero, de la metafísica del azúcar, y vi el tremor de las cuerdas de su espíritu ante los vendavales de todos los tiempos. Y conocí su rabia, su temor y su alegría. Y así humano, demasiado humano, lo seguí amando, mientras el flujo de sangre y espíritu que se me perdían por la herida iba disminuyendo. 

Y ocurrió que, ya cerrada la herida, algo se me compuso por dentro y comencé a soñar de nuevo con la ceiba aquella que sostiene al mundo, las nubes y a la bóveda celeste. Y a veces despierto después de haber tenido uno de esos sueños de los que no quería despertar, pero me da miedo abrazar con fuerza los restos que quedan de lo soñado porque ahora son el deseo de despertar en sus carnales y muy humanos brazos...

...y temo.

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