30 septiembre 2014

Estúpida

Una noche llegué a la casa y al tratar de prender la luz creí que se había fundido el foco. Pero no: me habían cortado la luz. A partir de ese momento se me oscureció todo lo demás. Temblando, dejé abierta la puerta para que entrara luz, busqué a tientas el encendedor y prendí un cigarro. Y entonces pensé: ¿qué te da tanto terror? ¿alguien te va a regañar por lo absolutamente estúpida que fuiste? No pagué la luz porque la CFE me mal acostumbró... mejor dicho: pago la luz una vez al año. Bueno, lo hacía, ahora seré puntual. Y ¿qué tragedia va a ocurrir por no haber pagado la luz? Tenía tanto miedo de que me regañaran, tanto... Pero comencé a hacer cuentas y me percaté de que la única interesada en gritarme por semejante estupidez... era yo. Y me di cuenta de que no tenía ganas de gritarme, ni de humillarme, ni de insultarme. Me di cuenta de que me dieron ganas de reírme... ¡ay! ¡qué risa! ¡me cortaron la luz!  

Y todo esto ocurría mientras seguía sin poder iluminar mi semana. Tenía tanto miedo... voy tronando, cual ejote, en alemán. Entiendo la gramática, sí. Poco a poco se me va pegando el vocabulario. Escribo más o menos bien según lo que se espera de mi grado de avance... escribo más o menos bien porque tengo a mi lado a la Radergummi, y ésta se ha empequeñecido bastante. Escribo y borro para poner el verbo en el tiempo correcto, y luego me doy cuenta de que me salté lugares, y borro un infinitivo donde va el Partizip II, y luego me doy cuenta de que ahí iba un bin y no un habe y a veces hasta escribo sum y me pregunto a qué horas se me hizo bolas el latín con el alemán. Obvio: al hablar las palabras salen enredadas, así como sale la ropa de la lavadora: hecha nudos. Al escribir es fácil: puedo desenredar las palabras, extenderlas y doblarlas; pero al hablar salen nudos de la boca. Voy a reprobar. Pero luego pensé que ya no me voy a regañar. Lo imperdonable es faltar, es no hacer la tarea. Pero voy a tratarme como a mis alumnos: con mucho cariño y paciencia. Si no yo, ¿quién? 

Y todo esto me ocurría después de haber conseguido el favor de mi asesor quién, al fin, escribió las palabras que tanto esperaba yo, y tanto temía no leer ni escuchar nunca: que me apoya. Y esas palabras en vez de darme la paz y energía que yo esperaba, cayeron sobre mis hombros con tal peso, que me encerré en un restaurante y pedí una cantidad de comida infame. Y comencé a comer, a tragos sin masticar bocado... (y hasta una amiga, luego que le conté, me dijo: sí, ataque de bulimia). Y con los bocados sin poder ser pasados, le escribí a mi mamá y vino en mi auxilio, porque ni siquiera podía pagar la cuenta de tanto que había pedido (¡y comido!). Y temblando, y avergonzada, llegué a mi casa, y vi que la CFE ya me había reconectado la luz, pues prendí el apagador y vi que era bueno. 

Y me pregunté, muy seriamente, porqué las palabras que debieron darme paz, me dieron pánico. Y me dijo mi amiga –la que comprende la naturaleza de la bulimia– que me dio pánico la responsabilidad. Y ella, mi amigo y yo nos preguntamos el porqué, mientras dejaba caer una cucharada de azúcar en el café, a escondidas, como si alguien fuera a burlarse de mi por romper así la dieta. Así como cuando pedí el dedo de novia y me lo comí en cuatro o cinco bocados, y no quería que nadie se diera cuenta. Y nos lo seguimos preguntando, y me lo seguí preguntando de camino a casa, mientras estrenaba mi chamarra nueva que ¿por qué ando comprando una chamarra antes de que me den la beca? pero ¡ah! ¡qué mona y qué bonita está!

Y llegué a la casa, con luz, con internet, con el pollo cocido y listo para ensaladofactarse, y la gelatina lista para mi deleite personal. Y mientras cenaba y veía un programa de televisión, de esos piratamente bajados –pero ¿con qué tiempo libre, si no hay tiempo ya de nada?– mis gatos me pidieron una convidadita de pollo ensaladofactado, y obviamente no les di aburrido pollo, sino media lata de latita feliz de salmón gatuno. Y entonces los vi contentos y felices y totalmente desparacitados... 

Sí, desparacitados, porque hace unas semanas Vasili se comió una bolsa de plástico y se tapó, y casi se me muere, pero no fue para tanto a la hora de la hora... y busqué dinero hasta debajo del refrigerador para que la veterinaria me lo atendiera, y lo curó y, obvio, ya era momento de desparacitarlos y... 

Y mientras cenaba mi pollo, y veía mi programa mediante internet haciendo uso de mi luz, me di cuenta de una cosa: mi angustia por la salud de los gatos era otra, muy diferente, a la angustia de que alguien me regañara. Ah, no. Esa sí que era otra angustia. Y no había tiempo de asustarse ni de esperar regaños. Ellos no me regañan si los trato mal, sino que sufren y mueren. Y yo no quiero que les pase eso: los quiero mucho, mucho. Y a mi mamá la quiero más, y cuando se enferma voy corriendo a llevarla al hospital, y no tengo tiempo de pensar en que alguien me va a regañar, porque ella no: ella está sufriendo y tengo que sacarla del asunto. Y es que la amo por sobre todas las cosas. Y soy responsable de ella, y también de mis gatitos (a los que ella les invita las croquetas caras). 

Y pensé que, así como yo quiero a mis gatitos y amo a mi mamá, así debo quererme. Así debo atenderme, y pagar la luz para no quedarme a oscuras. No me voy a regañar, pero voy a pasarla mal si no la pago. Y debe pesarme el que la pase mal, no lo estúpida que puedo llegar a ser. 

Entonces debo aprovechar el apoyo incondicional y desinteresado de ese asesor que me ha tocado en suerte, no porque alguien (sobre todo él) me vaya a regañar. Ni él, ni yo, ni nadie me va a decir que soy una estúpida. Nadie me va a decir estúpida: ni siquiera yo. Será como no pagar la luz y quedarme a oscuras a pesar de la dotación enrome que, en suerte, de luz me tocó. 

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