02 diciembre 2014

El libro de la vida


E. me cuenta cómo es esa conexión que sienten entre sí los católicos. Se esfuerza en hacérmelo entender. Una y otra vez se detiene y me dice "¿cómo explicarlo?". Y de pronto, de tantas vueltas, al final lo entiendo y le digo "pero es que todos están muertos". Y su expresión quedó suspendida con un gesto a medias... hace un pequeño esfuerzo y finalmente alcanza a esbozar una enorme interrogación ¿quiénes están muertos? Y le digo que ellos, los que eran mi casa y ese momento preciso en donde cada cosa tiene su lugar y, sobre todo, yo. Donde todo es una intensa emoción, pero suave y pausada. El año nuevo, San Luis Potosí, mi abuelita, Aurora, mi Tía Malena. Eso ya no existe.

E. me hace una sucinta lista de todos aquellos con quienes siente esa conexión. Me lo cuenta pero ahí no estoy yo. Y de nuevo, de golpe, la detengo cuando llega a ese escalón. Y el Danilo... no, él no, le contesto. Se queda callada de nuevo, de golpe. Se me agolpan al mismo tiempo la pena por hacerla apenarse y la certidumbre de porqué todo estuvo siempre mal. Y trato de esbozarle mi descubrimiento: en ese entonces quería convertirme al catolicismo. Quería oír hablar a las piedras de la Catedral, quería ver la magia que todos veían en el remedo ése de pan ácimo, perfecto, blanco y redondo, que los hacía tocar a la divinidad. Pero lo único que yo quería era seguirlo hasta su patria, servirle a su Dios y ser, con él, una carne y una sangre. Pero él nunca lo quiso así... ¿él quién? ¿Danilo o su Dios? Para efectos prácticos, daba exactamente lo mismo. 

Últimamente le pongo a E. muchos ejemplos de San Agustín. De cómo él veía en todas las mujeres a aquella que Mónica había hecho volver a Cartago. O cómo, al hablar de la muerte del joven Adeodato, toma Aurelio las palabras de Marco Tulio cuando está llorando a su Tulia y dice "los hijos son los únicos hombres cuyo triunfo nos da verdadero regocijo". Y luego me guardo para mi a Peter Brown hablando del Agustín que se quedó solo. Todos habían muerto: Mónica, Adeodato, los amigos que poblaron su su Túsculo africano: Casisiaco. Y así, sólo, escribe el peregrinar de los cristianos a través de la ciudad de los hombres hasta la excelsa ciudad de Dios. A veces le digo a E. que Dios es un gran amigo imaginario, porque si él conmigo ¿quién contra mi? porque nos ama incondicionalmente. Y E. hace mohín creyendo que simplemente no entiendo...

La dejo en la estación del Metrobús. La dejo volver a su mundo se montañas rusas estéticas, de sutilezas espirituales que a penas alcanzo a vislumbrar, de panes ácimos perfectos donde ocurre la magia. La dejo, pues, volver al mundo que le ilumina los intensos y espirituales ojos verdes. Y regreso a las estrecheces causales y determinadas de la materia donde me apeno mucho de no haber sentido el temblor de anoche, cuando la tierra cimbró la vigilia de todos, menos la mía. Busco un lápiz y me picoteo el corazón, busco algún relámpago que lo haga estremecerse. Y justo antes de perder la esperanza por completo, se me acerca el gato y me brinda el milagro del ronroneo. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

La vida de los no-católicos es pedestre. La vida de los católicos es pedestre.