28 julio 2015

Losing my religion

En cuanto despreciadores...

Estar del lado correcto es la inclinación natural de todo hombre. Las cosas se tornan complicadas cuando el universo de los valores cambia de polaridad, y de golpe somos expulsados de la suave patria del correcto orden de las cosas. Pero ¿a dónde hemos de partir para buscar refugio? Entre más inteligente se es, más complicado resulta adormecer la suspicacia despertada así violentamente, y dejarse de nuevo llevar por un nuevo sistema de creencias. Si antes uno fue apologeta de la verdad que sostenía todo, ahora, violencia mediante, uno se transforma en denunciante de las incongruencias y engaños latentes en toda nueva fe, en todo nuevo orden. Agotado el espíritu, tarde o temprano encontrará un nuevo resquicio para su ataraxia: el niño nietzscheano, el asentimiento agustiniano, la renuncia al fundamento epistemológico. En el fondo, se trata de una renuncia que no es sino un salto de fe... que no es sino la aceptación de la anarquía que subyace a todo. 

Dicho lo cuál podría entenderse mejor el cómo operamos al momento de defender una postura y atacar otra. Por un lado, está aquél que se sabe del lado correcto. Y ante el error, es decir, ante el enfrentamiento ante aquellas personas y aquellas ideas equivocadas, puede tomar una de dos posturas: o bien acusarlos de ser malos por no compartir las mejores creencias, o bien condolerse y conmiserarse del error, y tratar de convertir a los demás a la verdad. Es decir: para uno el otro es simplemente malo, y lo ataca. Para el otro, en cambio, todo radica en un error que hace actuar mal a personas buenas.

El primero ha internalizado de tal manera su sistema de creencias, que considera meritorio el mismo hecho de tenerlas, y considera carente de mérito –y por ende reprensible– a quién no comparte sus creencias. Es aquí cuando entra en juego la famosa superioridad moral: quienes se sienten mejores personas por sostener cierto tipo de creencias. El que las creencias sean mejores es simple consecuencia natural del proceso por el cuál fueron adquiridas: los buenos creemos en esto, los buenos pensamos en esto... y es gracias a mi bondad que sostengo esta serie de creencias

Luego, tenemos a los denunciantes. Y del mismo modo se dividen entre aquellos que denuncian ideas corruptas y engañadoras, y aquellos que denuncian la maldad intrínseca de quienes sostienen ideas equivocadas, pues el que las ideas sean malas es más bien consecuencia de la maldad intrínseca de quienes las ostentan: creen en eso porque son malos, y si hubiera algo más malo en lo que pudieran creer, lo creerían por ser tan malvados. Claro: la estructura intrínseca de la denuncia no consiste en señalar la maldad evidente: eso no existe, pues bien platónicos y aristotélicos que somos todos, en general estamos de acuerdo con que nadie desea el mal, al menos no descaradamente. Para hacer daño, pues, el malvado ha de hacer pasar por buenas sus creencias y parapetarse en la superioridad moral para hacer pasar por malos a los buenos... y hacerse pasar por bueno él, tan malvado. El malvado, al cuál denuncia el denunciante, es un engañador. Y la grieta del engaño sólo puede señalarse mediante la denuncia de la incongruencia, ya se trate incongruencia entre el decir y el hacer, ya se trate de incongruencias internas del sistema de creencias, conclusiones indeseables, o demostrara que todo el sistema es una gran reducción al absurdo de otra cosa.  

En la denuncia, pues, hay una mezcla de defensa y de resentimiento. Resentimiento contra aquél que nos engañó por primera vez, contra la "verdad" entre comillas que nos partió el corazón, y defensa frente a toda intentona de superioridad moral capaz de minar la idea que tenemos de nosotros mismos. Esa "verdad" entre comillas que nos partió el corazón al mostrarse falsa y achacosa, era antes la vara con que medíamos a todos pero, sobre todo, con la que nos medíamos a nosotros mismos. Al quedar entrecomillada (y al ser incapaces de arribar a una mejor... al menos a una equivalente), lo que queda rota es la vara moral con que nos medíamos a nosotros mismos, la que nos otorgaba un lugar en el mundo y unos límites respecto a los cuales podíamos movernos para saber si íbamos bien o íbamos mal.

¿Quién puede sobrevivir en semejante estado? apraxía se llama la enfermedad en la cuál, al no saber qué es lo bueno y qué es lo malo, la acción (la praxis) se imposibilita. ¿Quién, pues, sin una nueva regla moral, puede sobrevivir cuando la antigua se ha roto?

La denuncia, pues, no es sino una defensa negativa respecto a esa vara: porque todavía no tenemos una nueva regla mediante la cuál podamos medir el bien y el mal, lo único que podemos hacer es defendernos continuamente de la antigua vara a la que no le hemos quitado ni una pizca de autoridad sobre nosotros (si no ¿qué sentido estúpido tendría el estarnos "defendiendo"?). Por eso, cuando nos dicen malos, lo único que nos queda es demostrarles que son más malos que nosotros, arrebatándoles así la superioridad moral porque fuimos incapaces de arrebatarles la autoridad moral.

No, no se me ocurrió conclusión alguna. Porque no sé cómo se ha de solucionar el asunto. Aún no sé cómo se resarce al corazón de semejante herida. 


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