27 octubre 2015

Errante y vagabunda.

Hace mucho que no escribo con regularidad en el Blog. Yo venía aquí a aventar todas las emociones que se me huracanaban al rededor del corazón y los pulmones. Pero ahora existe Twitter, y mi atención, más bien frágil, se ha vuelto todavía más adelgazada con la rapidez de las redes sociales. Son algo así como comida rápida. No tengo que esperar a que alguien se pasee por el blog (o peor aún, lo encuentre y lo descubra). Si me siento sola, llego a Twitter y saludo al compañero más cercano, y así funciona el asunto... casi es como tener la televisión prendida porque uno vive solo. ¿Cómo? ¿no saben a qué me refiero?

La manía la agarré con mi abuelita Aurora, pero también lo hace mi papá. Cuando están solos en la casa, prenden la tele para que se escuche algo de fondo. Mi mamá ¡ah! ¡cómo los criticaba! Y aunque a mi no me parecía descabellado como a ella, tampoco entendía muy bien la efectividad del asunto... hasta que comencé a vivir sola... mucho más sola que antes. 

La soledad se siente como el frío cuando uno no tiene el suéter equivocado. O como cuando era casi adolescente y me empapaba en la calle y, por alguna razón, tenía una gran tolerancia a la maldita incomodidad de andar con los zapatos empapados, las calcetas heladas dentro de los tenis que se oían "plosh, plash, plosh". La incomodidad no me hacía querer regresar a la casa, pero ¡vaya que era muy incómoda! Pero no me regresaba. Iba caminando despacio por el centro de Coyoacán, y me perdía por la calle Pino (de la que Aurora decía siempre que, si te perdías ahí, estabas bien perdido). Y me perdía por Corina, y quién sabe cómo de pronto ya estaba caminando junto a la Nacional de Música. También quién sabe cómo, me quedaba sin dinero. Una vez sí me ganó el hambre y me comí un elote con crema abandonado (recién abandonado, aclaro). Andaba como vagabunda, y no me molestaba tampoco tanto... el hambre no me hacía regresar a la casa, ni el frío, ni andar toda mojada. Yo seguía camine y camine y camine... sin rumbo. 

Así conocí toda Ciudad Universitaria, aunque soy incapaz de orientarme. Así me metí al cráter ese que le digo "La gran dona cósmica" y me subí por una de las rampas esas que parecen Stonehedge y, hasta que estaba arriba me acordé que las alturas me dan vértigo, y me bajé como si fuera una resbaladilla y terminé con un gran agujero en el pantalón. Para que no se me vieran los calzones, me amarré el suéter en la cintura, y seguí caminando... Otra vez, cuando ya era novia de Daniel, llegué tan empapada al IIFs, que no pude entrar: yo misma era una pequeña tromba errante. 

Y quizás aguantaba muy bien todos esas intemperies porque casi no me enfermo de la garganta ni del estómago... cuando he estado a punto de morirme ha sido por comer pollo en estados cuestionables pero cocinados en casa. Pero a veces sí me enfermo. A veces me dan calenturas de 40º y a veces me la paso vomitando. Y, a veces, la soledad termina por calarme el ánimo, y me deprimo. Y entonces fue que descubrí como para qué sirve tener la televisión prendida: porque se oyen voces. Voces humanas, que hablan de cosas que no interesan de qué se traten... o quizás sí, pero lo importante es escuchar la voz.

Y así fue como descubrí los blogs allá por 2006. Porque entonces me sentaba a contar mis aventuras de la semana, o reescribir de nuevo la historia de mi vida... o a mandar mensajes en botellas para que el amado, el más amado, me leyera. O me leyeran los cuates de otros blogs. E iba de metiche a buscar camorra a otros blogs (ah! y ahí conocí el blog de Zagal, y me hice de un montón de amigos a los que conocí muchos años después de carne y hueso). Eran buenos tiempos. Ahora existe el Twitter, y cada rato conozco gente nueva, y, de nuevo, así la soledad se esfuma durante un ratito. 

Ya no me mojo bajo la lluvia. Quizás estoy vieja. Ahora nunca salgo sin dinero, y hasta cuido mi alimentación. Me lastimé los huesos y un nervio, y ya no puedo caminar tanto. Y es entonces cuando mis errancias buscan otros parajes. Y leo aquí y allá, y termino enterándome de obras ficticias no escritas por autores ficticios pero sí comentadas por el muy germano y real Alberto Magno. Y a veces, aunque ya no con la misma constancia que antes, vengo y lo platico, y lanzo una botellita al mar... pero ya no para cazar al más amado de los amados...

... porque ahora sí sé cómo llegar a la isla donde sé que él está y donde, a veces, está aguardándome su risa y su carcajada, de las que sigo enamorada todavía. 

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