Hace frío, sólo un poco.
Tú te acercas y me informas que acabas de despertar. Vienes a saludar y pones tu patitas en la pierna. Yo te miro y te acaricio la cabeza. Te bajas dando por terminado el trámite y buscas croquetas. Un ratito después me informas maullando que es hora de salir, y entreabro la puerta. Te estás ahí, paradito, frente a las escaleras, vigilando. A veces desapareces y, al agitar las llaves, vuelves presuroso y preocupado casi como diciendo ¿todo bien, ama?.
A veces subes tus patitas y yo te ignoro. Tengo que escribir, te digo. Entonces te subes a la mesa y te acuestas sobre el teclado. Yo, en un movimiento ya dominado, te tomo de la panza y te pongo en el piso. Indignado, te vas a otro lado a buscar diversión. Pero a veces han sido ya tantos mis rechazos que, sintiéndome culpable (sobre todo cuando te ignoraba por ver fotografías de gatos), te abrazo contra mi pecho y dejo ir mis dedos entre la suavidad de tu pelaje. Y tu das dos ronroneos como diciéndome: ¿ves? era todo lo que quería.
Cuando hay jamón, gran alegría. Pero ¡ah si cae una aceituna al suelo! no parará el juego hasta que la pelotita verde yazca bajo el refrigerador, inaccesible a tu patita. La dona del cabello, el juguete favorito. Y sentir tu peso, en la madrugada, acomondándose entre las corvas de mis rodillas, la certeza de que el universo anda correctamente.
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