El cuentito de ayer lo escribí inspirada en el blog de Klaussen (que ahí mismo les refiero). Y creo que debo aclarar algo sobre los panzones. A mi las pancitas no me molestan en absoluto. Lo que quería era transmitir que, cuando una relación se acaba de finiquitar, uno siente, justo en ese momento de la ruptura, que acaba de perderlo todo. Por eso duele tanto y por eso uno se siente en un tremendo estado de miseria. Hasta que la herida deja de manar sangre, uno se percata de que ocurrió lo mejor que pudo haber ocurrido: uno ya no estaba bien en esa relación. Uno recuerda los porqués por los que se terminó.
Eso se conecta con la idea siguiente: una causa común de rompimiento es la incompatibilidad de caracteres. Cuando una relación es larga, uno se pregunta cómo de pronto los personajes de la historia se volvieron incompatibles después de tantos años de compatibilidad. Y pues así pasa cuando sucede. Pero detrás de esa "incompatibilidad" hay al menos dos ideas que uno nunca se atreve a expresar claramente: o el otro cambió para mal, o el otro jamás cambió (aquí entra el símil del panzón: o perdió su esbelta figura, o jamás se le quitó "esa molesta panza")
Pero ambas ideas, sobre todo al finalizar una relación larga, son en realidad un espejismo. Cuando uno se involucra en una relación tiene que negociar mucho: hábitos, planes de vida, proyectos, etc. Uno tiene que renunciar a algunas cosas, el otro también. Y así como uno y otro crecen y cambian, los proyectos de vida también. La adaptación mutua, pues, es constante. La negociación y la renuncia son riesgos inminentes a cada paso de la relación: que si tener hijos, que si irse a estudiar fuera, que si tal o cual. Y tarde o temprano el riesgo de que aparezca la incompatibilidad se hace presente.
Una relación puede acabarse durante el primer año, a los cuatro, a los ocho, o después de 25 años de casados: el riesgo es constante y perenne. Uno puede estar dispuesto a hacer por alguien algo que hace 10 años uno se sentía incapaz, o uno se hace incapaz de volver a perdonar algo que, hace 8 años, pareció tan fácil. Pero como esto ocurre siempre en la tromba y tormenta emocional, uno nunca lo tiene claro y comienza a buscar razones menos sensatas y más acordes con la magnitud del dolor que en ese momento se siente.
Y, para colmo, cuando uno ya anda cargando fuertes conflictos emocionales, la ruptura sirve de catalizador y ¡pum! se le acusa de ser la causa de todos los males. Por eso no está mal tener una pequeña asesoría psicológica: el duelo provocado por la ruptura no debe durar más de seis meses (me decía Bernardo, y yo quería partirle la cara). La cosa es que, muchas veces, junto con la relación, también viene abajo nuestro proyecto de vida y es por eso que uno se siente como si le hubieran dado un sartenazo de caricatura, y anda todo turulato... y deprimido.
Cuando uno comprende que lo que lo tumbó no fue la ruptura, sino todos los pedos emocionales que se cargaban antes, la salud está más cerca. Pero, claro, ello no implica que una ruptura "sana" deje de ser dolorosa. Uno pierde, en esos casos, a quién estuvo más cerca de uno. Y, justamente, lo que a uno no le cabe en la cabeza es que aquél (o aquella) que nos fue incondicional, ahora sea quizás un extraño, o incluso un enemigo. ¿Cómo? ¿Ése que era una misma carne y una misma sangre con uno, ahora es un extraño e, incluso, un enemigo? Es como si la propia alma se volteara contra uno mismo.
Platón, en el Banquete, pone en voz de Aristófanes la leyenda que, nosotros, podríamos llamar "de la media naranja". Los dioses, originalmente, nos crearon esféricos, con dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas. Pero nos tuvieron miedo (¡ay esos dioses temerosos! Recuerden que también Jehová nos prohibió el fruto del árbol de la Vida por miedo a que nos le pusiéramos al tú por tú). Bueno. Nos tuvieron miedo y nos partieron a la mitad, y la cicatriz de tal ruptura es el ombligo. Entonces, separados, comenzamos a morir de inanición por la tristeza y depresión de haber perdido al otro. Por eso, Zeus, compadecido, volteó nuestros rostros y órganos sexuales, para que pudiéramos encontrarnos de vez en cuando y unirnos como en los primeros tiempos.
(btw: es la primera mención a la homosexualidad femenina. No todos los hombres esféricos eran "mujer con hombre" sino había "hombre con hombre" y "mujer con mujer" y por eso hay lesbianas y gays.)
No es gratuito, pues, que cuando el otro se va, nos quedamos heridos y tan tristes que podemos morir de inanición: perdimos a la mitad de nosotros mismos. Pero el ombligo debe ser recordatorio de que sanaremos, y los órganos sexuales de que, ahora, se nos ha dado la autonomía y un pequeño enchufe por si encontramos a otra media naranja, al menos para apagar la sed de la ruptura.
Esponjis que mira su obligo con cierta ternura (y se pone a limpiarlo)
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