10 julio 2012

Agua y Shampoo.



Leí este pequeño cuento en el blog de una vieja amiga. Y me imaginé a la protagonista y se me antojó hacer otra versión. Digamos que a la chica del cuento, a la cual denominaremos Ella, le acaban de romper el corazón. Él –pues este es un cuento de Él y Ella– dio por terminada la relación. Porque ¡por el amor de Dios! ¡Siempre es el maldito de Él el que las termina! Si Él hubiese sido tan diferente a como Él era, digamos, si Él hubiera actualizado al maravilloso Él que está oculto en potencia en ese patético, patán y pelafustán Él en acto, nadie habría pensando en mandarlo por un tubo. Él siempre tiene la culpa. Estúpido Él, que mantuvo preso al pobrecito y sumamente virtuoso Él del que en realidad nos enamoramos (el papasito que habitaba en potencia en el desgarbado panzón).


Claro, luego viene la hora del arrepentimiento. No fue culpa del pasivo Él la falta de actualización, sino que carecimos de un agente que llevara a cabo la transformación. Ella era la luz y Él los colores. Y no lo iluminamos bien para que ese Él oscuro se coloreara a nuestro antojo. Entonces la Luz (o sea: Ella) va a tomar un baño mientras está llore y llore. Y se acaba el agua. ¡Claro! ¡El agua se acaba justo cuando Ella acaba de aplicar ingentes cantidades de Shampoo revela tu belleza y sácale el brillo oculto a tu cabello... y el agua se hace un chorrito y las lágrimas ya no son provocadas por la amargura del abandono sino por el ardor del shampoo entre los párpados y el globo ocular.

A ciegas, y con un profundo dolor en los globos oculares busca la toalla para limpiarse. A ciegas y manoteando por todo el baño se le hace un nudo la garganta: ¡Claro! ¡si Él –¡sí, el panzón patán pelafustán, qué importa!– si él estuviera aquí ya me habría pasado la toalla... y claro, no está y me voy a resbalar y a golpear la cabeza contra el escalón y moriré desangrada mientras mis gatos se beben mi sangre y... y por estar pensando en esas imágenes gore de pronto se sintió la feliz chica de Psicosis... claro, las cosas estaban tan mal al final, que ese maldito panzón patán no me alcanzaría la toalla ¡sino que me molería a puñaladas!



Y entonces su brazo aterrorizado alcanza la toalla.

Consigue abrir los ojos y se enfunda en la toalla. ¿Quién fue el idiota que no avisó a tiempo que se iba el agua? ¿Y ahora? ¿cómo vamos al trabajo con el cabello espumoso y pegajoso? ¿eh? ¿eh? ¡Todo es culpa de Él! Al menos de la sensación de miseria generalizada. Ese es el problema de que se acabe el agua: no que perdamos su suave y cálido contacto contra la piel, sino que luego nos quedamos todas enjabonadas y ¿a ver? ¿con qué mágica toalla nos vamos a liberar de todo el proyecto de vida dónde él era pieza indispensable? ¿qué hacemos ahora con el guión de nuestra vida? ¿eh? ¿eh?


Vaya, gran descubrimiento –piensa ella mientras va, envuelta y la toalla y con los ojos rojos, por el garrafón de agua, digo ¿que sirva para algo, no? es tan potable como la de la regadera, pero el prurito paranóico que nos dejó el terremoto del 85 nos hace gastar en L'aaaaaagua que pasa todos los martes y jueves vendiendo garrafones– Sí, sí. Gran descubrimiento: no es su ausencia lo que extraño, sino la dificultad para quitarme el jabón que me eché encima confiando en su eterna presencia. Pero el agua del garrafón funciona a la perfección... mierda, era un garrafón nuevo. 20 litros carísimos para deshacerme del jabón. ¡Pero ya está! Fría, sí, está helada, pero ya el cabello no es una plasta pegajosa. Se seca y se viste y ya no llora. La calidez de la ropa le quita esa maldita sensación de miseria perpetua. Es entonces cuando descubre que su ausencia es eso: es como andar bajo la lluvia, con los zapatos chapaleando de agua, el pelo empapado y comenzar a tiritar... y saber que la casa, la regadera con agua caliente, las cobjitas y la tacita de te están todavía muy lejos. Bueno. ¿Qué se hace en esos casos? Se protege la mochila o la bolsa, y se dispone uno a caminar lo más rápido posible para quitarse el frío. Y ¿luego? Luego uno se dispone a disfrutar de la lluvia, como cuando se tenían 17 años y se cruzaba Coyoacán pisando charcos. Hay que hacer un esfuerzo, eso sí, para olvidarse del frío y meter en calor al cuerpo. Pero incluso la irritación que el shampoo dejó en los ojos va pasando poco a poco ¿cuanti más fácil será que su ausencia deje de doler? 



Por supuesto: este cuento es una ficción. A pesar de vivir en la Benito Juárez, yo vivo en la muy proletaria Portales, llena de pozos de agua, y nunca deja de correr y jamás falta. Y mis gatos jamás se beberían mi sangre... no, por dios... buscarían ayuda... ¿verdad ? ¿¿VERDAD?!


No hay comentarios.: