El día que vino Daniel a despedirse de mi (en muchos más sentidos de los que ambos esperábamos), arranqué de ropero un letrero que decía "Ire ad Lovaniam aut Mori". Luego me deshice del espantoso ropero.
En mi comedor –ahora sin espantoso ropero– hay una serie navideña, azul y en forma de cascada que no volveré a quitar hasta que me vaya de aquí... no la voy a quitar porque me da miedo dormir a oscuras, porque es azul y es bonita. Hay una lámpara de papel, enorme, que compré en Tlayacapan (de donde provienen también mis cortinas y otras muchas chucherías, y tengo que volver por más). Y un librero en forma de escalera, donde puse un montón de juguetitos, entre ellos un Playmóvil que sostiene un pergamino con frases en latín, un caballero medieval que, cada que se enfrenta a mis gatos pierde un apéndice, y una miniescultura de Avicena que he reparado miles de veces. Tengo un mantel de falso terciopelo rojo, que no es mantel sino un trapo sin bastilla que compré en los retazos de La Parisina para echar el Tarot.
Tengo, también, un par de gatos buenos (porque los gatos malos eran Chupacabras y Bolillo, aunque no por malos los quise menos), pero estos gatos son buenos, bien portados, educados, limpios y zalameros –como corresponde a todo buen gato. Y están aquí, echados, mientras escribo que hay muchas cosas que no entiendo de mi vida ni de la gente a mi alrededor. Que esos amigos que conocí en aquél entonces eran mucho mejores personas, almas, estudiantes, que toda la gente que conocí después –con sus excepciones o sin ellas.
Ahora pienso en aquellos tiempos, cuando yo tenía la edad de esos que resultaron ahora ser gentes tan torpes y grises, tan desesperantes. Pienso en esos tiempos en que decidí que no valía nada, que no servía para nada, que ya nada me importaba. Y que por eso me metí a la fila del CELE para meterme a árabe, que siempre me había dado curiosidad. Y entonces un tipito, con Ángel Face en las pestañas me dijo que me metiera a hebreo con él. Aquellos tiempos, pienso en ellos, en que me metí a estudiar griego porque el cuitoso de Werther me daba envidia porque se daba el lujo de leer a su Homero.
Pienso en eso a tantos años de distancia... y me doy cuenta de que borré el Ropero. Sí, lo borré. Como si hubiera desandado un camino muy largo y hubiera decidido volver a empezar. Diez años más grande y con un título y un grado: más vieja pero más sabia.
Volveré por el camino para darme cuenta de que, sí, en efecto, fue un error estudiar filosofía... pero el error se corrigió cuando me dejé seducir, por vez primera, por la purísima belleza de algo: el griego. O la belleza del hebreo. O de la Ogdoáda, el Pléroma, Abulafia y el Tzim-tzum. O el obispo númida y el eterno presente, su distención que se enrolla sobre sí misma y nos permite contar, ¡milagro sólo accesible a los hombres y las cotorras!. O la última de las bellezas: el alemán hablándome del otro alemán, y de las ovejas y de los lobos.
Recuerdo, pues, haber alcanzado la perfecta felicidad y belleza a los 24 años, cuando decidí hacer algo porque era lo que más me apetecía en la vida: estudiar griego.
Hoy me apetece hacer las cosas porque son bellas y me hacen feliz: colgar series navideñas azules en las ventanas de mi casa, sobre las cortinas de Tlayacapan, aprender y recordar el árabe olvidado, hacer el doctorado con el sen-sei ya conocido, que quiere en mi idioma, y me ha perdonado.
Esponjis
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