Estoy preparando una clase sobre San Agustín. Y me ocurrió algo terrible. La última vez que lo había leído era joven y con ilusiones, y todo me parecía maravilloso. Lo leí tantas, pero tantas veces... y recuerdo que me lo encontré con el padre Ramos, y dejé de asistir a sus clases porque me daba pena que nomás no terminaba de leerlo... recuerdo haber llenado esa edición de Círculo de lectores de post-it amarillos, llenos de notitas... y anotaba y anotaba... y no terminaba. Lo leí tantas veces, que le entregué a Priani el extra sobre Agustín... pero Priani olvidó asentar mi calificación. Y cada vez que lo olvidaba (fueron 3 veces) corregía y corregía el trabajo, y decidí leer el libro XI también...
Y luego me puse a leer a Lévinas. Y aquello, más que cartesiano, me sonó 'agustino', a pesar de los claims del lituano. Y leí y, y leí hasta que saqué a Lévinas. Dicho sea de paso, hace como seis meses me puse a releer a Lévinas. Y mi decepción fue terrible: aquello parecía un pegoste de cosas de Merlau-Ponty, otras de Heidegger... cuando parecía ponerse interesante el asunto, finalmente no concluía nada interesante sino que sacaba sus mamadas dizque-éticas que... pues que parecía todo forzado ¿ven? Y ¿así cómo?
Pero releer a Agustín –aquél de quien mi amiga Nora diría se lo imaginaba alto, de cabello rizo, ¡necio como él solo! y de amplio pecho– todo fue muy diferente. Por un lado, descubrí a qué grado cada cosa embonaba con otra a la perfección... por otra, vi cómo daba con enormes y tremendos problemas, y luego parecía no darles solución, dejarlos abiertos y él con la duda –y a pesar de ella– continua. Trata de armar una semántica, y es entonces cuando se nota cómo le hacen falta herramientas para afrontar esos problemones que no halla cómo acomodar.
Lo leí de nuevo, pero ahora en latín (ese latín que no sabe a romance sino a griego), ahora conociendo y reconociendo a sus enemigos, a sus maestros, a sus interlocutores. Ahora veía salir de entre sus líneas a un Aristóteles digerido de manera autodidacta, a Cicerón y sus espacios interiores... a Gilbert Ryle señalándolo con dedo acusador como padre del gran pseudoproblema, de las complicaciones del adentro, del loco non loco, de la interioridad y el homunculo que se pasea por su propio palacio interior.
Y me descubrí no pudiéndolo leer en un día... ni en dos... y pensé, con angustia en mis alumnos. Y me descubrí reentendiéndolo todo... y ya, frente al grupo, me descubrí entendiendo, en vivo el problema extraño que entraña recordar lo que sentía, que estaba triste, que es verdad que recuerdo que creía aquello que ahora sé que es falso. Y los pobres alumnos hacían una gran cara de interrogación cuando les hablé de actitudes proposicionales y recordé que son pequeños parvulitos de licenciatura, y que tengo que explicarles cómo Agustín, al igual que ellos, estaba tocando grandes misterios sin tener todavía grandes herramientas.
A mi Agustín me enseñó a pensar, porque sus Confesiones son testimonio de su dudas y espantos, de su pie al filo del abismo de las preguntas embarazosas (impenitente hacedor de preguntas embarazosas, dijo Peter Brown).
A mi Agustín me enseñó a pensar. Sus Confesiones fueron mi Hortensio. Pero mi maestro fue Daniel. Y ahora, mientras les doy clase al grupo que antes él le daba, me debato entre la deuda y admiración que tengo por él, y todos los rencores e inseguridades que también me heredó. Temo a cada minuto que los zapatos me queden grandes. Él ya no está, y dentro de mi ¡dios es testigo! (el Dios de la saciedad perpetua de Agustín), lo he tratado de asesinar poco a poco. Pero se me hace mezquino negarle incluso la gratitud de su magisterio.
A final de cuentas, algo permanece. Así como la imagen que Nora guardaba de la necedad tozuda y el amplio pecho de alguien a quien no tuvo problema de poner en la imagen de San Agustín de Hipona... porque en mi travesura yo había hecho un fotoshop que disparó su memoria...
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