El Dr. Pylylyn llegó temprano al laboratorio que se encontraba en el sótano del Instituto. No era un laboratorio lleno de matraces o mecheros Bunsen como los que había soñado en su infancia, ni tenía esas enormes máquinas que zumbaban, que conoció en su infancia en el laboratorio de su padre. Éste era diferente: tenía grandes estanterías llenas de pedacería de computadoras y circuitos electrónicos, tarjetas madre de computadoras chamuscadas, fragmentos de memorias USB... todo aquello acomodado meticulosamente en amplios cajones de madera, cada pieza con una pequeña etiqueta escrita con tinta negra, con una serie de números y siglas que él, el Dr. Pylylyn, sabía descifrar, e indicaban el estado y el lugar donde se habían localizado los artefactos. Pylylyn trabajaba en el Laboratorio de Paleoinformática del Instituto de Historia de la Preguerra.
Jonás Pylylyn se había formado estudiando lenguas arcaicas: su juventud lo sorprendió aprendiendo acadio y editando, como ejercicio escolar, por enésima vez la Epopeya del Gilgamesh. Sin embargo lo que siempre maravilló a Pylylyn era el hecho de que fuera más fácil recuperar información grabada en piedra o cocida en tablillas de barro, que aquellas obras portentosas de la ciencia de la larga época de la Preguerra.
Pylylyn sabía, como toda la gente, que absolutamente toda la historia humana era la historia de la Preguerra: cuando se podía caminar bajo el Sol mientras se era protegido por la salvadora Capa de Ozono. Pero había una larga época cuya documentación era prácticamente imposible de reconstruir: la de la era de la informática. Sí: se sabía mucho de ella. Los sobrevivientes de los tiempos arcaicos de la Posguerra escribieron en caligrafías horrorosas y difíciles, todo lo que su memoria pudo rescatar del gran cataclismo... pero también su memoria estaba debilitada, pues aquella civilización confiaba desmesuradamente en pedacitos de silicio para conservar las ligas de su civilización.
Durante más de ochenta años se creyó que aquél patrimonio era irrecuperable: uno de los objetivos clave de los antagonistas de las sangrientas batallas de la Grandísima Guerra eran los grandes servidores informáticos. En los momentos más aciagos de la guerra, poseer un pequeño ordenador era a veces un triunfo vital, a veces la peor condena de muerte.
Sin embargo hacía ya cien años que se hizo el gran hallazgo: durante una gran parte de la guerra, la ingenuidad de los soldados les hizo creer que bastaba despedazar los circuitos que conformaban las computadoras y ordenadores, para destruir su objetivo. En algún momento –que aún no se podía fechar, y que fue parte importante de las investigaciones de Sylyly, el mentor de Pylyly– en algún momento se comenzaron a excavar grandes "tumbas" para esta pedacería que parecía inútil.
Pero ¿cómo iban a descubrirse estos grandes tiraderos, si la civilización llevaba más de 80 años habitando bajo la tierra y huyendo, cada vez más hacia abajo, de la radiación que inundaba el planeta?
No todo el planeta estaba en semejantes condiciones, pero la paranoia hizo que la humanidad tardara mucho en atreverse a subir a la superficie a averiguarlo. Y fue el sur del Cono Sur y la Antártida el que resultó limpio de tan tóxico veneno. Desolada pero aún capaz de sostener la vida, todo el territorio que iba desde el norte de Río Gallegos Argentina, y tres cuadrantes de la Antártida estaban libres del veneno. La humanidad quedó salvada, y el hombre se instaló en la Antártida.
A partir del año 100 después del Cataclismo, se comenzaron a organizar expediciones hacia las zonas con alta contaminación: la esperanza de encontrar información, algún ordenador en buen estado, o mejor aún, un gran servidor, motivó esas expediciones. Algunas llegaron hasta Rusia, donde se esperaba, con bastante fundamento, que aún hubiera, intactos, grandes servidores con toda la piratería informática que le permitiera a la humanidad recuperar su memoria.
Pero las expediciones fracasaron: la humanidad, o bien había olvidado cómo protegerse de la contaminación nuclear, o simplemente nunca lo había sabido y... y también eso lo habían olvidado. Tardaron aún treinta años más en perfeccionar técnicas para buscar algún otro punto del globo no contaminado o, aún mejor, algún grupo humano aislado y sobreviviente. Y si la Antártida había sobrevivido ¿por qué no el Polo Norte? ¿Siberia?
Sin embargo el primer gran hallazgo de un cementerio de pedacería ocurrió justo en Río Gallegos. Y si algo sabían los sobrevivientes era volver a armar computadoras. Nunca se volvió a encontra un cementerio con material en tan excelente estado, lo cual exigió que se desarrollara, paulatinamente, una ciencia para reconstruir todo aquél pasado. Y así fue como se fundó la Paleoinformática: aquella técnica que prometía devolver aquello que habían devorado las computadoras y que no habían permanecido intactas como toda la ciencia que, en papel, sobrevivió.
Continuará... esperemos.
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